¿Qué significan para ti los cien años de Efraín Huerta?
Es una impresión muy grande pensar en la edad que él tenía cuando yo nací: 35 años. Mi padre fue un padre tardío, es decir un hombre que ya había caminado un trecho considerable de su vida, y que en términos poéticos estaba en un punto de madurez extraordinario. Si recordamos bien, en 1944, cuando tenía treinta, publicó su libro central, Los hombres del alba, un volumen que es al mismo tiempo de juventud y de madurez. Se trataba, quiero decir, de un hombre en su plenitud que ya había publicado su libro más importante cuando fue padre. Y ahora han pasado setenta años desde la publicación de Los hombres del alba, un aniversario que también tenemos que celebrar. Mi padre no fue solo un testigo sino uno de los protagonistas del siglo XX mexicano y creo que su centenario –al igual que en los casos de Octavio Paz y José Revueltas– nos presenta una oportunidad única para realizar un balance de su legado.
¿En qué momento te diste cuenta que tu papá era un poeta? No se trata siempre de un descubrimiento inmediato.
El ambiente en la casa estaba lleno de discursos, de conversaciones, a veces de discusiones, algunas muy agrias. Y esto era más que evidente por el barrio en el que vivíamos. Yo lo llamo un “gueto gremial”, porque ahí habían construido sus casas varios periodistas, escritores y editores. En esa nebulosa de oficios era un poco difícil distinguir a mi padre de vecinos tan parecidos a él. Al principio, yo no sabía en qué consistía esa semejanza y no podía por lo tanto discernir la diferencia. Debo decir que en la casa naturalmente se leía, nadie obligaba a nadie a leer, y se hablaba de libros y de lo que aparecía en el periódico. Creo que descubrí la condición de poeta de mi padre cuando descubrí a otros poetas que estaban de alguna forma cerca del ámbito familiar por razones no solo literarias sino políticas. Darme cuenta de sus inclinaciones artísticas me llevó al descubrimiento de su condición de poeta, porque mi padre era amigo de pintores como David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Recuerdo que cuando Siqueiros estuvo en la casa, yo era muy niño, y produjo en mí una profunda antipatía porque preguntó si mi nombre se debía a él. Mi padre lo negó categóricamente y le explicó que me había puesto ese nombre por las resonancias bíblicas. En mi familia hay muchos nombres judíos del Antiguo Testamento –Efraín, David, Raquel, Sara–; parece un pequeño seminario sobre estudios bíblicos.
¿Qué edad tenías cuando descubriste al poeta Huerta?
Es un poco difícil saberlo. Supe que mi padre era poeta cuando descubrí la poesía, porque allí estaban los libros de Efraín junto con los de Carlos Pellicer, Salvador Díaz Mirón, Octavio Paz, que él me daba a leer. Siempre he dicho que nunca he leído tanta poesía como entre los diez y los quince años. Fue en esos años cuando descubrí la condición de poeta de mi padre.
¿Cómo era la relación con tu padre esos primeros años?
Debo decir que cuando yo nací la familia vivía en la calle de José María Iglesias, cerca del Monumento a la Revolución. Nos mudamos a la Segunda Colonia del Periodista cuando yo era muy niño y muy poco tiempo después mis padres se separaron. Dada la situación, mi padre estaba y no estaba; es decir, no vivía con nosotros pero visitaba regularmente la casa. A pesar del divorcio no fue un padre distante. Se ocupaba de nuestra educación, de nuestros problemas y de las necesidades que teníamos. Mi madre, Mireya Bravo, era una mujer extraordinaria y nunca nos habló mal de mi padre, pero era inevitable cierta tensión entre ellos. Además prácticamente todos los vecinos eran amigos de mi papá o conocidos y me decían con frecuencia: “¿Cómo está tu papá? ¿Lo has visto? Mándale saludos.” De modo que Efraín era también un vecino de la colonia Periodistas a pesar de que no vivía ahí.
¿Hubo en tu caso la proverbial crisis adolescente de enfrentamiento a la figura paterna?
Sí hubo una crisis y yo pasé malos ratos en mi adolescencia, sobre todo en el momento de descubrir mi vocación. Me refiero al hecho de que uno quiere empezar a hacer lo que admira en los demás. Y en este caso uno se da cuenta de que va a tener que competir con el padre porque va a ser inevitable la comparación. Mi padre fue muy discreto con mi educación poética, que más bien delegó en amigos en los que confiaba como Carlos Illescas, Juan Bañuelos y algunas otras personas. Ese elemento del que hablan algunos críticos como Harold Bloom –“¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”– en mi caso fue: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” Es un problema que se va resolviendo poco a poco. Yo estoy tranquilo con la figura de mi padre porque sé que –como dice Eliot en un pasaje famoso– es uno de esos hombres que uno no puede aspirar a emular. Eso me da una enorme tranquilidad porque, contra lo que podría pensarse, no me lleva a renunciar a escribir sino a tratar de escribir lo que yo puedo.
¿Cómo juzgarías la relación entre tu padre y la política, la relación entre tu propia poesía y la suya, cuando tú ya empezaste a publicar?, ¿cuál era su actitud?
Su actitud era de cierta prudencia: no quería dirigir lo que yo escribía. Podía confundirse con una cierta distancia e incluso con un cierto desinterés, pero muy pronto me demostró que no era así. Nuestra relación fue muy cordial, incluso me refiero a él con naturalidad por su nombre de pila. Aunque a veces digo “mi padre”, lo más natural es referirme a él como Efraín. Curiosamente Efraín, en sus últimos años, me llamaba “viejo”. Era una forma cordial de tratarme. Sobre lo que preguntas, creo que juzgar su vida, su política y su poesía con una mirada retrospectiva puede ser un poco cruel y poco indulgente. Cometió errores brutales en términos filosóficos, ideológicos y políticos pero no era una mala persona. Tengo la impresión de que los estalinistas que traté en mi infancia y en mi adolescencia eran personas brillantes que habían caído en un error abismal y algunos de ellos tuvieron tiempo de corregirlos. Quiero creer que mi padre murió después de corregir internamente esas actitudes. En mi caso, haber crecido entre comunistas, no todos ellos estalinistas, provocó en mi interior una larga “purga” para desestalinizarme. Uno de los capítulos de ese proceso fue mi traducción de El caso Tuláyev, la novela de Victor Serge, un militante que se encontraba en el extremo opuesto al de la izquierda de mi padre y de sus camaradas. Se trataba de un disidente de la izquierda oficial que murió solitario y abandonado.
¿Qué pensaba de Serge la gente cercana a ti?
Lo que se decía de Victor Serge en los círculos familiares, amistosos, políticos y literarios de mi ámbito familiar no era muy agradable. Se referían a él con una palabra que en aquellos tiempos equivalía a traidor: “renegado”. Era una palabra infamante, como decir “descastado”. En esa circunstancia, haber traducido un libro de Victor Serge era, al menos en mi fuero interno, un acto de rebeldía. Al paso de los años y conforme he seguido la obra de Serge, he descubierto que esa izquierda disidente del oficialismo soviético también tenía sus bemoles: eran machistas y a veces muy impacientes con la poesía.
Cuando aparentemente la KGB envenena al hijo de Trotski en París, Serge estaba en la ciudad y ve llegar a dos grupos de trotskistas franceses que estaban peleados a muerte. Y lo indigna ver que ambos grupos siguen sin mirarse y sin dirigirse la palabra durante el sepelio. Al final, cuando ve que cada grupo canta “La Internacional” por su lado, no lo soporta y decide alejarse de la IV Internacional.
Si yo vuelvo la mirada a la obra de mi padre –por ejemplo a Los hombres del alba– me doy cuenta de los inmensos conflictos que significó escribir y publicar ese libro. Está escrito en contra de las directivas del partido y, al mismo tiempo, es totalmente ajeno al comunismo internacional. En el libro hay, por supuesto, zonas explícitas de comunismo –las huelgas victoriosas, los obreros, etc.– pero no se trata de un libro de poesía civil o de protesta. Los “hombres del alba”, a los que alude el título, no son los proletarios que van a hacer la revolución, sino aquellos que en el lenguaje del marxismo son llamados “el lumpenproletariado”. Son asesinos, violadores, hombres que viven en la noche, los marginados dentro de los marginados. Es un libro que es posible relacionar con una buena parte de la obra literaria de José Revueltas. Quizá suena exagerado decirlo de este modo, pero los “hombres del alba” son los protagonistas de las novelas de Revueltas.
¿Qué recuerdos tienes de la amistad entre Revueltas y tu padre?
José Revueltas y Efraín Huerta se conocieron a principios de los años treinta. Como sabemos, Revueltas había estado preso en las Islas Marías debido a sus actividades políticas y eso provocó que se le considerara una figura levemente heroica. Tanto Revueltas como Efraín eran provincianos; se conocieron en la ciudad de México, se identificaron en la militancia y eso dio origen a una relación muy intensa. Hay algo que no se tiene muy presente y es el hecho de que Revueltas escribió también poemas. Uno de los primeros que aparecen en El propósito ciego, el libro que editó José Manuel Mateo, está dedicado a Efraín Huerta. Se llama “Nocturno de la noche”. Este poema muestra los alcances de su amistad. Hay dos momentos, uno literario y otro personal, que a mí me gustaría destacar para ilustrar un poco la intensidad de esa relación: Efraín Huerta le dedicó a Revueltas un poema sobre Angela Davis con estas palabras: “para mi hermano José Revueltas, que está en Lecumberri”. Y luego, algunos años más adelante le dedicó un poema que se llama “Revueltas, sus mitologías”. Es ahí donde dice de nuevo en términos fraternales: “mi hermano José Revueltas, que todo lo ve con sus ojos de diamante”, una imagen extraordinaria. El otro momento fue durante el entierro de Revueltas en 1976, cuando Víctor Bravo Ahuja, entonces secretario de Educación Pública, pronunció un discurso que impacientó a los antiguos camaradas y a los viejos amigos de prisión de José Revueltas. Martín Dozal lo interrumpió y le dijo: “Ya no queremos oírlo, señor. Usted representa al gobierno que encarceló y persiguió a José Revueltas.” Mi papá estaba profundamente emocionado y enojado. Me acuerdo que daba patadas en el suelo, en un gesto de impaciencia (como no podía hablar, debido a una operación de la garganta, todos sus gestos eran corporales). Efraín se identificaba con Martín Dozal, pero también tenía cierta consideración por la persona que acompañaba al secretario de Educación, que era Rosaura Revueltas, la hermana de José. El turbulento José Revueltas tuvo también un entierro turbulento y esa misma turbulencia afectó a su hermano Efraín Huerta. A la distancia, aún no acabo de entender lo que mi papá sentía, pero debe haber sentido muchas cosas al mismo tiempo. Solo hubo una manera de detener el discurso del secretario de Educación y fue comenzar a cantar “La Internacional”.
Con referencia a otro de los autores cuyo centenario conmemoramos este año, ¿cómo fue la relación de Efraín Huerta y Octavio Paz?
Hay que tomar en cuenta que Octavio Paz vivió muchísimos años fuera de México. La intensidad de esa amistad quedó un poco atenuada por la distancia física. Sin embargo, se trató de una relación muy fuerte, sobre todo porque se dio en el ámbito de la Preparatoria nacional, que no es el mismo entorno en el que se desarrolló la hermandad con Revueltas. La amistad que trabaron mi padre y Octavio se consolidó muy pronto, en los años treinta. Algunos años más adelante –cumplido ya el ciclo de Taller y antes de irse de México–, Octavio firmó como testigo en la boda de mis padres. “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, dice el documento. Es un dato simpático y muy conmovedor, porque mi papá siempre lo quiso mucho. Aunque tenían prácticamente la misma edad, mi padre y los otros integrantes de Taller siempre reconocieron la dirección intelectual de Octavio Paz en las empresas editoriales y literarias. Ya en la madurez, cuando ambos eran poetas reconocidos, se empezó a insinuar que eran enemigos poéticos puesto que tenían distintas actitudes políticas. Esto es absurdo, su poesía se parece muchísimo. Las diferencias poéticas existen porque son obras originales, pero el origen común (la herencia inmediata de las vanguardias en los años treinta, la atención a la poesía de Juan Ramón Jiménez y de Pablo Neruda) es muy fácil de documentar. Las diferencias políticas están a la vista: Octavio Paz rompió muy pronto con el estalinismo y sin embargo el mismo Paz aclaró, en su recuerdo de Huerta, que la política los había separado pero que la poesía siempre los mantuvo unidos. Es una de las expresiones más hermosas que he leído sobre esta relación. Y la prueba es que en una lectura pública que hicieron varios poetas en el Palacio de Minería, un grupo de muchachos antipacianos, los ahora famosos infrarrealistas, quisieron interrumpir la lectura de Octavio Paz y quien se levantó a callarlos fue Efraín Huerta.
Efraín había sido operado de la garganta y no podía hablar. El signo para callar a los infrarrealistas fue abrazar a Octavio.
Octavio Paz pudo leer sus poemas porque, por decirlo de algún modo, Efraín estaba protegido de los infrarrealistas. Efraín Huerta, a su vez, “protegió” a Paz de esos muchachos, haciéndolos callar con gestos muy enérgicos; luego, Paz y mi padre se dieron un abrazo. Ignoro si los infrarrealistas entendieron lo que estaba pasando ahí, ojalá lo hayan entendido porque estaban frente a dos amigos, frente a dos camaradas poéticos; lo que no borra las diferencias políticas, por supuesto. Este mito del distanciamiento entre Efraín y Octavio fue reforzado por la aparición de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, donde hay claras insinuaciones de que había una enemistad poética entre ellos, fruto de las diferencias políticas. No sé si Bolaño documentó sus ocurrencias novelísticas y, aunque a mí me gusta mucho la novela, debo aclarar que esto que insinúa no es verdad.
Respecto al trato que Efraín tenía con otros escritores, ¿no es un poco gracioso que las bibliotecas de Huerta y Novo estén juntas en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”?
Volviendo a los libros, me gustaría que hablaras un poco de ese Efraín de los años sesenta que se vuelve de alguna manera el poeta de la ciudad de México. ¿Cómo se gestó esa poética?
¿Cuál sería la génesis de Amor, patria mía, uno de los pocos grandes poemas mexicanos (junto con algunos de Pellicer) en ese terreno tan difícil de la poesía cívica?
¿Qué piensas de los poemínimos?
Hay grandes teorías sobre los poemínimos. No sé si encuentres, por ejemplo, alguna relación con la antipoesía.
Supe que como parte de los festejos y conmemoraciones del centenario del nacimiento de Efraín Huerta se va a publicar una antología general. ¿Esta recopilación incluye algo de su prosa?
¿Qué se va a recuperar de la prosa de Efraín?
Finalmente, ¿cómo fue la relación con Efraín en sus últimos años, cuando tú ya escribías una poesía muy distinta de la suya?
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile