Mamá, quiero ser politólogo

Consumidor de columnas periodísticas, fan de La Sexta Noche y tuitero, Max quiere estudiar ciencias políticas como su ídolo: Pablo Iglesias.
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“Está decidido. Seré politólogo”, pensó Max mientras miraba la televisión y el brillo de la coleta de Pablo Iglesias le recordaba que tenía que comprar champú.

Era enero de 2016 y el líder de Podemos anunciaba su intención de asumir la vicepresidencia del gobierno-del-cambio tras reunirse en Zarzuela con el Rey Felipe VI.

“Qué jugada maestra”, se dijo casi en un suspiro. “¡Qué estratega!” En ese instante, y como por arte de magia, se esfumaron todas las dudas que venía arrastrando desde hacía más de un año. Cuando las míticas elecciones europeas. ¿ADE o Políticas? Sintió un cosquilleo en la nuca y hasta le revoloteaban algunas mariposas en el estómago. “Seguro que es ese click interior, vital, del que hablan, el que te señala tu destino”, pensó, algo emocionado. Era una mañana fría y soleada de sábado, el canal 24h marcaba las 12.23 y Max había descubierto que el destino le sonreía. La anatomía de ese instante –pensó mirando los ojos de Iglesias– le señalaba el camino. “La sonrisa del destino”, musitó dejando escapar una mueca de felicidad. Está decidido.

–Seré politólogo –se dijo esta vez en voz alta y con los brazos en jarra frente al televisor.

Pero aún tenía que contárselo a sus padres.

Max coqueteaba con la idea de convertirse en un famoso analista político desde los 16 años, cuando veía cómo todos los eslóganes políticos de sus padres se diluían entre sentimientos de nostalgia y decepción. “El régimen del 78”, saboreaba Max para sus adentros, comprobando la fecha de un yogur caducado en la nevera.

Con el tiempo se había convertido en un gran consumidor de columnas periodísticas, blogs, así como en un asiduo participante de acalorados debates en las redes sociales. Soñaba con pisar el plató de La Sexta, ya que tenía una posición para todo. ¿Ciudadanos?, el Podemos de derechas. Pérez Tapias antes que Sánchez o Madina. ¿Valoración de la candidatura del Círculo de Enfermeras?, ¡a favor! ¿Confluir o no confluir?, ¡confluir! ¿Los de arriba o los de abajo?, ¡los de abajo! Pero Max sabía que una cosa era su afición por la política y otra la vida real. La de conseguir un trabajo, sentar cabeza y ¿formar una familia? Hipotecarse. “Quizás ADE me dé más salidas”, se intentaba persuadir con un desánimo evidente. Todo aquello se desvaneció en un chasquido de dedos cuando entendió hasta dónde podía llegar un buen politólogo, aunque tuviese las puntas abiertas.

–Mamá, quiero ser politólogo –le dijo Max a su madre, María, empezando su entusiasmada locución sin haber entrado aún del todo en la cocina.

–¿Y eso qué es, hijo? –le respondió María sin muestras de emoción, sin siquiera girarse, mientras mantenía el golpeteo firme y acompasado de sus manos sobre la masa de pizza que esa misma noche cenaría toda la familia.

–Eso es lo que es el coletas –gritó Silvia desde el salón con la clara intención de embarrarle el terreno a su hermano mayor.

–Cierra la boca, imbécil –contestó Max apretando los dientes–. Sí, Pablo Iglesias es politólogo, pero ahora es político. Y yo no quiero ser político, yo quiero ser poli-tólogo –enfatizó Max con la esperanza de escapar de aquel lodo.

María dejó caer la masa con un golpe seco. El silencio que se había creado de repente era aún más intenso por la nube de harina suspendida en el aire, iluminada a contraluz por el sol que se colaba a través de la ventana. Dracarys, pensó Max. María se giró y con los ojos clavados en los de su hijo le regaló un gesto neutral. Max respiró.

–Con suerte acabarás de camarero –se escuchó desde el fondo del salón.

Era su padre, Rogelio, que desde la perspectiva del pasillo del piso de Chamberí, el hogar de Max desde que había nacido, se ocultaba, acomodado en un butacón ocre, en un ángulo muerto en las entrañas del salón.

En sus cavilaciones, Max ya había contemplado ese escenario. Sabía que si se decantaba por Políticas tendría que convencer a sus padres. Sobre todo a Rogelio. Para ello había repasado la historia de la disciplina y tenía apuntados en su libreta grandes nombres y obras de la Ciencia Política. “Me compraré la misma libreta que Lluís Orriols cuando sale en lo de Ferreras”, pensó un día en el Corte Inglés mientras María le cogía el bajo de unos pantalones nuevos. ¡Papá, escucha! –le diría repasando su libreta con un gesto de madurez: ¡Aristóteles! ¡Machiavelli! ¡Pablo Simón! Pero estaba convencido que no sería suficiente, tendría que seducirlo con argumentos. “Tendré que utilizar evidencia empírica”, le dijo Max una mañana cualquiera a su propio reflejo en el espejo del baño. “Hay que ser riguroso”.

El momento crucial había llegado. El olor de la pizza casera inundaba la sala en donde toda la familia se disponía a disfrutar de la cena. El rumbo de Max, el critical juncture –como se referiría a este episodio en el futuro, ya como doctor en Ciencias Políticas– se definiría en esa cena. El azaroso discurrir de la discusión que tendría con su familia en esos escasos minutos sería la clave de bóveda de su destino –se dijo buscando “clave de bóveda” en el Google. El sabroso aspecto de la pizza jugaba a su favor, analizó. Pensó en Pablo. En Iglesias y en Simón. Cogió aire y se sirvió un trozo.

–Está muy buena, mamá –dijo manteniendo la mirada en el plato. Y así se quedó esperando a que alguien lanzara el primer disparo. “El elefante de Lakoff está en la sala”, pensó.

Silvia abrió fuego.

–Cuéntanos, flipado, ¿cómo es eso de que quieres ser político? Si una vez te presentaste a delegado de clase y solo te votó Rubén y fue por joder.

–¡Poli-tólogo! –corrigió Max.

–¿Pero eso qué es, hijo? –volvió a preguntarle su madre alargando la i de hijo a modo de desconcierto.

Max se arrancó: “Mamá, es el análisis de la política, sus actores, el contexto institucional, los in-cen-ti-vos –pronunció con más lentitud para llamar la atención de su padre.

–¡Tú estás tonto! –lo consiguió. Rogelio dejó caer el trozo de pizza que estaba a punto de llevarse a la boca y buscó a Max con la mirada.

–¿Qué pasa? –reaccionó Max.

–Qué no tienes ni idea de lo que estás hablando –respondió su padre–. Se nota que estás repitiendo palabras como un loro. De esas que escuchas en las tertulias. De esas que lees en el móvil. ¡Qué sabrás tú de instituciones! ¡Qué sabrás tú de incentivos!

Max, impertérrito, no bajó la mirada. Apoyó su trozo mordisqueado de pizza con un delicado gesto, se aclaró la boca con un sorbo de Nestea y le dijo –con voz calma: “Papá, tienes que analizar mis opciones con rigor”.

Rigor. Max había previsto una reacción furibunda de su padre y sabía que la mejor respuesta era descolocarlo, llevar el debate a un terreno donde Rogelio se reconociera. El padre de Max era un hombre de orden, apreciaba la seriedad y el esfuerzo, votaba al PSOE cada vez con menos ganas y se autodenominaba felipista. “Felipe mejora con los años”, le comentaba a María cada vez que escuchaba alguna declaración del expresidente. Admiraba su visión de España y, sobre todo, “la valentía con la que se enfrenta al idealismo infantil de la izquierda”, solía decir con el índice apuntando hacia el cielo.

–Papá, creo que estás confundido. Cuando piensas en un politólogo inmediatamente piensas en el líder de la formación morada –aprovechó Max para desplegar su lenguaje de futuro analista de la Sexta–. Pero el candidato a la vicepresidencia del gobierno-del-cambio no es mi referente, mi modelo como científico político.

El padre de Max le devolvió un gesto de incredulidad que Max interpretó como de asombro. “Ha picado”, pensó. “¿Será por mi inmediato desmarque de la figura de Iglesias o por la audaz combinación de las palabras científico-político? Si es lo último, he marcado un punto en la batalla del lenguaje”. Se sintió un poco Errejón. “Estoy ganando la disputa del ser.

Max tenía claro que su única opción para estudiar Políticas con la aprobación de su padre –que, a fin de cuentas, era quien pagaba las tasas– era mostrar una auténtica convicción por convertirse en un politólogo mainstream, como los que hacen papers y salen en la tele, sopesó alguna tarde de domingo cortándose las uñas de los pies mientras miraba videos de La Tuerka. Esos que desde la torre de marfil izan la bandera de la objetividad y la equidistancia para desmenuzar con palabras extravagantes los intereses, las estrategias y los muchos etcéteras de la política. Y con datos, por supuesto, muchos datos.

–Papá… datos. Evidencia empírica. Ri-gor. Lo que yo quiero es hacer análisis sis-te-máticos de la política –Max sentía que echaba toda la carne al asador.

Silvia, que había perdido toda atención en lo que se discutía en la mesa familiar, y aunque tenía su mirada puesta en la TV del salón a un volumen prácticamente inaudible, sin girarse soltó: “Eres tonto a las tres.”

Rogelio salió de su bloqueo:

–¿Análisis sistemático? ¿Qué carajo es eso me lo puedes explicar?

A Max se le atragantó el trozo de pizza que se había llevado a la boca, pues no se esperaba esa clase de pregunta. Carraspeó, se acomodó en la silla, retiró su plato hacia delante, cogió aire, palpó en el bolsillo su libretita Orriols –como ya la había bautizado– y dijo:

–Papá, además de confundido estás ofuscado. Yo te entiendo. El bipartidismo está en sus horas más bajas –y se puso a dibujar un gráfico en el aire. La frag-men-tación –dijo de nuevo con lentitud– del parlamento es histórica. Tenemos partidos nuevos, diputados y diputadas, jóvenes y jóvenes, y un colorido plurinacional que no te entusiasma. Pero no dejes que el bosque te impida ver los árboles. Yo quiero ser poli-tólogo, pero no por subirme a la marea del cambio, a la moda de los politólogos que se han lanzado a hacer política –imploró por dentro que no se notase que tragaba saliva– sino porque tengo un auténtico interés por analizar la política con neutralidad i-deo-lógica.

Rogelio, en silencio, parecía concederle una oportunidad.

–Yo quiero analizar la política sistemáticamente, es decir, con metodología. Sólo así se puede desentrañar la lógica de los fenómenos políticos. –Rogelio arqueó las cejas–. Tengo un buen número de referentes que pueden ayudar a que te hagas una idea del camino que quiero emprender, papá: Lluís Orriols

–¿El catalán podemita que siempre está defendiendo a los indepes? —le interrumpió su padre.

–Pablo Simón —añadió.

–De ese chico no me fío —dijo María—, tiene una mirada diabólica.

–¡Carolina Bescansa! ¡Una experta en encuestas! —recordó ilusionado.

–Ni pajolera idea de quién es —contestó Rogelio.

–La del bebé en el Congreso.

–Bah.

–Torreblanca, Sánchez-Cuenca, Bascuñán, Vallespín, Antón Losada, Sandra León.

Max comenzaba a desesperarse. Su padre permanecía impávido.

–Errejón.

–¿Sabíais que en internet dicen que es hermafrodita? –comentó Silvia.

–¿Monedero?

Rogelio se inclinó y dejo escapar un pedo.

Max apretó los puños debajo de la mesa y decidió que era el momento de sacar su arma secreta:

–Víctor Lapuente, papá.

Max sabía que Rogelio era un fan absoluto de las ingeniosas columnas de Lapuente. –Es politólogo ¿lo sabías? A mi me encanta su estilo y ya tengo algunos escritos emulando su lógica argumentativa.

Rogelio abrió los ojos en un genuino gesto de sorpresa. Max vio aquel rayo de luz. La sonrisa del destino. Sí, papá. Si quieres puedo hablarte de alguno de ellos. Rogelio pareció consentir con un ajustado movimiento de su barbilla. Pues mira –comenzó Max–, tú sabes que el Estado Español, España vamos, está en medio de una encrucijada territorial ¿verdad? Que el recién investido President con el apoyo de la CUP, Carles Puigdemont –dijo con cuidado–, parece que quiere tomar un camino radical hacia la independencia.

–Sí –respondió Rogelio sin dar muestras de entusiasmo.

–Pues bien, en mi escrito, inspirado en Víctor Lapuente, argumento que hay dos formas de responder al desafío independentista: la respuesta del pez y la respuesta de la rana. Pez o rana –subrayó.

Silvia dejó de ver la TV y se giró para mirar a su hermano. María posó su mano en el brazo de su marido.

–El Estado español –continuó Max– puede hacer como un pez: tener una mirada atenta, imperturbable, y quedarse inmóvil. Es decir, mostrarse expectante y no hacer nada hasta que el independentismo se hunda por su propio peso. La otra opción es hacer de rana: saltarse la ley o lo que haga falta para poner en vereda a los secesionistas. ¿Qué te parece, eh? ¿Mi argumento es de chamanes o de exploradores?

–Tu argumento es de gilipollas –le dijo Silvia.

Rogelio recogió la servilleta, se limpió los labios sin ninguna prisa y miró a Max para pronunciar las únicas palabras que diría en lo que quedaba de noche:

–Ten cuidado, hijo, esas categorías son tipos ideales weberianos.

Ya en su habitación, Max se apretaba el pecho con las manos para sentir el latido de su corazón. Tenía el beneplácito de su padre. “Somosaguas”, suspiró. No daba crédito. Sacó de debajo de la almohada el libro Ganar o morir: Lecciones políticas en Juego de tronos de Pablo Iglesias y lo abrazó con fuerza. Pero aquel momento mágico se truncó con un pensamiento tan fugaz como perturbador: “esas categorías son tipos ideales weberianos”… “Weberianos. De Max Weber “, pensó. “¡Mi padre me puso el nombre Max por Max Weber!”, gritó en el vacío de su habitación a media luz. Pablo Iglesias, desde la portada del libro, le devolvió una mirada larga de decepción.

[Continuará]

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Sebastián Lavezzolo es profesor de ciencia política en la Universidad Carlos III. Escribe en el blog Piedras de papel.


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