Imagen: Resizia, CC BY-SA 3.0 , via Wikimedia Commons

Una vengativa reforma electoral

El debate sobre el sistema electoral es necesario y bienvenido, pero la propuesta de reforma constitucional que abandera Morena parece más un capricho que el producto de un análisis objetivo.
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Parecería un acto de autosabotaje ver al partido en el poder, que hace unos días calificó a los diputados del bloque opositor de traidores a la patria, llevar a la mesa legislativa una ambiciosa propuesta para refundar el sistema electoral y modificar sustantivamente la representatividad a nivel local y federal. Pero a este régimen le gusta hacer política a la brava: es ineficaz pero voluntarioso. Presentada por dos funcionarios de la Secretaría de Hacienda, viejos conocedores de la fontanería electoral, la propuesta de reforma electoral promete que hará más democrática a la democracia.

El momento de la presentación dibuja, de entrada, la concepción de la política que tienen el presidente y sus operadores. Corre ya la segunda parte del sexenio y esta sería la primera vez en la que se pretende una reforma constitucional de cara a una elección presidencial. En 2007-2008 y en 2014, las reformas entraron en vigor en una elección federal intermedia. Así, se dio un margen de maniobra a las instituciones encargadas de implementar modificaciones sustantivas que, en el abigarrado sistema electoral mexicano, tienen consecuencias en multiplicidad de procedimientos a nivel nacional. Consideremos también que la fecha límite para hacer cambios en las reglas del juego electoral vence en mayo de 2023, pues, tal y como lo establece la constitución, no se puede modificar la ley electoral hasta 90 días antes de iniciado el proceso electoral, en este caso, septiembre de 2023.

En el pasado, las reformas electorales en México han partido de la exigencia de la oposición por allanar el acceso al poder y la representación política. Se ha tratado, pues, de una exigencia de quien tiene menos poder hacia quien tiene más. Ahora, sin embargo, la justificación para una reforma electoral proviene de la lógica inversa: es un esfuerzo del partido en el poder y su gobierno para modificar las reglas del juego de arriba hacia abajo. El gobierno en turno busca limitar la presencia de la oposición en el Congreso incluso a costa de debilitar a sus propios aliados, como el PT y el PVEM, que se han beneficiado históricamente de la representación proporcional.

Un aspecto de la propuesta que ha llamado la atención es la forma en que Morena busca elegir a quienes serían los nuevos consejeros electorales en el distópico Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (¿se nos quiere decir, en serio, que las consultas son, o serán, equiparables a las elecciones?). Claramente, una de las obsesiones del presidente López Obrador y toda su camarilla es ajusticiar a los consejeros electorales que no se han alineado con el régimen cuatroteísta. Frente a un sistema electoral sobrerregulado, su propuesta es inyectar incertidumbre en la configuración del Consejo General, con una elección que llaman popular pero que en los hechos está pensada para ser una designación de Estado.

El argumento es más o menos así: como designar consejeros electorales en el Congreso es una repartición de cuotas, lo mejor, argumentan, es que personas honestas e intachables participen en una elección popular para poder organizar elecciones populares. Lo que hoy es resultado de una negociación política que ha ido dotando de transparencia la designación –como sucedió apenas en 2020, cuando Morena utilizó su mayoría en la Cámara para designar a quienes ocuparon las cuatro vacantes en la sucesión escalonada–, ahora pretende llevarse a la plaza pública, en donde los aspirantes para consejeros del INEC y magistrados del TEPJF (60 y 30, respectivamente) podrán acceder a spots en radio y televisión para promover sus candidaturas.

Morena ha sustituido su falta de imaginación legislativa con un cuarto de espejos infinito, como de Yayoi Kusama. El problema no son las personas que ocupan el consejo general (por más que los traigan atravesados por “irreverentes”), sino la transparencia y certeza de los procedimientos electorales que estas deben hacer valer. El que no guste que estos consejeros den entrevistas habla más de la intolerancia monocromática que priva en el partido que de su vocación democrática. Esta propuesta “democratizadora” no va al fondo del asunto, pues, más que la forma en que son designados, lo que importa es el control constitucional, la rendición de cuentas y la vigilancia normativa sobre el desempeño de los consejeros electorales o magistrados.

Morena pretende, además, desaparecer a los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE), por considerarlos redundantes con el INE. Con ello, apuesta por una mayor centralización de las funciones electorales. Aunque es verdad que desde la reforma electoral de 2014 la existencia de una estructura local permanente para organizar elecciones ha sido cuestionada, justificar esta medida desde la lógica del ahorro es, de suyo, un despropósito. Esto, porque una estructura nacional con mayor centralidad de funciones implicaría un mayor despliegue territorial del INEC y, en consecuencia, un mayor presupuesto para fondear las funciones de una superestructura que atienda juntas distritales locales y federales.

Es atendible la idea de reducir el monto del financiamiento de los partidos políticos, sobre todo porque la iniciativa morenista reconoce la duplicidad en el fondeo público de partidos locales y nacionales. Bastaría discutir si abrir los recursos partidistas únicamente en periodos de campaña no haría de estas instituciones un artificio electoral intermitente. Lo es también la propuesta de reducir el tiempo aire destinado a la propaganda electoral de los partidos, aunque las autoridades electorales requieren de esta ventana de exposición para mantener informada a la ciudadanía sobre campañas de credencialización, actualización de datos y la promoción de una cultura ciudadana. Ello hace corto circuito con la idea, equivocada a mi juicio, de liberalizar la intromisión del gobierno en las campañas electorales a través del uso permanente de propaganda gubernamental durante procesos electorales, algo que Morena hizo durante la revocación de mandato y que no logró más que ensuciar ese proceso.

Con su propuesta de reforma electoral, AMLO y Morena imitan el reclamo de un partido que estuviera representado marginalmente en el Congreso, siendo que gobierna en 17 entidades del país y cuenta con mayoría en ambas cámaras. Consideraron prioritario reformar los pilares de un sistema electoral con el que han ganado prácticamente todo.

No es un acto de adivinación anticipar que una reforma constitucional es poco factible. Ello debería ser suficiente para desmotivar cualquier intento de hacer modificaciones secundarias a la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE), para lo que no se requieren dos terceras partes del Congreso. El diablo está en los detalles y, claramente, modificar sin consenso disposiciones reglamentarias sin cambios en la Constitución sembraría incertidumbre de cara a la próxima elección presidencial.

El debate sobre muchos de los temas que se proponen en la iniciativa es necesario y bienvenido. También la oposición ha lanzado su contrarreforma, pidiendo segunda vuelta y la regulación de las mañaneras. Pero si no procesamos objetivamente el diagnóstico de un sistema electoral que funciona bien, corremos el riesgo de tirar por la borda lo poco que se ha avanzado en materia electoral. Hasta ahora, esta reforma parece más un capricho presidencial que una propuesta sensible al sistema electoral que hemos construido. Habría que tener mucho cuidado en entrar en la lógica de negociar peticiones bajo la lógica pragmática que priva en sectores de la oposición.

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es investigador del CEIICH-UNAM y especialista en comunicación política.


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