A Julia
Hace unos meses surgió en Twitter la cuestión de si hay vidas más valiosas que otras. Fue a raíz de un tuit de Pedro Herrero que decía lo siguiente: “Cuidar a tus padres o a tus hijos es una vida que tiene más valor que una vida dedicada a verse el catálogo de Netflix.” El mensaje desató una pequeña tormenta en la red social, con un aluvión de reacciones que iban de la incomprensión a la protesta indignada. ¡Cómo se puede afirmar que una vida humana tiene más valor que otra! La misma idea de que hubiera vidas mejores que otras se antojaba ofensiva, como si pusiera en cuestión el presupuesto fundamental de la igualdad de las personas sobre el que se asienta una sociedad democrática. ¿Acaso se puede clasificar las vidas de las personas en un ranking de acuerdo con su valor relativo?, se preguntó alguno. La discusión descarriló enseguida, como era de esperar, pero la polvareda levantada indicaba dos cosas: que Herrero había tocado un asunto altamente sensible y que la confusión no podía ser mayor, pues alcanza al sentido mismo de la cuestión.
La polémica coincidió más o menos en el tiempo con el éxito de Feria, la ópera prima de Ana Iris Simón. Que se inicia precisamente con una comparación del estilo de vida de los treintañeros actuales, aparentemente más rico en bienes materiales y opciones vitales pero superficial, con el de la generación de sus padres, cargados con niños e hipotecas, más sólidamente construido. Salen Ikea, móviles y Facebook en lugar de Netflix, pero el contraste es parecido. La inclinación de la balanza tampoco deja lugar a dudas: “Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad”, dice en la primera línea. No en vano el libro puede leerse como una celebración de los vínculos y tradiciones familiares, un ejercicio literario de eso que los romanos llamaban pietas. De paso desliza algún juicio crítico sobre el liberalismo, cuyos valores a juego con el sistema económico, como la libre elección y el individualismo, tendrían mucho de espejismo. Por eso seguramente en una entrevista reciente Ana Iris Simón se define sin tapujos como “antiliberal”.
Resulta curioso lo que sucede con el liberalismo en esta clase de discusiones, pues se le atribuye lo mismo una posición que la contraria. Para unos representa una concepción específica acerca de cómo deberíamos vivir (una ideología que no se presenta como tal, según dice Simón), centrada en la libertad de elección individual y la variedad de opciones; para otros, en cambio, el liberalismo implicaría una suerte de laissez faire moral, que se abstiene de juzgar las formas de vida en nombre de la tolerancia, cuando no se desentiende completamente del sentido mismo de vida buena. Dada la confusión, vale la pena examinar con alguna atención la relación del liberalismo con la vida buena, que es tanto como preguntarse por los fundamentos morales del liberalismo.
Convendría aclarar de entrada un par de equívocos. Para empezar hablamos de “liberalismo” para referirnos a cosas diversas. En nuestro país es frecuente confundir el liberalismo político con la defensa del actual sistema económico o la apología de los mercados desregulados, eso que se da en llamar “neoliberalismo”; otras veces simplemente se alude vagamente a una cierta mentalidad, a hábitos y valores característicos de la sociedad moderna, como parece el caso de Simón. Lo que importa aquí es el liberalismo como filosofía política, a saber, como una doctrina que propugna la limitación del poder político para organizar la convivencia en libertad, desarrollada a través de principios como el imperio de la ley o la protección de los derechos individuales. Ahora bien, esa doctrina del gobierno limitado ha sido defendida a partir de bases filosóficas y con argumentos diferentes, aunque haya entre ellos un parecido de familia al conjugar de una manera u otra libertad, pluralismo, individualismo moral y la creencia más o menos cauta en el progreso. A la vista de esa variedad, me atendré a la que me parece la mejor versión del núcleo moral del liberalismo, tal y como ha sido expuesta por autores que van de John Stuart Mill a Joseph Raz.
Y luego está la controversia acerca de qué vidas son mejores. Reconozco mi asombro ante las reacciones que provocó el mensaje de Herrero, especialmente las que se negaban a admitir que la cuestión misma pudiera plantearse. De hacerles caso habría que borrar los diálogos platónicos, a Aristóteles, a los clásicos en general, y con ellos a la mayor parte de nuestra tradición filosófica, porque en sus escritos no hablan de otra cosa. Cómo deberíamos vivir, o cuál sea el mejor género de vida para un ser humano, es la pregunta socrática por excelencia: no hay asunto más importante, le dice Sócrates a Calicles en el Gorgias, hasta un necio lo reconocería. ¡No conocía Twitter!
Recordemos por ejemplo el comienzo del libro VIII de la Ética a Nicómaco, donde Aristóteles afirma que la amistad es lo más necesario para la vida, pues sin amigos nadie querría vivir. De qué servirían los demás bienes si no tuviéramos con quien disfrutarlos y compartirlos, se pregunta. Si interpretamos philia en términos amplios para referirnos a relaciones de amistad, cuidado y afecto mutuo, el filósofo propone una indagación acerca de cómo debemos entender el bien de la amistad y cuál es el papel que juega en la vida humana, que es tanto como preguntarse por qué clase de cosas dan sentido y valor a una vida; sin ellas, como es obvio, una vida sería más pobre e iría peor. Tanto Herrero como Simón vienen a recordar la importancia de esos lazos de afecto y cuidado como bastidores de nuestras vidas.
A poco que lo pensemos, si una vida no pudiera ir mejor o peor, no tendría sentido hablar de intereses, de bienestar o de felicidad. Porque nuestros intereses no vienen determinados solo por nuestras necesidades y deseos, sino que componen una arquitectura compleja trazada en torno a los fines que perseguimos, aquellos proyectos y relaciones que nos parecen valiosos, así como las disposiciones y capacidades que nos permiten desarrollarlos con cierta expectativa de éxito. Si hay posibilidad de éxito al emprenderlos, también pueden verse frustrados por múltiples razones, podemos fracasar en nuestros empeños y relaciones o descubrir que nos equivocamos acerca de su valor. Ahí está la trama misma de novelas o películas. Si pensamos en la felicidad no como un estado psicológico de contento, sino al modo de los clásicos por referencia a la forma en que conducimos nuestra vida en su conjunto, quién negará que nos puede ir mejor o peor (¡y hasta muy mal!). Nada de lo cual afecta al estatus moral o igual dignidad de las personas, ni esconde pretensión alguna de atribuir más derechos a unos que a otros, como algunos temían a propósito de Pedro Herrero; tan solo es reconocer que podemos llevar mejor o peor nuestra vida, que hay quien la vive bien y quien la echa a perder. Que todos tengamos igual derecho a buscar la felicidad, como decían los fundadores de la república americana, en nada prejuzga el acierto de la búsqueda.
Ahora bien, ¿tiene el liberalismo algo que decir sobre esa búsqueda o se limita a garantizar los derechos para llevarla cabo? Por aquí precisamente corre una importante línea divisoria que enfrenta a los liberales contemporáneos, pues para los denominados “antiperfeccionistas” el Estado liberal no puede suscribir ni promover una determinada concepción de la vida buena en sociedades plurales como las nuestras. De acuerdo con ellos, si las instituciones liberales han de ofrecer un marco de derechos y libertades igual para todos, que permita a cada cual vivir según le parezca, no cabe justificarlas apelando a un ideal de vida particular; de lo contrario, no solo estaríamos favoreciendo las creencias de una parte de los ciudadanos, sino que corremos el riesgo de que las autoridades se entrometan en nuestras vidas dictándonos cómo deberíamos vivir.
Es una preocupación razonable. Preguntémonos con todo por qué sería malo que las autoridades decidieran por nosotros cómo hemos de vivir, si es por nuestro bien. Naturalmente, porque ello supondría tratarnos de forma paternalista como menores de edad y no como adultos independientes, dueños de nuestra vida y capaces de tomar nuestras propias decisiones. A eso se refería John Stuart Mill cuando afirmaba que “la única libertad que merece tal nombre es la de buscar nuestro propio bien por nuestro camino”. Los derechos individuales como la libertad de conciencia, de expresión o de asociación, tan preciados por los liberales, se justifican ante todo como protecciones que aseguran esa autonomía o independencia personal. Hay que admitir entonces que el liberalismo no se desentiende de la vida buena, sino que propone una idea de ella ligada a la autonomía personal. Sin esta nadie podría llevar una vida buena, pues viviría sujeto a las opiniones y decisiones de otros.
Si nada nos interesa más que llevar una vida buena, parece algo demasiado importante para dejarlo en manos de otros. Por reacción a la vieja intolerancia religiosa, los liberales extrajeron la enseñanza de que nadie puede llevar una vida buena si esta es pilotada desde fuera, siguiendo las creencias acerca del bien que nos imponen otros. Con ser imprescindible, sin embargo, no basta con que conduzca mi vida sin interferencias, de acuerdo con mis propias convicciones, porque puedo equivocarme: uno puede descubrir que aquellos fines y proyectos que le parecían tan importantes no valen la pena o carecen del valor que les otorgábamos. Por eso, es igualmente necesario que seamos capaces de examinar y cuestionar libremente nuestras convicciones acerca de lo bueno o valioso. Según han destacado Mill y otros, una vida buena tiene mucho de búsqueda: como no hay recetas seguras y siempre podemos equivocarnos, hemos de contar con las condiciones que nos permitan sopesar y revisar si hace falta el valor de nuestros fines y compromisos, contrastándolos con otros puntos de vista y experiencias. El dicho socrático, según el cual una vida sin examen no merece ser vivida, encuentra aquí una clara resonancia.
Reparemos en que este ideal de autonomía personal no ofrece una visión completa de la vida buena, ni lo pretende, pues figura tan solo como ingrediente necesario, al que han de sumarse otros. De lo que se siguen consecuencias interesantes, a las que vale prestar atención para prevenir ciertos malentendidos habituales. Uno muy frecuente es suponer que para el liberal la libertad de elección es el valor que habría que perseguir o maximizar por encima de cualquier otro, como si se tratara de elegir cuanto más mejor, con independencia de la calidad de las opciones. Pero eso sería como decir que una vida es mejor si uno ha tenido muchas parejas en vez de una sola. Invertiríamos el sentido de la relación entre la libertad y los fines que conforman una vida buena, pues de lo que se trata no es de elegir más, sino de elegir bien en las cosas importantes; es para descubrir las mejores opciones y asegurarnos de que dedicamos nuestra vida a actividades, relaciones y proyectos que realmente valen la pena por lo que necesitamos libertad.
Tampoco tiene nada que ver con la caricatura que presentan muchos críticos, según la cual el liberalismo defendería una sociedad atomizada, compuesta de individuales aislados, cada uno persiguiendo su propio beneficio. De creerles, el individualismo liberal sería una especie de disolvente de los vínculos y asociaciones humanas que dan sentido a la vida humana, como si el énfasis en la autonomía personal implicara contemplarlos en términos puramente instrumentales o subestimar su valor. Pero nada de esto es cierto ni hay evidencia textual que lo avale. Sería absurdo negar que nuestra concepción de la vida buena viene marcada por las instituciones sociales y grupos de los que formamos parte, de igual modo que nuestros fines e intereses se solapan y entrelazan con los de otras personas, especialmente aquellas que nos son más próximas. Ningún liberal lo hará. Que tales lazos comunitarios y personales ejerzan un efecto tan penetrante y duradero hace necesario que someterlos a crítica y escrutinio cuando haga falta, considerando el modo en que afectan a la vida de las personas.
Fijémonos de paso en que, contemplada de esta forma, la importancia de la libertad no deriva de que todas las formas de vida valgan lo mismo, o de que no podamos saber cuál es mejor; al contrario, la libertad nos hace falta porque hay planes de vida más valiosos que otros y hemos de averiguar cuáles son. Que es tanto como señalar que el relativismo o el escepticismo son cimientos muy endebles para el liberalismo, cuando no contraproducentes, aunque la imagen popular a veces sea otra.
Cosa bien distinta es el pluralismo, concretamente lo que los filósofos denominan “pluralismo de valores”. Como explicó Isaiah Berlin, esta clase de pluralismo sostiene que los fines y valores humanos presentan exigencias en conflicto y no pueden componer un conjunto armonioso y coherente. Al ser irreductiblemente diversas, nos vemos forzados a elegir entre opciones valiosas, a pesar de que no cabe colocarlas en un ranking ni se dejan comparar fácilmente. Por esa razón ninguna forma de vida podría reunir todos los valores en grado eminente y se abren distintas vías a la excelencia. Parafraseando a Tolstói, las vidas felices no tienen por qué parecerse. Hay vidas mejores y peores, como hay diversos caminos por los que una vida puede ser mejor; seguir un camino excluye necesariamente los otros, moldeando nuestras disposiciones e intereses en consonancia. De ahí sí cabe extraer un poderoso argumento a favor de la autonomía personal, que cobra especial relieve allí donde coexisten diversas formas en que una vida puede ser buena o valiosa; del mismo modo que el ejercicio de esa autonomía requiere como condición un abanico significativo de opciones valiosas por explorar.
Las afinidades entre autonomía personal y el pluralismo de valores deberían servir para atenuar los temores de los liberales antiperfeccionistas. Por si fuera poco, hay otro argumento para calmar esos temores, pues está en la naturaleza misma del ideal de autonomía que no puede ser promovido ni de cualquier forma ni por cualquier medio. Parece un contrasentido coaccionar o manipular a la gente para hacerlos autónomos, el típico caso en que el medio adoptado arruina el fin pretendido. Hay cosas valiosas que no pueden perseguirse directamente, con esfuerzo voluntarioso, como la felicidad. En el caso de la autonomía seguramente todo lo que las autoridades públicas pueden hacer es asegurar las condiciones de la autonomía, que no es poco. Basta mencionar algunas de ellas, como el papel de la educación a la hora de proporcionar no solo conocimientos, sino las capacidades cognitivas y disposiciones de carácter necesarias para llevar una vida autónoma; o la existencia de un marco estable de derechos y libertades individuales bajo la ley, condición imprescindible no solo para la independencia individual, sino también para una cultura pública pluralista que ofrezca variedad de opciones.
Los poderes públicos deberán velar por que se den esas condiciones de la autonomía, pero no pueden ir más allá, interviniendo en su ejercicio efectivo. No pueden dictarnos ni decidir por nosotros cuál es la vida buena, pues es algo que nos corresponde a cada uno decidir. Pero eso no excluye que sea tema de la conversación pública; bien al contrario, hay mucho que hablar al respecto en una sociedad plural, viendo que sus ramificaciones son múltiples y las discrepancias inevitables.
Los liberales, por su parte, tampoco deberían desentenderse de la pregunta por la vida buena si quieren evitar algunos de los reproches que habitualmente se les dirige o dar una imagen simplificada o superficial de sus fundamentos filosóficos. A eso se refería el gran crítico americano Lionel Trilling cuando recordaba que la cuestión de la felicidad está en el corazón mismo del pensamiento liberal y reivindicaba un liberalismo más imaginativo, atento a la riqueza y variedad de la experiencia humana. Habría que hacerle caso.
Es doctor en filosofía y profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga.