El cielo parecía de plomo. Ennio dijo que se suspendía la visita. Con este bochorno caerá una tormenta… De eso nada. Contra la lluvia existe un arma infalible, protestó ella. Y se dirigió hacia el armario. De eso nada, repitió, abriendo y cerrando su paraguas. Hijo de un español y de una suiza de padres napolitanos, de supersticiones arraigadas, Ennio se sintió amenazado. Cierra, cierra eso… Salieron cada uno con su paraguas, sin abrirlos, porque no caía ni una gota. Elba movía el suyo como una esquiadora de fondo, cuando, sin querer, pinchó a un joven que caminaba detrás. Non ti fermano gli uomini per strada?, preguntó, sonriendo. No. Solo los ángeles. Algunos hombres tan espantosamente hermosos como tú, pensó ella. Y recordó los tiempos en los que del cielo llovían demonios y ella, su hermana y sus amigas eran felices, por más que todos los veranos cayeran los mismos. O tal vez por eso, porque nunca faltaban a la cita.
Ennio la cogió del brazo y tiró de ella. Ciao, se despidió el ángel con aire divertido. Y se alejó de allí, agitando su vistoso paraguas de colores. Elba lo vio perderse entre la multitud. Aquella voz… Y los cabellos. Y ese olor a trementina… Y volvió a caminar más rápido y a mover su paraguas con brío. Tal vez creyera que así podría enganchar a otro ángel del ala. La primera tumba que encontraron fue la de Shelley, bajo un pino centenario. Murió ahogado, explicó Ennio, mientras caminaban entre las lápidas. Navegaba con un amigo en dirección a Livorno cuando les sorprendió una tempestad. Su cuerpo apareció en una playa diez días más tarde… Vietato calpestare le aiuole, advertía un rótulo de esmalte blanco con letras negras. ¡Qué idioma! Aquí hasta lo prohibido suena a invitación… Y por fin encontraron la de Keats. Una tumba sencilla.
Keats está enterrado junto a su amigo el pintor Joseph Severn, que cuidó de él durante sus últimos días, se explayó Ennio, para después, en voz alta, leer el epitafio. Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua, tradujo ella. Y señaló otro enterramiento. Una figura femenina, desconsolada, escondía la cabeza entre sus brazos, apoyados en el borde de la estela. La lasitud de una de las manos, suspendida en el aire, expresaba una tristeza sin límites. Empezó a llover al fin, aunque decidieron regresar caminando. Elba desplegó su arma impermeable y Ennio, usando la suya como bastón, se refugió a su lado. Y así atravesaron el río y el barrio del Trastevere. Esta ciudad no es más que un sueño, un sueño de cúpulas y viejos palacios, tan frágiles como las convicciones de quienes los contemplan…
Estaba enamorado de Roma. Y, por extensión, de toda mujer que caminara por allí. Elige una letra, propuso. El abecedario está a tus pies. Elige bien, porque el amor siempre dispara a quemarropa… Elba tenía el corazón blindado. Anda, decídete. Veintiséis letras a tu servicio… No lo dudó. Seguía siendo fiel a la j. Una inicial que le gustaba contemplar, imaginando que era el contorno de la sombra mayúscula de un joven de espaldas. La figura esbelta, de anchos hombros. Los cabellos revueltos… ¡La j! Menuda suerte tiene el tal j, rezongó Ennio. Tanta que estoy por cambiarme el nombre, porque la e está demasiado cerca de la a. Y todos sabemos que las mujeres son indecisas por naturaleza y se toman su tiempo antes de elegir. Cuando eso ocurre, casi siempre se han saltado ya la e.
Claro que tampoco llegan nunca hasta el final del abecedario. Menos mal que no me llamo Uberto o Vinzio. Estoy por decir que me llamo Jacopo… Se encontraban ya al pie de las escalinatas del Via Crucis de San Pietro in Montorio. Pareces dura y gélida como la nieve rusa, pero intuyo que por dentro estás llena de amor y poesía. Salta a la vista que por fuera eres un cañón. Un cañón devastador. Pero por dentro libras una guerra contigo misma. Y yo quiero convertirme en tu soldado. ¿No hay quienes dicen que luchan por la libertad? Pues yo voy a librar una batalla por ti. Seré un húsar. Tu esclavo, tu mayordomo, tu ayuda de cámara. Tu galán de noche. Uno cualquiera entre los muebles que te rodean…
Alcanzaron al fin la explanada del Gianicolo y vieron centellear a sus pies las primeras luces de la ciudad. Llega la noche, Elba, la hora de los bandidos. El momento en el que nosotros, los bandoleros, saltamos de una cama a otra y acabamos acurrucados con quien no debemos… Mira, añadió y señaló hacia el cielo. La luna, cuando llega el verano, se tiñe de color miel… Se habían detenido junto a la puerta del edificio en el que se hospedaban. Y mira… Ennio mostró una luz en la torre. ¿Ves esa ventana? En esa habitación se aloja un pintor que apenas sale… Se lo comía con los ojos. Por fin le prestaba atención. Los cumplidos no servían para nada. Parecía inmune al halago. En cuanto alguien trataba de adularla, se comportaba como si aquello no tuviera nada que ver con ella.
Tal vez careciera de ego. O quizá lo tuviera del tamaño de un continente, de modo que si en una ciudad del sur se festejaba la belleza de la costa oeste, en el norte no tenían por qué enterarse. Así que continuó con su historia. Solo sale de noche. Es un hombre al que las cosas reales no le interesan más que las imaginarias. Siempre le zurea el estómago, porque come muy poco, en un plato que suele dejar entre pinceles, recortes de periódico y botes de pintura… Elba no daba crédito a lo que oía. Donde los demás no ven más que una gota de agua que rueda lentamente sobre un cristal, él ve una multitud de seres vivos. En las manchas verduscas que un buen ama de casa se empeña en quitar de la superficie de las cacerolas, él discierne jardines de hadas llenos de valles y veredas…
A mí no me engañas. Esto último, lo de los jardines en las cacerolas, lo has leído en un libro… Cierto. Tenía una memoria fabulosa, con la que cada mañana y cada noche salía en busca de alguna presa, pero esta vez le habían cazado a él. ¿Y qué es lo que pinta? Había conseguido que se interesara de verdad. En ocasiones es necesario desviar la atención de uno mismo para que se nos perciba mejor. Son imágenes invisibles, dijo. Y no solo porque no deja que nadie vea lo que hace, sino porque lo que representa son casi siempre sombras, transparencias. El otro día aceché por la rendija de la puerta y pude ver en el lienzo un cuerpo de mujer que apenas se adivinaba bajo los reflejos azules y verdes del agua… Me voy a dormir, le interrumpió ella. ¿Cómo? ¿Es que ya no te importa el nuevo personaje? Tienes un abismo a flor de piel. No pareces de este mundo.
A veces me pregunto si no tendrás escamas en los tobillos. O un par de alas, bien plegaditas, a la altura de los omóplatos… Buscando un modo de deshacerse de él, Elba le preguntó por sus planes para el día siguiente. ¿No tenías una conferencia? Sí, murmuró él y le cambió la cara. Chaquetita y buenos modales. Es el problema de nuestra sociedad. No nos está permitido comportarnos como nos gustaría. El mundo nos pide contención. Una conferencia. Cuando lo que a mí me gustaría es hacer de Jack el Destripador por las calles de Roma. En cuanto una dama percibe mi aliento, dobla el cuello para que beba su sangre. A veces, me entregan su corazón. Entonces yo les digo: Nada de compromisos, señorita, solo quiero un sorbo. ¿Acaso no comprende que el amor es siempre provisional? Ande, guárdese el corazón en el bolsillo…
Su amiga se alejaba. Hacia las escaleras que conducían al interior de la torre. Pero la dejó marchar, porque le gustaba verla de espaldas. La media melena rubia. El pelo liso. Es impaciente, pensó. Y tiene más aristas que un cuarzo cristalizado… Ella subió despacio. Allí estaba. Al fin. La puerta, entornada. Y, entre botes con pinceles, tubos de pintura aplastados, lienzos enormes, trapos sucios y montañas de libros, le vio. Los hombros anchos. El cabello negro revuelto. Con camiseta a rayas y pantalones blancos llenos de manchas, trazaba líneas en un cristal con un punzón. Aquello era como escribir en el agua… No se atrevió a interrumpirle, sino que se vio a sí misma escalando hasta la ventana, nadando entre las hojas. Y, dándose la vuelta, se marchó.
Él entrevió un reflejo en el cristal y percibió un nuevo olor. Se giró y, al no ver a nadie, se dirigió hacia la ventana. Al poco la vio atravesar el jardín y alzar la vista. Y cuando sus miradas se cruzaron, los dos echaron a correr para encontrarse en el claustro. Él bajó saltando los escalones. Ella corrió desde el jardín, aunque, antes de llegar el uno junto al otro, se detuvieron y se contemplaron sin decir palabra, cuando de pronto él una vez más echó a correr. Y enloquecidos se persiguieron, girando, al pasar, los bustos de los antiguos romanos que descansaban en largos pedestales, poniéndolos de cara a la pared, castigándoles por no haber propiciado antes aquel encuentro. Elba, exhausta, se detuvo. Él se acercó. Y, mirándola con aquellos ojos del color de la avellana, la chamuscó por dentro. Subo, me cambio y nos vamos a dar una vuelta.
Esperó sentada en el jardín y miró en torno, buscando algo que confirmara que no era un personaje de un sueño. Un gato que la arañara. Alguien que contestara a su saludo. Nadie. Las noches de verano en la academia no se veía un alma. Negro, marrón y naranja. Eran los colores con los que bajó vestido Jan. Y cogidos del brazo salieron a la calle. Jan hablaba y hablaba, y todo lo que decía estaba muy lejos de la realidad. Habló del reverbero de la luz y lo comparó con una lámpara maravillosa que uno frota sin que el genio se digne nunca a aparecer. Se detuvieron junto al río y contemplaron el agua, los árboles, el movimiento de unas barcas… Soy agua, susurró Jan. Soy árbol. Soy como el caballero inexistente… Querrás decir que eres como su escudero, Gurdulú, el que se cree ánade, rana, pez, peral, pera que rueda por el campo… Lo sé, Gurdulula, pero también soy el caballero inexistente…
Al decirlo, le pasó el brazo por los hombros. Ella se esponjó y sus ojos brillaron con un verde distinto. A la vuelta, bajo su paraguas de colores entre los hilillos de la lluvia iluminados por la luz de las farolas, la mirada de Jan se tiñó de tristeza, como temiendo que la despedida pudiera ser definitiva, mientras ella seguía observándole. Y es que hay hombres que son como paisajes que no se cansa uno de mirar. Hay en ellos praderas y campos de trigo, miles de cambios de luz. Y nubes, grutas y cascadas. ¿Crees que es posible un amor como el de Penélope? Elba asintió, recordando los que ella había encontrado en los libros. La sirenita. A costa de terribles dolores, había perdido la cola y su hermosa voz para poder estar cerca del hombre al que amaba.
Y Käthchen, la de Heilbronn, que se había roto las dos caderas al saltar por una ventana para seguir al caballero que, tras presentarse en su sueño, había aparecido en el taller de su padre a plena luz del día para que le repararan una pieza del arnés. En cuanto se recuperó, volvió a salir en pos de él, que trató de espantarla por todos los medios, como si fuera una mosca. Hasta que una noche también él soñó con ella. Hasta que un ángel le repitió al oído: Confía. Confía… ¿Cuántos años llevaba ella soñando con Jan? Desde los trece… Creo que nos conocemos de otro tiempo, bromeó él. Elba se echó a reír. Sí, pero esta mañana, con los paraguas, no me has reconocido… Claro que no. Tienes cinco años más y estás aún más bonita. Sospecho que tu alma también ha debido de multiplicarse.
La mirada de Elba le dejó sin respiración. Necesito un vaso de agua fresca, murmuró. Ella empujó la puerta de su habitación. Él se acercó y la besó en los labios. Cuántas veces nos sentimos culpables de lo que hemos soñado, murmuró. Aunque nada nos pertenece más que nuestros sueños… Dieron los dos cuatro pasos hacia atrás y Elba se desplomó sobre la cama con el estruendo de una encina que ha resistido a muchos leñadores. Cayó de espaldas, causando alarma en aquel que no pensaba sino en abatirla. Y en ella misma, que no deseaba sino que la desmantelara. Mira, hay chorros de plata en los cristales… Elba se levantó para ver aquel fenómeno producido por la lluvia, el vaho del interior, la oscuridad de la noche y el reflejo de la luz de un relámpago. Jan la siguió y con el dedo índice trazó lentamente el contorno de su cuerpo en el cristal.
Y una vez más ella se abrazó a él. Era como volver a estar en casa, bajo aquellos hombros anchos, al calor de su cintura. Debió de quedarse dormida en brazos de Jan, porque no despertó hasta la mañana siguiente. Volvía a llover sobre Roma. Una lluvia lánguida, que no preocupaba al bandido de Ennio. Al fin y al cabo mi trabajo consiste en encontrar edificios en callejones oscuros, por cuyas ventanas se asomen mujeres de cuello largo que lancen mensajes de amor incomprensibles. Los otros, los comprensibles, no me interesan… Te noto rara. ¿Una mala noche? No. Claro que no… El rostro de Elba resplandecía. Y le habló del reencuentro con su amigo de la infancia, convertido en aquel artista amante de la soledad.
Elba, no hay ningún pintor en la torre. Te conté esa historia para que me escucharas. El pintor que vivió ahí se ahogó en el Tíber. Dicen que una antigua novia tuvo algo que ver. Una novia celosa. Y que se aparece por las noches. Desde entonces nadie ha querido quedarse en esa habitación. Un momento. No habrás urdido la farsa del caballero inexistente para darme esquinazo… Un rayo verde salió de los ojos de Elba, que le miró de reojo. El cabello oscuro, ondulado. Los labios finos. El mentón prominente, aunque flojo. Y los ojos, tras las gafas, pequeños, como su estatura. Se dio media vuelta. Él contempló cómo se alejaba. Bajo aquella piel tan suave se intuía un torrente de pasiones crudas, dominadas a duras penas por el látigo de la razón. Había siempre un punto de crueldad en sus decisiones. Tal vez sea vengativa. Aficionada al placer de la represalia sigilosa… En Roma seguía lloviendo. Y dentro de Elba también.
¡No te enamores! Y menos aún de un pintor… Elba se detuvo un instante. Entonces sí que estaba allí. No era una aparición… ¡No te enamores! Ni de un pintor, ni de un vendedor de espejos. Haz como yo. Vive sin distinguir entre la realidad y el sueño, porque lo evidente nunca fue lo importante. Y mira el paisaje con los cabellos al viento, deteniéndote solo donde haya un corazón palpitando… El acto de mirar no da vida al objeto con el que soñamos, pensó ella en cuanto entró en su habitación. Como tampoco apartar la vista de una cosa la hace desaparecer… Ya habrá cerrado la puerta, se dijo él, y en este momento la coraza que envuelve su corazón brillará frente al ventanal. Elba se subió de rodillas a un sillón y, apoyando los brazos en el respaldo, hundió la cabeza en el hueco de uno de ellos. Y se quedó un rato así. Con una mano suspendida en el aire.
Después, alzando la mirada y bajando del sillón, se acercó a la ventana. En la superficie se formó un vaho nebuloso, aunque en algunos puntos la condensación del agua no llegaba a cuajar, cuando de pronto una imagen reapareció ante ella. La silueta de su propio cuerpo reverberaba sobre los reflejos azules y verdes del cielo y del jardín. Una nadadora, surcando las aguas del cristal. Y junto a ella, otra figura. Los hombros anchos. El cabello revuelto, como agitado por la brisa del mar. El registro fantasmal del amado. Roma es una ciudad triste en cuanto caen cuatro gotas, pero esta vez el genio de la lámpara maravillosa se había dignado a aparecer. Elba apoyó las manos en la superficie escurridiza y se quedó así, como un niño que intuye que tal vez nunca llegue a alcanzar lo que tanto ansía, lo que siempre está al otro lado del cristal. ~
(Madrid, 1961) es escritora y traductora. Ha publicado las novelas 'Leo en la cama' (Espasa, 1999), 'Los pozos de la nieve' (Acantilado, 2008) y 'Venían a buscarlo a él' (Acantilado, 2010).