En una frase horrible, que resume la esencia del nacionalismo, Joseph de Maistre decía, burlándose de la Ilustración, que él nunca había visto un hombre, sino ingleses, alemanes, rusos, franceses o turcos. La frase, también, es útil para entender esa guerra de 1914 que aparece como consecuencia fatal de la idea de aquel conde saboyano. Considerada inviable la unidad del género humano, la carnicería nacionalista quedaba autorizada. Era esa “higiene del mundo” exigida por el futurista y luego fascista Filippo Marinetti.
La literatura de la primera de las guerras mundiales que estuvieron a punto de destruir el mundo creado por aquella Revolución francesa que él tenía por demoníaca, habría complacido a De Maistre. Una ojeada, al menos, impone lo idiosincrático sobre lo universal: en ella es difícil encontrar al hombre y las visiones de Ernst Jünger (1895-1998), Siegfried Sassoon (1886-1967), Wilfred Owen (1893-1918), Charles Péguy (1873-1914) o E. E. Cummings (1894-1962) están sesgadas por lo que entonces eran Alemania, Inglaterra, Francia o Estados Unidos.
Jünger exalta la Gran Guerra en Tempestades de acero (1920), no solo en contraste con el clásico pacifista de su compatriota Erich Maria Remarque (Sin novedad en el frente, 1929), sino frente a la extravagante obra maestra del estadounidense E. E. Cummings (La habitación enorme, 1922). Es muy distinto el nacionalismo profético de Charles Péguy, a quien la guerra, en la cual veía la continuación de la saga de su paisana Juana de Arco, le duró un poco más de veinte días habiendo caído abatido en Villeroy, el 5 de septiembre. Finalmente, el pacifismo de los poetas ingleses, examinado por Paul Fussell en esa obra maestra de compasión y morfología que es La Gran Guerra y la memoria moderna (1975), parece ocurrir en otras trincheras que por aquellas donde pasaron el resto de los soldados-escritores. Viven las mismas atrocidades Jünger y los ingleses, pero las ven desde planetas distintos.
No por conocida la exaltación con la que marcharon los europeos al frente deja de ser escalofriante, tal cual la describe Robert Wohl en The generation of 1914: ebrios de nacionalismo y extrañamente convencidos de que iban a una saturnal de pocos meses. Wohl, además, nos explica que cada país tenía una noción distinta, sociológica o literaria, de qué clase de generación nacional estaba destinada a hacer la Gran Guerra.1
Empecemos estos apuntes por Jünger, el más longevo y uno de los escritores de la centuria pasada cuya posteridad tan trabajada parece que hará de Tempestades de acero, su Diario de guerra y de ocupación, dedicado a la Segunda Guerra Mundial, y algunas de sus meditaciones teóricas sobre el dolor, el trabajo o las drogas, tan persistentes como lo han sido los anales, comentarios y tratados de Julio César, Tácito, Chuang Tzu, Maquiavelo o el príncipe de Ligne.
El siglo XX de Jünger es probablemente el más cruel, por su humana inhumanidad. A diferencia de otros cómplices, ideólogos o combatientes del Tercer Reich, Jünger no tenía gran cosa que ocultar tras 1945. Fue uno de los maîtres à penser de lo que sería el nacionalsocialismo, pero no fue propiamente nazi: aquello le parecía una mascarada despreciable ante la cual prefería apartarse. Se había sentado, sí, a la mesa con los asesinos, como al parecer dijo Thomas Mann, pero lo desquiciante es que Hitler le parecía un falso profeta y el Holocausto solo consecuencia de la conducta humana registrada desde la Ilíada, cuyas proporciones genocidas habían sido multiplicadas por la técnica. El tirano de Alemania no estaba a la altura de las sibilinas expectativas de Jünger y el curso de la historia universal, tampoco. Si se salvó de caer en las redadas que siguieron al atentado de Von Stauffenberg en 1944, en el cual estaban involucrados muchos de sus amigos, acaso sea porque Hitler y sus secuaces, tras asegurarse de su desaprobación filosófica del atentado terrorista, hayan considerado que escribiendo Tempestades de acero, la glorificación de la Gran Guerra que tanta buena leña acarreó a la hoguera, Jünger se había ganado la inmunidad.2
La nueva biografía de Jünger, de Julien Hervier (Ernst Jünger. Dans les tempêtes du siècle), no aporta gran novedad. La escribe su mejor amigo francés, quien ha traducido casi toda su obra y además es el editor de los Journaux de guerre (Rayonnements), publicados en la biblioteca de la Pléiade. La indulgencia de Hervier habrá que contrastarla con los críticos anglosajones de Jünger (Thomas Nevin o Clive James) o el obstinado silencio de George Steiner sobre él. Sin embargo, Hervier, al cruzar la información de las Tempestades de acero (cuya primera traducción fue al español en 1922 y tuvo a Borges entre sus primeros entusiastas) con los diarios de Jünger lo mismo que con los cuadernos de notas del libro, nos da una visión más compleja del Jünger de 1914.
Pocos como Jünger expresan el aburrimiento de la Bella Época que llamaba a la acción, al peligro y al enervamiento. Se había alistado a fines de 1913 en la Legión Extranjera y recibió la movilización general de agosto de 1914 como agua de mayo. No era Jünger, lo cual vuelve aún más complicado al personaje, un desalmado ni un hombre de acero y lo que tenía de dandi, según Hervier, se le quitó cuando vio, en la Champagne, los primeros hospitales militares llenos de mutilados a quienes se les iban pudriendo los miembros semidesprendidos a falta de atención médica oportuna. Pero se sobreponía y todo ello aceraba su voluntad de matar, la cual no se vio mermada por las múltiples heridas sufridas en el campo de batalla. Visitante habitual de los hospitales de la retaguardia, Jünger volvía puntualmente a su puesto de oficial apenas sanaba, al contrario del poeta Sassoon, quien se declaró objetor de conciencia e hizo pedir en la Cámara de los Comunes que aquellos que podían detener la guerra no la prolongaran. El gobierno británico lo consideró un neurasténico y lo internó en una clínica.
Jünger, en cambio, fue el más joven de los solo once soldados que recibieron la orden Pour le Mérite, la más alta condecoración militar alemana creada en 1740 por Federico de Prusia. Su lealtad a los códigos del Antiguo Régimen impidió que Jünger se volviera un carnicero. Se negaba a rematar heridos, era escrupuloso en el trato a los prisioneros, tuvo una novia francesa, madre de un hijo ilegítimo, a la cual procuró durante la guerra y solo una vez perdió la cabeza, cuando creyó herido de muerte a su hermano menor Friedrich Georg, escritor también y exegeta de Nietzsche, en Flandes, en 1917. Jünger estaba saltándose todas las ordenanzas para salvarlo cuando al final se enteró de que ya había sido trasladado a la retaguardia.
En Jünger, empero y eso quizá explica su repugnancia aristocrática ante el nazismo, la pureza, si es que se la puede llamar así, del deseo de matar nunca se contaminó del odio nacionalista y sería inútil encontrar en él bravatas histéricas o xenófobas como las de Gabriele D’Annunzio y tantos otros. En las Tempestades de acero, lo subraya Hervier, hay un esfuerzo decidido por considerar al enemigo sin odio y a la guerra como una gesta de la humanidad. Le repugnaba también el moralismo, en su opinión barato, de los pacifistas que como Henri Barbusse veían a la Gran Guerra como una cruzada del Bien contra el Mal. En las Tempestades de acero nada se dice de las razones del conflicto ni de las responsabilidades de esta o aquella potencia. El Jünger ideólogo de la llamada revolución conservadora vendrá después y ni allí, como panfletario de la reacción, se abstendrá de ver a la guerra como una experiencia interior.
Si Jünger alcanzó a vivir 102 años y murió convertido en símbolo de la reconciliación francoalemana, invitado por Helmut Kohl y François Mitterrand (su gran admirador) como testigo de honor en la ceremonia conjunta en memoria de los caídos setenta años antes en 1984, la relativamente corta vida de Péguy y su asombrosa obra como periodista en los Cahiers de la Quinzaine, poeta e intérprete de la historia, nos deja ante la interrogación de si habría cambiado el temple de su cristianismo de espada ante el horror de las trincheras. Eso se lo pregunta Alain Finkielkraut en Le mécontemporain: Péguy, lecteur du monde moderne (1991). Péguy venía del socialismo. Era un republicano populista y católico que había florecido, según él, gracias a las aguas de la Francia profunda. Tan pronto escuchó el rebato que llamaba a la guerra, dejó inconclusa la frase que estaba escribiendo de su Note conjointe sur M. Descartes et la philosophie cartésienne3 y corrió rumbo al frente.
Tras arreglar sus asuntos en París, el teniente Péguy se integra con prontitud a su unidad, el regimiento de infantería número 276 en Coulommiers. La Gran Guerra a la cual se dirige fatalmente, como lo explica Michel Laval en Tué à l’ ennemi. La dernière guerre de Charles Péguy (2013), un libro concentrado y eficaz, era aquella que defendería la cristiandad y salvaría, con un nuevo mundo, al viejo. Su nacionalismo era de izquierdas, como de izquierdas eran entonces muchos antisemitas franceses (Péguy no estaba entre ellos). El 1914 de Péguy no podía ser más distinto al de Jünger y al de los nacionalistas conservadores o reaccionarios, incluyendo a la Acción Francesa, que Péguy, como dreyfusard, combatía. Él quería salvar, frente al káiser, a la Francia de Juana de Arco, sí, pero también a la de la Ilustración y la Revolución francesa en una síntesis contradictoria (e hiperconsciente de su contradicción fecunda), como puede leerse en Clío. Diálogo entre la historia y el alma pagana, su obra póstuma y uno de los libros más bellos que yo he leído.
Mientras que Péguy dejó una interrogación y Jünger una altivez (al escritor centenario se le preguntó, en entrevista, qué era lo más lamentable de aquella primera guerra y dijo sin ningún rubor que haberla perdido), los poetas ingleses de las trincheras aceleraron la llegada del modernism: el maravilloso año de 1922, con La tierra baldía y Ulises, habría ocurrido más tarde sin los devastadores poemas de Sassoon y su heredero Owen, quienes dejaron las descripciones más horrendas pero también, como lo explica Fussell, le pusieron las últimas pinceladas al retrato del carácter nacional inglés, la nostalgia del bucolismo insular, el humor negro ante las adversidades, la homosexualidad transitoria entre los jóvenes y el tipo de honor patriótico al que se debe un soldado que proviene de una democracia. Robert Graves, otro escritor de la Gran Guerra, dijo que los alemanes, quienes parecían tener ganada la guerra cuando lograron la paz por separado con los bolcheviques a principios de 1918, la perdieron al ver inundadas, con arroyos de ratas nadadoras, sus trincheras. Las alemanas habían sido cómodas y ventiladas; las inglesas, un asco. Acostumbrados al horror, aguantaron los británicos el trecho final de la guerra.4
La entrada de Estados Unidos, tras el hundimiento del Lusitania, en la contienda la hizo mundial, convirtió a la nación norteamericana en una potencia y cambió –como dicen ahora los periodistas– la narrativa del conflicto. Si los poetas ingleses alimentaron la desolación de Eliot pero también la flema británica, las tropas norteamericanas, que tuvieron apenas 49 mil caídos en combate y solo lucharon durante unos meses, llevaron al frente a jóvenes como Cummings, en calidad de asistente sanitario, más preocupado por perder la virginidad en un París donde la prostitución era legal que por la guerra. En las cartas a su madre, Cummings se burlaba de los militares franceses y muy especialmente de los censores obligados a leer toda la correspondencia. El puritano Cummings decía la verdad sobre la desmoralización y las deserciones en el Frente Occidental, adonde había sido destinado, no lejos de donde se había librado la Batalla del Somme, acaso la más horrible de la historia. Además, según dice Susan Cheever en la más reciente biografía del poeta,5 por temperamento, Cummings solo era capaz de identificarse con los derrotados, fuesen los desertores franceses o Ezra Pound en 1945. El caso es que en septiembre de 1917 Cummings y su amigo William Slater Brown fueron arrestados como sospechosos de traición y espionaje, cargos que podían conducirlos al patíbulo. Interrogado por los oficiales franceses, Cummings se negaba a afirmar, como se le pedía, que odiaba a los boches. “No, no los odio –respondía–. Pero quiero mucho a los franceses.”
El arresto del frívolo Cummings, encerrado en Noyon, solo duró unos meses y acaso lo salvó de morir en el frente. Su padre movió sus influencias en Washington para liberarlo y, aunque no lo logró, la policía militar francesa acabó por convencerse de que tenían en sus manos no a un espía o un traidor sino a un señorito excéntrico. Pronto, Cummings estaba de vuelta en el Greenwich Village, de donde alguien diría que nunca debió de haber salido. Pero introduciendo la nota satírica, informal, el inflexible individualismo a la Thoreau en plena Picardía, Cummings grabó el otro lado de la moneda literaria de 1914-1918, con La habitación enorme, la novela sobre la Gran Guerra donde la guerra no es descrita en el campo de batalla sino desde el aislamiento de una mente libre encerrada en un cuarto, ni siquiera una celda, situado en un mundo donde todo el mundo ha perdido la razón. Jünger demuestra el predominio del dios Marte y Cummings, la insumisión ante la autoridad, aun aquella a quien le asiste la razón.
¿Quién habrá retratado mejor la “higiene del mundo” como experiencia interior, el oficial Ernst Jünger o el enfermero E. E. Cummings? Es evidente que necesitamos de ambos para comprender la que un historiador militar inglés calificó como la más misteriosa de las guerras. Misteriosa en sus orígenes y en sus propósitos, la obstinada tarea de una civilización que habiendo alcanzado el más alto grado de salud y desarrollo en la historia de la humanidad decide destruir a una generación.6 ~
2 En 1926 Hitler responde así al envío de un nuevo libro de Jünger: “Querido señor Jünger: He leído todas sus obras. Aprecio en usted a uno de los pocos hombres capaces de darle forma a la experiencia del frente con toda su fuerza. He tenido una gran alegría al recibir oportunamente su libro Fuego y sangre que usted me ha enviado personalmente con una amistosa dedicatoria. Muchas gracias, aunque tardías, por este envío. Por la salvación de Alemania, Adolf Hitler.” La dedicatoria de Jünger decía “Al Führer nacional Adolf Hitler, Ernst Jünger” (Julien Hervier, Ernst Jünger. Dans les tempêtes du siècle, París, Fayard, 2014, p. 173).
3 Michel Laval, Tué à l’ennemi. La dernière guerre de Charles Péguy, París, Calmann-Lévy, 2013, p. 17; también apareció este año, de Jean-Pierre Rioux, La mort du lieutenant Péguy: 5 septembre 1914, París, Tallandier, 2014.
4 Paul Fussell, La Gran Guerra y la memoria moderna, Madrid, Turner, 2006.
5 Susan Cheever, E. E. Cummings. A life, Nueva York, Pantheon Books, 2014. Prefiero la biografía de Cummings (Dreams in the mirror, 1994) de Richard Kennedy, más detallada que la de Cheever (hija de John, por cierto), que confunde la brevedad con la ligereza.
6 Fussell, op. cit.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile