Para desmentir a Donald Trump no hay necesidad de números (aunque todos los números lo desmienten: la inmensa mayoría de los inmigrantes mexicanos son respetuosos de la ley; han contribuido por décadas al crecimiento económico de los Estados Unidos y son, desafortunadamente para México, lo mejor de nuestro capital humano, trabajadores, competitivos e innovadores). No se necesitan cifras porque contra los prejuicios no hay argumento numérico y racional que valga y cualquiera que generalice y condene a una comunidad de once millones de seres humanos como si los conociera a todos, está cayendo en la trampa del prejuicio. Y sin embargo, Donald Trump encabeza, hasta ahora, las preferencias de los votantes republicanos.
Joaquín Guzmán Loera es un criminal que ha asesinado a miles, ha usado su capacidad empresarial para construir un imperio que roba a diario la vida y la salud a millones de drogadictos en el mundo entero, que vive en la ilegalidad y ha corrompido a través de cañonazos de dólares a quiénes ha necesitado comprar. Cualquiera, con un mínimo de pudor moral, condenaría la oscura trayectoria de Guzmán y deploraría su reciente fuga. Y sin embargo, muchos mexicanos han celebrado el escape del Chapo del penal del Altiplano.
En México se ha escrito ya mucho, y muy bien, sobre las circunstancias de la fuga del Chapo, la corrupción que dejó al descubierto y la ineficacia del gobierno –que, entre otras cosas, tiene una pésima política de control de daños–. En Estados Unidos, las amenazas y acusaciones de Trump han generado rechazo, aunque se han justificado como una mera táctica electoral populista.
Lo que acá y allá apenas se ha mencionado es lo que la inexplicable popularidad de Trump y de Guzmán dice de la salud política de los dos países y del costo colateral del debilitamiento institucional que conlleva.
Para crecer y tener un sistema económico inclusivo* –que garantice la legalidad, de a todos los ciudadanos oportunidades de educarse y trabajar en lo que mejor les parezca y erosione la desigualdad– los países necesitan sistemas políticos incluyentes. Encuadres políticos donde el poder esté limitado democráticamente, haya rendición de cuentas, incluya los intereses de todos los ciudadanos en la toma de decisiones y, a la vez, esté centrado en un Estado fuerte que garantice la legalidad y el orden.
Cada sociedad construye y perfila sus instituciones políticas. En Estados Unidos, desde hace una década, pero sobre todo desde la llegada de Obama al poder, los republicanos han emprendido un cambio de paradigma que ha resquebrajado el acuerdo democrático del respeto al que gana cada elección y de la negociación y el cabildeo para proteger los intereses de la minoría perdedora sin vulnerar el orden democrático.
Desde 2004 los republicanos cambiaron de métodos y objetivo: abrazaron la polarización política para entorpecer por todos lo medios al presidente, hasta derrocarlo, evitar su reelección, o sepultar su legado. Se transformaron en opositores disfuncionales que han debilitado al ejecutivo al grado de permitir que un gobernante de otro país haga campaña en el Congreso en contra de las propuestas políticas del presidente. No sorprende que Estados Unidos se haya convertido en el reino de la desigualdad económica extractiva y de políticos racistas como Trump.
En México, la oposición disfuncional es aún más peligrosa. No sólo porque somos un país mucho más pobre que Estados Unidos (el ingreso promedio de los mexicanos es la séptima parte del de los estadounidenses) y arrastramos encuadres económicos extractivos (que benefician a unos cuantos a costa de la mayoría), sino porque los opositores disfuncionales surgieron en el seno de una democracia que no se ha consolidado. Y sin reglas democráticas claras, bien cimentadas y consensuales, cualquier medio parece legítimo. Desde desconocer resultados electorales y alimentar la polarización política, hasta jugar al radicalismo republicano gringo y demandar la destitución del presidente a como de lugar y por cualquier motivo, hasta aplaudirle a un criminal que se fuga, por debilitarlo.
Quienes festejan al Chapo deben asumir la responsabilidad de validar también lo que representa: la violencia, la ilegalidad, la corrupción y el crimen. Están debilitando, asimismo, a la democracia y el urdimbre institucional que la sostiene. Peña Nieto abandonará Los Pinos en tres años, y si no entiende que el valor fundamental de la política es la eficacia y sigue cometiendo errores, el PRI perderá también fuerza electoral. El riesgo para sus sucesores es que al asumir el poder descubran que el Estado que encabezan es un cascarón vacío.
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*De acuerdo con la definición de Acemoglu y Robinson (Why Nations Fail) que divide las instituciones políticas y económicas en “inclusivas”(que promueven el desarrollo y la democracia) y “extractivas” (al servicio de un grupo que se perpetúa en el poder y explota en su beneficio los recursos de todos).
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.