Entrevista a Robert Boyers

Robert Boyers pertenece a la estirpe de los grandes editores y agitadores de la cultura. Los autores, pensadores y filósofos que han escrito en su revista, Salmagundi, conforman uno de los catálogos intelectuales más relevantes de las publicaciones actuales. Desde hace tiempo Boyers organiza seminarios y talleres de escritura que se han convertido en un espacio privilegiado de creación artística y discusión cultural. En la primavera de este año asistí al seminario sobre la novela política que impartió en la New School for Social Research. Hace unas semanas lo visité en su hábitat natural: el campus de Skidmore College en Saratoga Springs, una pintoresca localidad al norte de la ciudad de Nueva York. El resultado es esta entrevista donde Boyers habla de algunos de los escritores que han saltado a las peligrosas aguas de la pasión política.
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Usted concibió y, desde 1969, dirige la revista Salmagundi, que edita en Skidmore College. ¿Cuál es la principal contribución de Salmagundi?

Salmagundi es una superviviente. Estas publicaciones eran más comunes en otra época. En Estados Unidos siempre ha existido una combinación de diversos tipos de revistas: una de ellas podría llamarse la pequeña revista dedicada a la publicación de poesía, ficción, ensayos –lo que conocemos como belles lettres–. Salmagundi es en parte este tipo de revista, pero lo que le da identidad es que promueve también la crítica política y cultural. En los últimos cinco años la revista se ha dedicado más a esta pasión crítica que al cultivo de las belles lettres. Hay otro aspecto de la revista que también nos interesa: la historia intelectual. Aquí nos consideramos herederos de una gran prosapia que se remonta a revistas como Edinburgh Review y Westminster Review en el Reino Unido del siglo XIX. Otra dimensión que agregamos es la publicación regular de números dedicados a un tema específico. Normalmente están dedicados a discusiones que se generan en los seminarios y mesas redondas que organizamos en Skidmore College o en la New School for Social Research en Nueva York. Lo que hacemos es reunir, por tres o cuatro días, a intelectuales distinguidos que presentan su trabajo para que lo discuta un panel integrado por otras personalidades del mundo intelectual. Creo que esta dimensión ha dado a la revista su personalidad característica.

Se podría pensar que la revista es la parte central de una empresa intelectual de mayor envergadura…

Así es. Las discusiones en los seminarios y mesas redondas son el punto focal de esta iniciativa. De hecho el otoño pasado tuvimos un seminario sobre la identidad en el que participaron intelectuales de prestigio internacional, algo similar al encuentro que organizó Octavio Paz en 1990 en la ciudad de México (del cual leí una versión que se publicó en Partisan Review).

Ahora que menciona a Partisan Review, la legendaria revista que dejó de publicarse en 2003, ¿cree que el intelectual público aún tiene un papel primordial en Estados Unidos y el mundo?

La cuestión del intelectual público y su papel suele generar disputas a veces interesantes, a veces estériles. Hay mucha gente en Estados Unidos que piensa que el intelectual público es una especie en vías de extinción. El intelectual público, como se concibe comúnmente, es alguien que tiene un pie en el mundo de la élite espiritual de una sociedad, pero que es capaz al mismo tiempo de expresar sus ideas ante un público vasto. El intelectual público no solo dialoga con otros intelectuales sino que es capaz de ser interlocutor de una audiencia más amplia. En Estados Unidos yo creo que Christopher Hitchens fue alguien capaz de
hacer eso.

Quizás fue el último intelectual público en Estados Unidos.

Tal vez. Yo reconozco que hay gente que podríamos llamar intelectual público, pero pocos alcanzan el grado de reconocimiento general que logró tener Hitchens al final de su vida. Un columnista del New York Times, como, por ejemplo, David Brooks o Paul Krugman, podría considerarse un intelectual público, a juzgar por el cúmulo de cartas que se publican en respuesta a sus artículos. Muchas de estas cartas son de gran calidad. En este nivel podría hablarse de la presencia del intelectual público en Estados Unidos. Ahora vemos un fenómeno parecido en internet donde un columnista del Huffington Post recibe respuestas de cientos de lectores. Pero la pregunta que me hago a menudo es si el material producido por esos columnistas se encuentra al nivel que uno esperaría.

A mí me parece que no son figuras de la talla de Voltaire o Sartre, mientras que Hitchens fue una especie de Voltaire en el Potomac, capaz de citar un clásico en latín a la menor provocación en horario triple A.

De acuerdo. En la mayor parte de los casos se trata de periodismo de rutina y quienes tratan de hacer algo de mayor trascendencia generalmente no están equipados intelectualmente. Con frecuencia Brooks lee libros escritos por académicos cuyo material trata de incluir en sus columnas en el New York Times. Es claro, sin embargo, que él no tiene el octanaje intelectual para hacerlo. En el pasado había gente capaz de escribir en revistas de interés general asuntos a un gran nivel intelectual. Pienso en Walter Lippmann en Estados Unidos. Hay autores de alta calidad que escriben en el New Republic o el New York Review of Books, pero no son muchos.

Por otro lado muchos de los académicos en las universidades no parecen dotados para discutir ideas con el público en general como audiencia. Es el otro lado de la moneda.

La situación de los intelectuales públicos ha cambiado de manera dramática en los últimos años. Doy un ejemplo: una de las revistas más leídas es el New Yorker. Todavía en la década de los noventa la mayoría de los autores del New Yorker escribían textos extensos, a veces académicos, cuya lectura solía ser exigente. Esto, sin embargo, no es posible en estos momentos: el nivel de atención de los lectores ya no es el que era y los editores de la revista han decidido que si quieren seguir siendo influyentes entre el público en general no pueden publicar artículos largos. Probablemente el mejor crítico literario en los últimos veinte años es James Wood. Cuando Wood escribía para el New Republic sus reseñas o ensayos tenían seis o siete mil palabras. Hoy en el New Yorker escribe muy buenos ensayos pero de solo dos mil palabras, extensión insuficiente para la seria discusión de ideas. Lo mismo pasa con quienes escriben los ensayos políticos y sociales para el New Yorker. Este cambio dramático se basa en la idea de que el público en general simplemente no quiere leer ensayos de largo aliento. Sin embargo, Simon Critchley, un profesor de filosofía de la New School for Social Research, tiene un proyecto en el New York Times donde intenta acercar la filosofía académica al público en general. Veremos si funciona.

Hablemos un poco de sus ideas sobre la novela política. Ha escrito dos importantes libros sobre el tema: Atrocity and amnesia y The dictator’s dictation. Me parece haber notado un cambio entre estos dos libros en sus ideas sobre la novela política.

Es cierto. Desde que escribí The dictator’s dictation he publicado una serie de artículos sobre la novela en distintas revistas. Al principio concebí la novela política como un trabajo de ficción que, sin embargo, estaba imbuido por ideas que el autor quería discutir y desarrollar.

En el siglo XX La montaña mágica de Thomas Mann es el ejemplo paradigmático de la novela de ideas.

Otro ejemplo es La condición humana de André Malraux, en la que aparecen debates sobre ideas políticas que son quizá más importantes que la trama. Pienso también en La princesa Casamassima de Henry James, cuyo tema es una discusión intelectual del crimen político. Estoy muy interesado en entender cómo piensa un novelista sobre ideas políticas en obras como El cero y el infinito de Koestler o en las novelas de Solzhenitsyn. Sin embargo con el tiempo se me fue aclarando que las mejores novelas políticas quizá no eran las que están directamente interesadas en discutir ideas políticas, sino en las que la política se insinúa entre líneas. Entonces tuve que repensar lo que para mí era la obra de ficción política. Recientemente escribí un ensayo para una antología de ficción política, que se publicará en 2015, en donde pensé en novelas que sugieren la política pero cuyos temas no son abiertamente políticos. Michael Ondaatje en su novela El fantasma de Anil, en donde se narran acontecimientos que suceden durante la guerra civil en Sri Lanka, no se pregunta por la naturaleza de la política, sino que meramente describe una desgarradora lucha en la que los personajes nunca entienden las ideas de los bandos en disputa. En la novela hay hechos, no ideas políticas.

Quizá una distinción importante que usted hace sea entre las novelas que solo muestran la política en su desarrollo y las que hacen inteligible lo político.

En la novela de Ondaatje se hace inteligible la política solo como hechos que suceden. Lo que importa es únicamente la mecánica del conflicto y no las ideas que la hacen posible. El problema con muchas novelas que se han escrito en los últimos veinticinco años es que no tienen ambiciones filosóficas, no se preguntan el porqué de los acontecimientos políticos, sino que se preocupan solo por mostrar el mecanismo. Es muy extraño.

Hay novelistas que son pensadores y novelistas que no lo son.

Los novelistas que no son pensadores buscan generar emociones a través de las historias. Por ejemplo, en Una americana consentida de Russell Banks se muestra lo que sucede en Liberia, es una historia del extremismo político. Sin embargo, si uno intenta hacer preguntas sobre la legitimidad política de los regímenes africanos la novela nunca las responderá.

¿Cuál cree que sea el novelista político con más ambiciones filosóficas? ¿Quizá Saul Bellow?

Saul Bellow era sin duda un novelista de temple filosófico, aunque creo que él nunca escribió una novela política en estricto sentido. Bellow escribió novelas que contienen elementos políticos, pero yo no las llamaría novelas políticas. La que se acerca más es El diciembre del decano, pero quizá por ser su novela más política es una de las menos logradas. Sus ideas políticas están mejor elaboradas en sus ensayos. Yo las encuentro muy discutibles y controvertidas. No puedo afirmar que estoy de acuerdo con él respecto a algunos temas políticos. Digo esto a pesar de que Bellow es mi escritor favorito. De haber sido novelista me habría gustado ser el escritor de las mejores novelas de Bellow. Pero, respecto a sus ensayos, no he leído uno que refleje el grado total de su inteligencia. Un mejor ejemplo de novelista político con ambiciones filosóficas es Mario Vargas Llosa. En sus momentos más brillantes es un pensador riguroso, aunque no sé si lo llamaría un temperamento filosófico. Otro ejemplo es Coetzee, un pensador versado en una gran variedad de disciplinas como la lingüística, la historia y la filosofía. Se trata de un novelista lúcido e inteligente capaz de dramatizar problemas, que es lo que hace un novelista en sus mejores momentos.

Usted es también un gran lector de poesía, ¿a quién considera el más inteligente entre los poetas actuales?

Si me limito a la escena estadounidense, el poeta filosóficamente más riguroso es quizás Jorie Graham, ganadora de varios premios, entre ellos el Pulitzer. Graham se siente cómoda en tres idiomas, pero escribe poesía en inglés. Una vez la escuché discutir ideas en un seminario y me pareció formidable. Su poesía es muy exigente. Anne Carson es otro ejemplo de poeta que piensa. Por lo demás creo que estamos viviendo una edad de oro de la poesía en Estados Unidos. Hay al menos una docena de grandes poetas escribiendo hoy, lo cual es un número extraordinario para cualquier nación. Es difícil de creer, pero es cierto.

¡En la era de internet es posible que se esté viviendo una época de oro de la poesía! ¿Tiene alguna teoría que explique esta explosión de lirismo en Estados Unidos?

No quiero exagerar. Por supuesto esta es solo mi opinión y otros podrán disentir. En cuanto a una teoría, creo que podría deberse a que hay más gente escribiendo poesía hoy que en cualquier otro momento de la historia estadounidense. Una razón es la proliferación de los programas Masters in Fine Arts (mfa). Muchos de los grandes poetas ocupan puestos como profesores en universidades y viven la vida de la poesía sin las preocupaciones del pasado.

Esto habla muy bien de la educación humanística en Estados Unidos…

Soy un creyente en estos programas y de hecho dirijo uno. Muchos de ellos atraen talentos naturales. Recientemente mi esposa, que es poeta y enseña poesía, descubrió a una estudiante que se graduó de Skidmore y recibió su maestría en la Universidad de Columbia. Su poesía es tan luminosa que es difícil pensar que pueda mejorar en un programa académico. Pero alguien como ella puede vivir de la poesía porque la academia la sostiene.

Regresando a la novela, comenta que entre los novelistas de mediados del siglo XX, como Orwell o Koestler, y los que vinieron después, como García Márquez o Günter Grass, hay un cambio en la manera de concebir lo político.

Yo no pondría a García Márquez en el mismo lugar que Günter Grass. García Márquez no escribió ficción política. Al igual que Bellow, su interés por la política se encuentra en sus ensayos y trabajos periodísticos. No creo que García Márquez haya usado la novela como una forma de exploración política, excepto quizás en El otoño del patriarca. En cambio novelistas como Orwell o Koestler, sobre los que escribía Irving Howe, usaban la novela como una forma de descubrimiento político. Para esos escritores el ensayo y la novela no están divorciados. La política no era el único tema que les interesaba, pero era quizás el más urgente.

¿Cuál considera que era el principal tema de García Márquez?

Creo que hay dos. Por un lado existe un intento de exploración de la novela como una nueva forma de ficción. Aquí García Márquez está siguiendo el apotegma de Ezra Pound: make it new. García Márquez es el descubridor de un nuevo continente que ahora es habitado por escritores en todo el mundo.

Entre ellos Salman Rushdie…

Rushdie y muchos otros. Un ejemplo muy cercano a mí es William Kennedy, el arquitecto del programa para escritores que dirijo. Es un gran escritor y me parece que algunos aspectos de su obra son herederos del realismo mágico. Por cierto, era muy amigo de García Márquez. El segundo aspecto en el proyecto de García Márquez consiste en haber logrado recrear la imagen mítica de su cultura y hacerla, digámoslo así, universal.

Un formidable generador de mitos…

Logró excavar en el subsuelo de la cultura colombiana y, quizá, latinoamericana. Pero regresando al tema de la novela y la política, creo que García Márquez temió convertir la novela en propaganda política, en un instrumento para argumentar posiciones políticas.

Un caso similar es del novelista nigeriano Chinua Achebe. Afirma usted que mientras sus novelas están marcadas por las sutilezas y la complejidad, sus ensayos –en especial el que escribió sobre Conrad– son armas de propaganda política.

Es sorprendente ver cómo el refinamiento y la sutil sensibilidad que Achebe despliega en sus novelas no se presentan en el ensayo. Como en el caso de Bellow, Achebe presintió que habría que escribir ensayos desde la perspectiva del ciudadano o del autor engagé. Como alguien que busca persuadir y convencer más que iluminar y agradar, como lo debe hacer un artista. Bellow, García Márquez y Achebe no exploraron el potencial artístico del ensayo. Esto los distingue, en mi opinión, de Vargas Llosa, un artista de la novela y el ensayo. Aunque debo decir que Vargas Llosa se encuentra políticamente a mi derecha.

Y García Márquez a su izquierda…

Especialmente en lo que se refiere a su respaldo a Castro, quien para mí ha sido un desastre para Cuba. Nunca entendí esa relación. En cuanto a Vargas Llosa, lo conozco personalmente y lo hemos publicado varias veces. Aunque suelo discrepar con él respecto a sus opiniones políticas –en cierta ocasión Salmagundi no le publicó un texto por considerarlo demasiado sesgado hacia la derecha– creo que es un hombre honesto.

Salmagundi parece ubicarse como una revista académica de la izquierda liberal, pero ustedes han publicado textos de liberales ubicados en el centro y la derecha moderada.

Así es. Para darte un ejemplo, nosotros publicamos ensayos de Raymond Aron, cuyas opiniones políticas son liberales pero no de izquierda. Aron me pareció siempre un ensayista de alta calidad con quien siempre valía la pena entrar en diálogo. Por otro lado, aunque somos de izquierda liberal, hemos rechazado textos de escritores de izquierda que nos parecieron extremos. Para darte un ejemplo, una vez el profesor de filosofía Robert Paul Wolff, coautor de A critique of pure tolerance junto a Herbert Marcuse y Barrington Moore, vino a una mesa redonda a Skidmore College. Le pedí que nos enviara un texto y entregó algo que me pareció un festival absurdo de opiniones de izquierda.

DeLillo es otro de los novelistas sobre los que ha escrito. Recuerdo que comienza su novela Mao II describiendo las muchedumbres solitarias.

El problema con DeLillo es que sus novelas no parecen estar bien integradas. En ellas hay muchas voces y muchas intenciones. Es el caso de Mao II. Con ello no quiero decir que no sea una novela lograda, pero me parece que su problema consiste en sugerir más de lo que puede resolver. Si uno pregunta si la novela tiene una idea de la política, creo que DeLillo nos muestra una especie de fenomenología del terrorismo y, así, nos explica una zona de la política. En cuanto a su descripción de la cultura estadounidense, es más difícil precisar qué es lo que DeLillo piensa en términos políticos. Me parece claro que él considera desafortunados ciertos aspectos de la cultura estadounidense y eso tiene que ver con la cultura de las muchedumbres y lo difícil que es convencer a la gente de lo que es realmente importante. Esta es una novela escrita hace más de veinte años, en una época anterior a internet; de tal manera que lo que DeLillo escribe en esta novela se ha convertido en algo mucho más peligroso, si lo vemos desde la perspectiva de DeLillo. Yo estoy de acuerdo con él: para mí el advenimiento de internet es a la vez una esperanza y una catástrofe.

Un novelista más o menos exitoso en los últimos años es David Foster Wallace, ¿cuál es su opinión sobre él?

Debo admitir que no he leído mucho su obra. Una vez intenté leer una de sus extensas novelas y solo llegué más o menos a la página cien. Mi impresión es que su prosa es demasiado autocelebratoria. Aunque conozco mucha gente inteligente que no está de acuerdo conmigo. Una de las razones por las que no he estado interesado en leerlo es que entró a la discusión pública cuando yo llegué a los sesenta años. Es en parte un problema generacional.

El otro lado de la moneda es que se ha enfocado en leer y analizar autores que escribieron en el siglo XX, evitando discutir autores anteriores.

Es una observación válida. En la universidad mi interés principal eran los autores victorianos ingleses. Por un momento pensé que mi destino era escribir sobre ellos. Al mismo tiempo siempre quise ser un intelectual y periodista. Tenía la intención de escribir sobre asuntos de interés público, la historia del presente, digamos. Traté, entonces, de fusionar mi interés por la literatura con mi pasión política. El resultado es la serie de textos que he escrito sobre la literatura contemporánea. Sin embargo, acabo de terminar un libro en el que hablo de algunos autores anteriores al siglo XX. Se trata de un esfuerzo por entender algunos conceptos clave, una exploración personal a través del examen de las ideas, aunque nunca terminamos por entendernos. ~

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(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.


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