Fotografía: Flickr/Alan Chan

Pascale Casanova o la literatura mundial

En su estudio sobre la literatura mundial, Casanova planteó la reconciliación entre la historia y la literatura, repolitizó el canon y propuso una tregua en la lucha de los antiguos contra los modernos. Su muerte nos deja sin una voz indispensable en la crítica contemporánea.
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Hace falta mucha historia para producir un poco de literatura.

Henry James

Pocos son los libros decisivos en la historia de la crítica literaria moderna y el de Pascale Casanova (La República mundial de las Letras, 1999) es uno de ellos. Acaso, para mí, sea el más reciente en una serie de clásicos, a la vez íntimos y públicos, en la cual están Las grandes corrientes de la literatura del siglo XIX (Brandes), los de Lukács (El alma y las formas), los cuadernos de Paul Valéry y Sous l’invocation de saint Jérôme de Valery Larbaud (el guía espiritual de Casanova), los de Albert Thibaudet y André Suarès, Edmund Wilson (La herida y el arco), los de Cyril Connolly y Julien Benda y Dwight Macdonald, El lector común de Virginia Woolf, Pasolini como crítico, algún título de Steiner que ahora mismo no sabría elegir, Auerbach (obviamente), Hans Mayer y Walter Muschg (Historia maldita de la literatura e Historia trágica de la literatura), Cuadrivio de Paz, el Maupassant de Savinio, La angustia de las influencias (Harold Bloom), Fragmentos de un discurso amoroso (Barthes) y, para no extender más esta biblioteca personal de crítica literaria, la batería antiestructuralista de Merquior (y, paradójicamente, el Raymond Roussel del propio Foucault), La experiencia literaria de Reyes, y no pocos rusos como Bajtín y a la vez Jakobson, Ivanov, Chestov batallando contra Brandes: el alma ortodoxa contra el liberalismo cosmopolita. Religión versus razón, ingenuidad versus sentimentalismo, etc.

La muerte precoz de Pascale Casanova (1959-2018) pone fin a un dominio –como diría Larbaud– que habiendo nacido en el origen de la literatura francesa en 1549 (La défense et illustration de la langue française, de Joachim du Bellay) se extendió a toda la literatura mundial. Sirviéndose creativamente de la vaporosa sociología de Pierre Bourdieu (con quien se doctoró) y de su arsenal de campos y capitales, Casanova –previa escala en el Valéry más seco y analítico– refutó con elegancia a los Barthes y a los Blanchot, proponiendo reconciliar a la historia con la literatura (devolviéndole su prestigio a la desautorizada, por el posestructuralismo, “historia literaria”) y repolitizando el canon, empresa esta última de la cual, dicho sea de paso, deploro su conformismo frente a los llamados “estudios coloniales” que ella misma refuta en La República mundial de las Letras. De familia comunista, Casanova nunca quiso alejarse demasiado de la izquierda en la que creció.

Tengo poco espacio para reseñar un libro que le da sentido al viejo dicho de Goethe y su Weltliteratur, que va a dar hasta El manifiesto comunista y en el cual Casanova deja muy claro que una cosa es la world fiction, y sus sucedáneos comerciales nacidos tras El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco, y otra la literatura mundial, cuyos máximos exponentes fueron, para ella, Franz Kafka y Samuel Beckett, a quienes la profesora francesa, asentada en la Universidad de Duke, dedicó un par de libros. El primero, Beckett l’abstracteur. Anatomie d’une révolution littéraire (1997), y el segundo –uno de los últimos en una bibliografía interrumpida por una penosa enfermedad–, Kafka en colère (2011). Continúo con este obituario refiriéndome al corte que Casanova realizó con la tradición crítica hegemónica en Francia, precisamente en su primer libro, aquel dedicado a Beckett.

Casanova empieza por deslindarse de Maurice Blanchot. Beckett, dijo la entonces joven crítica francesa, nada tuvo de “indecible” porque la lectura blanchotiana, además de oscurantista y dizque mistérica, fue antihistórica y apolítica.

((Pascale Casanova, Beckett l’abstracteur. Anatomie d’une révolution littéraire, París, Seuil, 1997, p. 7.
 
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 No se trataba de volver a la banalidad biográfica que con tan mala fe Proust y sus lectores le atribuyeron a Sainte-Beuve, sino de indagar, aclara en Beckett l’abstracteur, en la manera como el joven Beckett, discípulo de un Joyce a quien Casanova equipara con Dante, se propone otra forma de “elocuencia vulgar”. Si con Ulises, y más aún con Finnegans wake, su maestro escapa al mismo tiempo del nacionalismo de Dublín y del imperialismo de Londres, inventando un nuevo tipo de lengua inglesa de uso novelesco, Beckett toma el camino inverso: el de decirlo todo con el vocabulario más preciso. Beckett, menos que nadie, quería liberar al texto del mundo. Se proponía un diálogo casi en silencio con la luz de una estrella muerta, me imagino, emanando desde el centro de la tierra.

Si Casanova se inició contra Blanchot y sus falsos misterios, en las últimas páginas de La República mundial de las Letras (que como en toda verdadera enciclopedia a veces el autor se ve obligado a escribir de oídas), la crítica confronta a Barthes: “En efecto, hace mucho tiempo que la teoría literaria ha renunciado a la historia pretendiendo que hay que escoger entre esos dos términos actualmente exclusivos –¿acaso no titula Roland Barthes ‘Historia o literatura’ un artículo dedicado a esa cuestión’?–, y que hacer historia literaria es renunciar al texto, es decir, a la literatura propiamente dicha. El autor como excepción y el texto como infinito inalcanzable han sido declarados consustanciales con la definición misma del texto literario, y han generado una exclusión, una expulsión, o por hablar el lenguaje de la sacralidad literaria, una excomunión definitiva de la historia, acusada de ser incapaz de elevarse alto en el cielo de las formas puras del arte literario.”

((Pascale Casanova, La República mundial de las Letras, traducción de Jaime Zulaika, Barcelona, Anagrama, 2001, pp. 447-448.
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Como historia literaria del siglo XX, La República mundial de las Letras es única y no solo por revertir la exclusión barthesiana. Enumera, siendo extraordinario su dominio de todas las literaturas y todas las épocas, pero también aísla pacientemente los problemas más acuciantes. Intento el resumen. Partiendo de Valéry y no del marxismo –cuya presencia en el análisis literario por algo omite Casanova de manera ostentosa–, habla de un mercado, de un crédito, de una bolsa de valores y de un valor literario que se ha ido extendiendo, globalización tras globalización, por todo el planeta. Canónica, Casanova defiende a los clásicos, como “el privilegio de las naciones literarias más antiguas” cuyo capital –compuesto de obras maestras– deja de ser nacional e histórico, expuesto a las mutaciones de lo universal.

((Ibid., p. 26.
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 Lo clásico encarna la legitimidad y quienes la usan con mayor autoridad son los grandes maestros políglotas, de Joachim du Bellay a Octavio Paz, los “agentes de cambio” cosmopolitas, quienes exportan de un espacio a otro el valor literario.

((Ibid., p. 37.
 
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 La historia comienza con el nacimiento de las lenguas vernáculas fundando literaturas nacionales, sigue con el abandono del latín para dar paso al dominio del francés y, tras 1789, culmina con Herder y la suma “pueblo + lengua = nación”. Desde entonces, para quienes recurren a ese nacionalismo romántico de origen alemán, las cosas no ha cambiado mucho.

En ese punto, maestra en el arte de exponer la excepción, Casanova excluye por completo a la literatura americana del dominio llamado poscolonial. Ya sea en inglés o en español, somos ese Extremo Occidente del que hablaba el venezolano Arturo Uslar Pietri (es ella quien lo cita, no yo). Nos constituimos (sea en Washington o en Lima) con la herencia de un capital literario europeo que podemos manipular pero solo hasta cierto punto: lo real maravilloso de Carpentier y su secuela, el realismo mágico, son y no son europeos. Extremos como los de Joyce o Mário de Andrade (Macunaíma, 1928) son raros y lo frecuente es que las naciones desprendidas de los imperios devoren (o fagociten) las lenguas imperiales.

De la lectura de Casanova se infiere que tuvo más éxito Rubén Darío (a veces como en el caso del nicaragüense “la aceleración temporal” importa más que la “innovación literaria”) introduciendo el galicismo mental en la prosodia castellana y creando nuestro modernismo, que Federico II de Prusia afrancesando del todo a su corte y hasta su reino.

((Ibid., p. 34 y 137.
 
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 Igualmente, con la excepción del hebreo (un experimento herderiano après la lettre, supongo yo), la invención o la recuperación de lenguas originarias suele ser un fracaso literario. La Liga Gaélica irlandesa nunca logró expulsar al inglés de la isla, antes al contrario obligó, con su nacionalismo lingüístico, a expulsar a Yeats, a Joyce y a Beckett obligándolos a buscar, en el esoterismo, en París o hasta en la lengua francesa, el sentido de su diferencia que otros –Nabokov al frente y antes de él, a medias, Strindberg– resolvieron cambiando de lengua o arreglándoselas artesanalmente como Gombrowicz.

((Ibid., pp. 52 y 193.
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Yo creo que –por las mismas razones que volvieron una misión imposible la sustitución en Irlanda del inglés por el gaélico debido a la complejidad administrativa, ortográfica, literaria y gramatical– es improbable que las muchas lenguas indígenas de origen mesoamericano, reactivadas políticamente, alcancen un lugar prominente en la literatura mundial contemporánea. Lo saben los numerosos escritores africanos de fines del siglo pasado examinados por Casanova y aquellos canadienses que se quejan de que “si hablásemos hurón e iroqués atraeríamos alguna atención”, pero tienen que competir con la desventaja de escribir, como autores de segunda, en francés o en inglés.

((Ibid., p. 209.
))

El recurso de la lengua nativa y minoritaria es una rebeldía que solo trasciende cuando se “invierte”, capitalizándose, en la traducción al inglés o al francés. Persistir escribiendo en lenguas sin lectores en lares casi analfabetas es condenarse a no ser leído o a alimentar la nómina (y los delirios) de algunos pocos antropólogos extranjeros. Lenguas francas, lenguas nacionales, lenguas extintas: no otra es la historia de la literatura mundial porque casi toda “literatura popular” caduca políticamente. A cambio, por razones vernáculas primero y experimentales después –como lo supieron Quevedo, Mark Twain, Andrade, Céline, Gertrude Stein, el primer Borges y Joyce–, abrir la escritura a la oralidad, a la lengua de la calle, es una conquista definitiva, no solo para la novela sino también para el teatro.

((Ibid., p. 297.
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Aquellos escritores que venden mucho en sus países (Casanova es negligente en cuanto a la poesía pues capital e inversión son ajenos a la ecuación propuesta por el poeta Valéry) pero no viajan al extranjero pasan sin pena ni gloria. Y no por sus “temáticas” pues Faulkner y Rulfo, agregamos, fueron tenidos, tras sus primeras traducciones, por autores “campesinos” hasta que se descubrió –en relación al autor de Mientras yo agonizo fue Larbaud quien le atinó–

((Ibid., p. 177.
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 que aquella aldea era universal, fuese Yoknapatawpha, Comala o la Región de Juan Benet.

Los grandes escritores, asegura Casanova en La República mundial de las Letras, ocupan dos posiciones distintas y a veces contradictorias, por su lugar en el espacio literario nacional y, después, en el internacional. Es la traducción (Casanova le dedicó al problema su último libro, La langue mondiale. Traduction et domination, 2015) el instrumento de esa duplicidad. Si el inglés es la lengua franca del planeta por algo será que Estados Unidos e Inglaterra son los países donde se traduce menos. Por ello, los escritores inmigrantes, en Nueva York o Londres, frecuentemente se obligan a dar el salto al inglés. Pero no todos son Nabokov. Aquí agregaría yo un caso triste: cuando Kundera cambia del checo al francés empobrece su sintaxis y se convierte en un escritor muy menor al Kundera que fue. Pudo más la violencia sufrida por quien se expresa en una lengua minoritaria –aunque a él no le hubieran faltado los traductores más competentes– que el orgullo de la dificultad. Y entre más pequeña es una comunidad de lectores, más traduce. Pero el mismo Kundera dice que las pequeñas naciones, tan parecidas a las grandes familias, deben ser abandonadas con rapidez por los escritores. El espacio colombiano, afirma Casanova sin dar mayores explicaciones, se tornó inhabitable dada la incompatibilidad estética de Mutis y García Márquez, tan amigos.

((Ibid., pp. 251 y 276.
 
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En cambio, Italia, antes de ser Italia, es otra excepción al herderianismo romántico y nacionalista: acaso por haber alcanzado la gloria mucho antes de la instalación de los Estados nacionales, le bastó con las ciudades-estado para levantar una lengua universal –la de Dante, Boccaccio y Petrarca– sin necesidad de guarecerse en una nación. El español, finalmente postrado por razones políticas, religiosas y comerciales después de los siglos de oro, fue salvado por su periferia. No era suficiente el prestigio de la generación del 27 para reanimarlo. España necesitó de su literatura “indiana” para no quedarse recluida como la lengua de un pequeño país europeo. A Suiza –la de Walser y Ramuz, cuya bipolaridad le apasiona a Casanova– su condición de puesto de frontera le permitió una literatura, en alemán y en francés, que no es precisamente la de Goethe o la de Voltaire, quien por cierto “inventó” la eternidad del clasicismo, misma que hizo del rumano Cioran un clásico del siglo XX.

La República mundial de las Letras está escrita a favor de la vivacidad de los clásicos y contra la inmovilidad clasicista, en un libro donde pleitean París (“el capital literario francés tiene como rasgo particular que es también patrimonio universal”, lo cual explica que en una época pobretona para esa literatura sea una filosofía, más bien literaria y de origen francés, la dominante en el campus estadounidense)

((Ibid., pp. 121 y 219.
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 y Londres por la supremacía en esa extraña república y en donde se nos explica cómo ambas literaturas se crearon oponiéndose. De igual forma, el lugar de cada escritor en el espacio literario puede depender de una situación política, brutal y pasajera, como la ocupación alemana de 1940: obviamente le fue más fácil a los jóvenes escritores apolíticos entrar a la Resistencia que a los viejos conservadores.

((Ibid., p. 255.
 
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Al fijar un “meridiano de Greenwich literario”, Pascale Casanova logró explicarnos por qué la literatura es mundial y cómo funciona. Habla del Premio Nobel y de los editores, legitimadores y comerciantes, de la sustitución de los antiguos lectores editoriales por gerentes codiciosos, pero no puedo detenerme en ello. Me basta con respaldar su afirmación de que es imposible ser moderno –es decir, contemporáneo de todos los hombres– ignorando que “hay que ser antiguo para tener alguna posibilidad de ser moderno o de decretar la modernidad”.

((Ibid., p. 125.
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 Lo cual supone, en mi opinión, una tregua a la batalla entre los antiguos y los modernos, por lo menos como estaba planteada al comenzar el nuevo siglo. Países como México y Grecia, viejos y nuevos a la vez, siempre tienen a la mano una “antigüedad moderna” para disponer de ella a placer. Paradójicamente, esa “lucha por la antigüedad”

((Pascale Casanova, “La guerre de l’ancienneté” en P. Casanova (coordinadora), Des littératures combatives. L’internationale des nationalismes littéraires, París, Raisons d’Agir, 2011, pp. 9-31.
 
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 justifica que a los posmodernos (Casanova no usa esa expresión) les parezca que “la acusación de plagio solo es posible y ‘creíble’ en un universo literario” ajeno a las revoluciones estéticas del siglo XX.

((Pascale Casanova, La república mundial de las Letras, op. cit., p. 156.
 
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Particular emoción le producía a Casanova ver a los autores de las pequeñas (que no menores, como lo malentendieron Deleuze y Guattari) literaturas en su lucha por entrar a la literatura mundial. Cita a Enrique Gómez Carrillo, el guatemalteco de París, llorando porque sus cientos de libros no le permitirían nunca (y así fue) escapar de la cárcel del español.

((Ibid., p. 242.
 
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 Por ello dedicó Kafka en colère a un autor que murió sin saber que a partir de 1945 el siglo XX sería el suyo. Como con Beckett, Casanova rechaza todo intento de darle al escritor checo en lengua alemana una estatura metafísica ajena a la vida intelectual judía que llevó en Praga, dividida durante la Gran Guerra, para decirlo muy en general, entre los liberales asimilacionistas, los sionistas hebraizantes y los socialistas románticos, como el autor de El proceso, que reencontraban su patria no en Palestina, sino en el yiddish.

Kafka descubrió esa lengua a través del teatro popular y la amó sin dominarla nunca, al grado que Casanova se permite exagerar y decir que el alemán kafkiano es un yiddish imaginario. Kafka siempre se sintió extranjero en su lengua e hizo lo contrario que un conservador como Naipaul, quien se asimiló hasta el absurdo. Hiperpolítica y siguiendo las intuiciones de Hannah Arendt, Casanova ve en toda la obra de Kafka una alegoría del sufrimiento judío aunque no una anticipación del Holocausto, como han creído algunos más aventurados que ella. Encuentra una descripción magistral de la desproporción entre la fuerza y la inocencia,

(( Pascale Casanova, Kafka en colère, París, Seuil, 2011, p. 461.
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 asunto que habría interesado a Simone Weil, según creo. No me convenció del todo Kafka en colère y sin embargo, más allá del soberbio y detallado panorama de La República mundial de las Letras, el preciso, infatigable y apasionado amor de Pascale Casanova por Kafka me hace lamentar la muerte de una persona que no conocí, además de la extinción de una capacidad como la suya para amar no solo a un autor sino a todas las literaturas. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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