©UK Parliament / Jessica Taylor

El partido Laborista de Keir Starmer

El líder del laborismo inglés busca rescatar a su partido del estado ruinoso en que lo dejó Jeremy Corbyn. Las elecciones locales a celebrarse en mayo dirán si va por buen camino.
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2020 fue una señal de alarma mundial. Estados Unidos tenía a Trump, Brasil a Bolsonaro, Venezuela a Maduro, mientras en Europa la tendencia centrípeta de los votantes indicaba la volatilidad electoral que depende cada vez menos de la pertenencia a una clase y se define en cambio por una identidad objetiva o transfigurada. El voto refleja coaliciones que se forman y terminan con rapidez, pero también los intereses de sectores del electorado que exigen ser considerados: el feminismo, la lucha contra el racismo, la homofobia y el apoyo a los derechos humanos son reivindicaciones que reclaman su lugar en el tablero de las decisiones. 2020 fue un año en el que la noción de democracia fue puesta a prueba por el anhelo libertario que califica la extrema derecha y la sustitución de los hechos por el rumor. 2020 confirmó que el mundo estaba dividido. Lo extraño se volvió acostumbrado, asediados como hemos vivido a causa de la peste.

El virus fue un parteaguas, la revolución espacio-temporal y política que no habría sucedido en mucho tiempo, y una pésima noticia para el partido Conservador inglés (PC) porque puso a prueba las estructuras sociales y reveló disparidades en el Reino Unido que, con optimismo irrefrenable, el primer ministro prometió “nivelar”. En 2019, la metáfora topográfica le ganó a Boris los votos del “Muro rojo”, una serie de distritos electorales del norte de Inglaterra que tradicionalmente habían votado por el Partido Laborista (PL), pero que ese año no esperaban nada de su líder, Jeremy Corbyn.

Aquel voto a favor de los conservadores no fue gratuito y exige concesiones a cambio. Además, hoy los conservadores enfrentan a un líder de oposición distinto del anterior, a quien deben extrañar. En Keir Starmer el PL eligió a un candidato viable para emular las victorias de Clement Athee (1945-51), Harold Wilson (1964-70) y Toni Blair (1994-2007), es decir un líder que se propone mudarse al número 10 de Downing Street.

En los últimos 75 años, el Partido Laborista ha tenido tres líderes excepcionales, otros tres que ganaron elecciones sin dejar mayor huella, y Jeremy Corbyn. Durante los cinco años de su liderazgo, el partido ganó miembros sobre todo entre las nuevas generaciones atraídas por el discurso corbynista, que presentaba con claridad las consecuencias del desastre financiero del 2008 y la década de austeridad conservadora que ha aumentado la disparidad social, sacrificado presupuestos para sectores como la salud pública, hoy tan crucial, y promovido, en nombre de la eficiencia, la entrega de esos servicios al capital privado. Los seguidores de Corbyn pertenecen a la generación de jóvenes que no encuentran alternativa, un sector que ha aumentado, según lo muestran estadísticas que señalan la existencia de áreas de miseria en Inglaterra, devastadas por la pobreza, el desempleo y la desesperanza. Muchos de estos jóvenes apoyaron a Corbyn porque vieron en él a un hombre que “dice la verdad”, algo menos que iluminado.

Su claridad diagnóstica, lamentablemente, no se tradujo en habilidades directivas. En abril de 2020, Keir Starmer recibió un partido en ruinas, después de la catástrofe electoral que prácticamente lo había borrado del mapa. Su elección significó un cambio de tono y el inicio de otro ciclo político, en el que el partido busca ocupar el centro a partir del cual negocie los problemas más urgentes que aquejan el RU después del Brexit. Su elección no fue sencilla porque, como el país, el partido también estaba escindido entre quienes apoyaban el “programa” corbynista y los que en cambio rechazaban esa mentalidad de capilla en favor de un partido abierto y democrático. La elección de Starmer inspiró desconfianza en la izquierda tradicional del partido. ¿Cómo es posible, se preguntaban, ser europeísta y pertenecer al partido bajo el ideario de Jeremy Corbyn? Hay que recordar que el partido también estaba dividido entre quienes deseaban dar la espalda a Europa y quienes se asumían como europeos británicos. En ese orden.

Hasta el momento, Starmer ha logrado causar una buena impresión en los medios porque representa todo lo que Boris no es. Es decir, es un político que hace su tarea y de quien se puede esperar un grado confiable de información y equilibrio, un individuo organizado que se esfuerza por saber de lo que habla. Pero también es cierto que Starmer no es Jeremy Corbyn, y que su designación en lugar de Rebecca Long-Bailey, la elegida por Corbyn para sucederlo, irritó al sector “corbynista” a pesar de que ella solo obtuvo 28% de los votos, contra 56% a favor de Starmer. Len McCluskey, líder de Unite, uno de los sindicatos más poderosos en el RU y contribuyente sustancial del partido, ha expresado su desacuerdo.

Su desconfianza se vio exacerbada cuando Starmer expulsó del partido a Corbyn debido a la minimización del escándalo antisemita que ensombreció el final de su liderazgo. El reporte de la Equality and Human Rights Comission británica dictaminó que el partido era culpable de no prevenir el antisemitismo o peor, de aprobarlo. Corbyn respondió que el problema había sido magnificado por la prensa. Su expulsión en agosto, y la decisión de Starmer de indemnizar a los afectados por la violencia antisemita, provocó la reacción de McCluskey, que acusó al líder de conducir al partido hacia la guerra civil. Así como hubo blairistas después de Blair, hay corbynistas sin Jeremy, recordándonos que un partido político, una religión, un Estado, no son bloques hechos de una pieza, sino un conjunto contradictorio de intereses en precario equilibrio. Aunque después Corbyn fue admitido nuevamente en el partido, hasta el momento no ha recuperado la influencia que perdió.

El segundo escollo partidista surgió con un mensaje antisemita reproducido por Long-Bailey quien se negó a borrarlo, motivando su expulsión en junio del equipo de Starmer. La promesa de luchar contra el antisemitismo en el partido exigió acciones enérgicas, sin las cuales la dirección de Starmer se habría ido a pique. Para dirigir, lo primero que es necesario es poner la casa en orden.

Starmer también debe su imagen positiva a su papel como némesis de Boris en el Parlamento. Ante la frivolidad del primer ministro y sus falsas promesas ante la pandemia, Starmer mostró las inconsistencias de la política gubernamental, subrayando la cantidad alarmante de víctimas de covid-19 en el Reino Unido. Desde el principio de la pandemia, Starmer señaló los errores del sistema para identificar a los enfermos y darles seguimiento y alertó acerca del peligro de una situación fuera de control. Starmer articuló la indignación del público, desconcertado ante los cambios de dirección abruptos del gobierno. Hasta la etapa de vacunación actual, en el RU han muerto más de 120 mil personas. Las casas de reposo fueron diezmadas, los hospitales saturados, y el dolor ante la pérdida de vidas ha deslucido la efervescencia del premier inglés en el año de la plaga. Durante ese periodo, los índices de popularidad de Boris descendieron notablemente, y en cambio favorecieron al líder de la oposición. Incluso su apoyo al Brexit negociado por Johnson con la Comunidad Europea, que suscitó graves críticas al interior del partido, lo estableció como un político con sentido común.

Los primeros pasos de Starmer fueron prometedores, a tal grado que para junio su popularidad adelantaba a la de Boris: 37% a favor suyo y 35% a favor del primer ministro. Incluso en relación con los sindicatos, la elección de Christina McAnea como líder de Unison favorece a Starmer, mientras la gestión de McCluskey en Unite está por terminar. 2020 políticamente no fue adverso a la recuperación del laborismo.

Ante la posible balcanización del RU, Starmer se ha manifestado a favor de mantener la unidad de los cuatro reinos asociados, y para contrarrestar la popularidad del Partido Nacional Escocés y su demanda de independizar Escocia, Starmer ha prometido una devolución auténtica que asegure la libertad de Holyrood ante Westminster. La escasa importancia del laborismo en Escocia indica que su oferta no ha cautivado a los nacionalistas escoceses, que lo ven en este sentido similar al conservadurismo.

Todo acierto tiene límites, y el de Starmer hasta el momento ha sido no poder trasladar su popularidad al partido. El panorama después del Brexit y su alquimia tóxica de nacionalismo libertario exige un líder de oposición que inspire confianza. Pero para que eso sea posible, hace falta un movimiento de renovación nacional. El triunfo en cuanto a la aprobación de la vacuna y su aplicación a más de 31 millones de ingleses ha contenido la popularidad de Starmer, también detenida por la distribución de cuantiosos fondos destinados a ayudar a la población y a los empresarios a sobrevivir una crisis peor que la de 2008. El reto que enfrenta Starmer es hacer del partido laborista un auténtico vehículo de transformación plausible a los ojos del electorado, un imán capaz de reunir fuerzas antagónicas en un momento propicio para un cambio que, después de una década de austeridad conservadora y del deterioro de las condiciones de existencia de la mayoría, es lícito exigir. La pandemia ha demostrado que mantener la desigualdad imperante pone en peligro no solo a las víctimas de la inseguridad sino a la sociedad en su conjunto, por lo que tanto lo que es posible como lo que es deseable han cambiado.

“Para ganar una elección –ha dicho Starmer– la clave es vislumbrar el futuro, soñarlo mejor. Eso fue lo que ocurrió en 1945, en los sesenta y en el 97.” Eso es lo que Starmer necesita acopiar para llevar el laborismo al gobierno. El mes de mayo será definitivo para medir la temperatura política, ahora que los efectos del Brexit comienzan a padecerse mediante restricciones y trámites que amenazan con asfixiar el comercio. En mayo se realizarán las elecciones para el parlamento escocés y el senado galés, para elegir alcaldes –entre ellos el de Londres– así como a 40 comisionados policiales. Todos estos acontecimientos probarán si el PL bajo el liderazgo de Keir Starmer puede ir más allá de las tácticas y proponer una estrategia nacional por un futuro más equitativo: “una visión para el país, no un programa, sino una aspiración” compartida.

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