Con obras como Guerra y paz, Ana Karenina o La muerte de Iván Ílich, Tolstói se ganó un sitio en el Parnaso, pero con los años se fue convirtiendo en un moralizador. Fue un peligroso pacifista, que le hizo bien a los indios a través de Gandhi, sin embargo Rusia habría sido despedazada por sus enemigos con tal pacifismo. Sus novelas como La sonata a Kreutzer o Resurrección llevan demasiada carga moral como para ser obras maestras, pese a que así se consideren porque las escribió un maestro.
Sin embargo, la gente que gusta de los discursos directos y no del arte ambiguo prefiere a ese Tolstói que solo dice lo que dice, aunque lo diga falsamente. Como ejemplos de ese moralismo tolstoiano está el cuento del hombre que era feliz sin camisa, aunque se sabe que en Rusia hace falta poseer camisa, abrigo, cobijas, gorro, guantes y demás para sobrevivir, y otro más famoso, titulado “¿Cuánta tierra necesita un hombre?”. Este último trata sobre un campesino ambicioso que va progresando, va comprando más tierra y, por una circunstancia absurda, muere al intentar apropiarse de muchísimas hectáreas. El final del texto nos dice: “Dos metros de tierra, de la cabeza a los pies, era todo lo que necesitaba”. La medida que emplea Tolstói es rusa. Nos dice: “Tres arshinas de tierra…”, equivalentes a dos metros con trece centímetros.
Tolstói poseía montones de hectáreas o, en ruso, desiatinas. La pregunta es si un terrateniente tiene derecho a moralizar así, como diciendo: “Ustedes, campesinos pobretones, confórmense con sus dos metros, mientras que yo me pasearé por mi enorme hacienda de Yásnaya Poliana, con sus lagos, bosques, sembradíos y pastizales”. O puede tomarse como esa moral de exportación: ustedes deben ser conformistas, mediocres y pobres, pero yo no. Al estilo de una Iglesia o de un gobierno que, para mantener sus privilegios, predica la obediencia, la bondad torcida, las ambiciones mínimas, la resignación y la mansedumbre, y las hace pasar por virtudes.
Tolstói cuenta que comía dos kilos de carne al día y supone que eso le daba tanta hambre sexual que terminaba acometiendo a sus campesinas y no daba tregua a su mujer, que parió trece hijos. Con el paso del tiempo, al estilo de San Agustín, le llega el momento en el que promueve la abstinencia sexual y, ya sin dientes, adopta el vegetarianismo.
Chéjov admiraba profundamente al escritor Tolstói, pero no al moralista Tolstói. Chéjov había nacido campesino, descendiente de esclavos, no noble ni latifundista, por eso escribe en uno de sus cuentos: “Suele decirse que el hombre solo necesita tres arshinas de tierra. Pero tres arshinas es lo que necesita un muerto, no una persona viva”. A la persona viva le hace falta el mundo entero.
Voto por Chéjov.
Chéjov también se opuso a Tolstói cuando dijo: “Veo más amor por la humanidad en la electricidad y la máquina de vapor que en el vegetarianismo y la abstinencia sexual”.
Vuelvo a votar por Chéjov.
En el cuento “La casa con mezanine”, Chéjov sostiene un diálogo entre las ideas tolstoianas sobre la educación y las propias, sin llegar a poner el contrapeso a su favor, dejando que el lector tome su decisión. Vale la pena leer este cuento para preguntarnos si una educación deficiente es peor que ninguna educación. Dice el personaje de Chéjov: “No necesitamos alfabetización, sino libertad para la más extensa manifestación de nuestras necesidades físicas. No necesitamos escuelas, sino universidades”.
También, al igual que San Agustín, Tolstói siente la necesidad de confesarse, y escribe su Confesión. En ella dice: “Y ciertamente, mi existencia, consagrada a la complacencia de mis deseos, era absurda y mala, y la afirmación de que la vida es mala y absurda solo se refería a la mía propia y no a la vida en general. Comprendí entonces la verdad que más tarde hallé en el Evangelio: los hombres prefieren las tinieblas a la luz porque sus acciones son malas”. Maravilla es que un hombre tan banal haya creado personajes tan profundos.
Chéjov nunca se hizo viejo, así es que sus mejores textos son los que escribió en la última década de su vida. No es el caso de Tolstói. Su libertad creativa fue cayendo bajo la tentación moral. El aburrimiento conyugal le mató la universalidad. En cambio, Dostoyevski siguió el recorrido inverso: comenzó moral y sentimental, y hacia el final de sus años escribía textos que explotaban en vida y humanidad, muy lejos de lo moralino.
Chéjov es el gran escritor de la libertad de conciencia, del sentido de la vida, de la condición humana, de la grandeza del hombre, del no ser bestias sino humanos. Y, sin embargo, el ganador ha sido Tolstói. Hoy el mundo es muy tolstoiano; es menos dostoyevskiano y escasamente chejoviano. Me pondré a pensar por qué es así, y tal vez un día llegue a conclusiones. Hoy apenas especulo. Quizá nos gustan los rancios dictados morales, saboreamos la culpa y hemos perdido la dentadura.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.