Poeta de todo

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Robert Pinsky

Ginza samba. Poemas escogidos

Traducción de Luis Alberto Ambroggio y Andrés Catalán

Madrid, Vaso Roto, 2014, 197 pp.

La publicación de Ginza samba. Poemas escogidos, de Robert Pinsky (Nueva Jersey, 1940), supone el lanzamiento de un autor desconocido en España, aunque entre sus méritos se cuente el de haber sido el primer, y hasta el momento único, poeta estadounidense laureado tres veces consecutivas, de 1997 a 2000. Claro que ser coronado de laurel no hace grande a un poeta –en España lo fue Manuel José Quintana, a mediados del siglo XIX, y don Virgilio Olano Bustos, vate colombiano, lo ha sido nada menos que de la Asociación Mundial de Poetas–, pero sí informa sobre la posición descollante, en un periodo determinado, de su opción estética, esto es, de su forma de acercarse al mundo: de su forma de mirar. Y la opción estética de Pinsky tenía, y sigue teniendo, muchas posibilidades de ser aclamada por sus compatriotas, porque es hija de su inclinación pragmática, de su apetencia por la realidad. La característica principal de la poesía de Robert Pinsky, desde Sadness and Happiness (“Tristeza y Felicidad”), de 1975, hasta Selected Poems, de 2011, y de la que este Ganza simba es una amplia antología, es su proyección omnicomprensiva en la realidad. Los versos de Pinsky se expanden por todos los rincones de lo existente, y lo abrazan, lo manipulan o lo desmienten. No temen a nada; no descuidan nada: cualquier cosa puede ser objeto de un poema; todo, aun lo más nimio o feo, es digno de ser cantado. La impronta de Whitman –y de otros tras él: Sandburg, Hart Crane– se advierte en esta perspectiva multifacetada, democrática, que integra lo heterogéneo y disperso en una sola ofrenda, fieramente individualista y, a la vez, orgánicamente coral: “En Granada, Nicaragua, el logo Fud / desplegado en un camión, palabra de marca registrada / como Häagen Dazs en ningún lenguaje […]. / Un niño mendigo apunta a su boca. / Sustancia de comunión, sustancia de necesidad. / Cuando yo era niño, mi familia peleaba por ella / casi tanto por el dinero”, escribe Pinsky en “Comida”. La transmutación poética de la realidad –que no deja de serlo, con toda su cochambre, por ello– obedece a un sentido de responsabilidad social: Pinsky ha sido considerado el último poeta “cívico” o “público” de su generación. La literatura ha de servir a la edificación de la conciencia colectiva mediante la transformación de la conciencia individual: mediante su exposición a los rigores de una realidad siempre incomprensible, siempre lacerante, pero no carente de grandeza. Pinsky se asoma, así, a lo más próximo, a lo abrasadoramente cotidiano –la televisión, los libros, la comida–, pero también a la historia, desde sus lejanías bíblicas hasta la tragedia de las Torres Gemelas. En este arco temporal sin fisuras ni excepciones, el presente se entrelaza con el pasado, como Stalin con Eurídice, Apolo con el nazismo o Lenny Bruce con Píndaro, pero también se afirma en epifanías absurdas, como el tenis, al que Pinsky dedica un largo poema de Sadness and Happiness, que no cabe sino entender como una alegoría existencial, como una flemática reflexión sobre la victoria y la derrota, sobre la comprensión a la que nos aboca de lo que alcanzamos y de lo que dejamos de lado para alcanzarlo. También nos habla de sexo, pero del sexo impuro, del sexo agreste, limítrofe con la pornografía, en el divertido, aunque también turbador, «Criterios de Alcibíades», donde se menciona a «una dama a cuatro patas, / [con] un gran danés a la espalda» y a «Alcibíades, que se tira a Fortuna / hasta que se queda seco». El vocabulario de Pinsky sigue el principio panteísta de su poesía: abarca todo el diccionario. Su dicción, siempre chisporroteante, incorpora cultismos y coloquialismos, exquisiteces y execraciones, giros cristalinos y puñetazos oscuros. Pinsky no se abstiene de recurrir a lo soez, una de las piedras de toque de los poetas totales, es decir, de los poetas épicos, aunque su épica sea la epopeya fragmentada, escéptica, de la contemporaneidad: si un autor es capaz de decir “mierda” en su poema sin que el poema se resienta, es más, engrandeciéndolo, purificándolo, es un escritor de mérito. Y Pinsky lo hace con una naturalidad pasmosa: “¿qué chinga’os están haciendo aquí estos pinches chamacos, / chingada madre, hijo de puta, chupavergas?”, escupe en “El burro es un animal” (aunque la traducción, acertadamente aliterativa, inspire alguna extrañeza en un lector español). En este lenguaje pluricelular y sinfónico, no falta el humor, más aún, el humor es uno de sus fundamentos esenciales. Pinsky recurre a menudo al chiste, que transcribe literalmente en los poemas: en “Las cosas más a mano” (un título que resume bien el meollo de su escritura) especifica “las cinco / palabas que dicen los americanos // después de hacer el amor: ¿Dónde / está el control remoto?”. Muchas de estas chanzas tienen que ver con el hecho de que Robert Pinsky sea judío. En Norteamérica, es casi un mandato que los judíos se burlen de sí mismos, y Pinsky atiende sobradamente a esa obligación. En el espléndido poema “Imposible de contar» –uno de cuyos versos recita él mismo en un capítulo de Los Simpson: “Bashô // se llamó a sí mismo ‘Platanero’”, lo que acaso nos permita entender por qué fue poeta laureado tres veces–, Pinsky nos relata cómo en el ejército belga, desgarrado por las tensiones entre flamencos y valones, un oficial separa a unos y otros a ambos lados de una sala. Solo un soldado se queda en el centro. “¿Qué es usted, soldado?”, le pregunta el oficial. “Saludando, el hombre dice, ‘señor, soy belga’. / ‘¡Vaya! Eso es asombroso, cabo, ¿cómo se llama?’ / Saludando otra vez, contesta, ‘Rabinowitz’.» Lo judío está muy presente en la literatura de Pinsky, como en la cultura de la que forma parte, y se manifiesta en retazos autobiográficos, en promiscuos ejercicios de memoria. También lo está la música, a la que no solo dedica poemas –Pinsky ha sido saxofonista, y el saxo es uno de sus temas favoritos: de él hablan “Ginza samba”, la composición que da título al libro, y “Saxofón”–, sino que impregna su poesía: el ritmo percutiente, sincopado, del jazz contribuye al flujo discursivo pero imprevisible de los versos, a sus constantes espasmos ilativos, aunque la crepitación del original se pierda, en buena parte, en la traducción, por muchos que hayan sido los esfuerzos de los traductores por preservarla. El afán globalizador de Pinsky, ese que le lleva a verter la poesía en todos los aspectos de la realidad, o todos los aspectos de la realidad en la poesía, alcanza también a los más ominosos: la muerte asoma en “Amor por la muerte”, “Morir” y “Luto”, entre otras piezas del conjunto. Sin embargo, no es una muerte pensada, una angustia abstracta, sino un terror arraigado en las cosas, esas que, dice Pinsky, “cada día se apagan”, como “el golden retriever de al lado, Gussie” o “Sandy, el cocker spaniel tres puertas más abajo / que murió cuando yo era pequeño”. La objetivización de los sentimientos se manifiesta en esta encarnadura luctuosa, pero también en otras más amables, como en “El hueso del querer”, que da título a otro libro, de 1990, donde se advierten chispazos vanguardistas: “mi comida mi padre mi niño te quiero para mí mismo / mi flor mi aleta mi vida mi luminosidad mi O”.

La traducción corre a cuenta de dos traductores: el argentino Luis Alberto Ambroggio, que firma el prólogo, y el español Andrés Catalán, responsable del epílogo. Su trabajo ha sido certero, sobre todo si consideramos las dificultades musicales que plantea el original, y sus abundantes referencias culturales, a menudo difíciles de discernir. Solo cabe hace un matiz a su labor: la frecuencia con que se utilizan los posesivos, por impregnación del inglés, cuando bastarían los artículos determinados: “Él la saludó y con su brazo bueno levantado // abrió la palma de su mano…” En castellano, ya sabemos que, si él la saluda con el brazo o abre la palma de la mano, el brazo y la palma son suyos.~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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