Monólogos misántropos

El nuevo libro de Ottessa Moshfegh, 'La muerte en sus manos', como thriller es insípido; como sátira sobre escribir ficción, fofa; como exploración de la soledad en la vejez, facilona.
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Ottessa Moshfegh

La muerte en sus manos

Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra

Madrid, Alfaguara, 2021, 224 pp.

Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) tiene mucha mala baba y un magnetismo envidiable para los arranques: “Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Ese es su cadáver”, dice una nota manuscrita, abandonada en mitad del campo. Así comienza su nueva novela, La muerte en sus manos, un comienzo-cebo colocado ahí para que usted pique. Y pica, claro, no sabemos hacer otra cosa con los misterios. Picamos incluso sospechando que el papelito nos miente y el crimen jamás tendrá resolución, atufados por el aroma de que será esta una historia en la que el muerto acabe importando más bien poco. Un post-noir, lo llaman.

Y sí, lo es. La nota la encuentra Vesta Gul, una mujer de más de setenta años recién enviudada. Un personaje 100% Moshfegh: sin amigos, voluntariamente aislada, no demasiado cabal y con ese “algo” atormentador en su pasado. Su querencia por las mujeres hastiadas prosigue. Así era también la protagonista de su novela previa, la aclamada Mi año de descanso y relajación, y de manera menos obvia, también la de Mi nombre era Eileen, el debut de la escritora estadounidense con el que fue nominada al Man Booker Prize.

Pero todo lo que deslumbró de aquellas –su causticidad, una ironía cruel pero culpablemente divertida– no comparece en La muerte en sus manos. Moshfegh conserva la mala baba a la hora de plantear los cimientos de la historia, pero ni rastro de la afilada adicción que conseguía con los relatos anteriores. Algo especialmente problemático cuando el principal pretexto narrativo es detectivesco.

Como el lector, Vesta no sabe quién es Magda, no encuentra cadáver alguno pero se siente intrigada por el hallazgo. Empieza a fabular, a obsesionarse con el desafío hasta acabar ficcionándolo como una miss Marple más turuleca y menos ácida. Tampoco tiene nada mejor que hacer. Vive en el Maine de Stephen King con su perro Charlie, su huerto, sus paseos entre abedules y sus bagels fríos para desayunar. Merece aplauso la elección de una anciana sin carisma como protagonista, por lo arriesgado. Aun respetando (y admirando) que Moshfegh no haga el más mínimo esfuerzo porque Vesta caiga bien, esa falta de ímpetu nos empuja a un lugar del que no se vuelve: nos acaba importando tan poco la viva como la muerta. Vesta monologa, fabula, teje y desteje el misterio de la nota, y para cuando nos permite asomarnos a su vida anterior, hemos escupido ya el cebo, hartos de tanto masticar en círculos. La intención es que nos enmarañemos en la claustrofóbica trama de suspense que ella misma ha ideado, pero es soporífero seguirle el paso, incluso como espectador. Los narradores poco fiables son un arma de doble filo y casi seguro que existe un límite de páginas recomendable para explayarse sobre las cuquimonas que hace un perro y los detalles de su menú.

No obstante, hay destellos de brillantez conmovedora cuando Moshfegh permite a su protagonista dejarse llevar por instintos incómodos, o se sincera sobre su imparable decrepitud. Pellizca el pasaje en el que intenta darse un baño: “Era demasiado esfuerzo desvestirse, esperar a que se calentase el agua, enfrentarme a cómo era mi cuerpo ahora, tan pequeño, una cosita que tenía que mantener limpia, como fregar un solo plato que una usara constantemente.” Pero la flojera a la hora de construir al antagonista invisible (un marido difunto e insoportable) lastra no solo al relato sino a la propia Vesta, que se vuelve indulgente consigo misma.

La muerte en sus manos como thriller es insípido; como sátira sobre escribir ficción, fofa; como exploración de la soledad en la vejez, facilona. Se han dicho cosas muy campanudas sobre Moshfegh –en el New Yorker llegan a comparar su genialidad cruel con la de Henry James o Vladimir Nabokov– que este libro no debería desmentir, no necesariamente. Como relato podría haber sido portentoso. Hay algo ahí, nadando en el fondo de tanta reiteración y monólogo misántropo que es estimulante. No adictivo, pero sí perturbador y genuino. La propia autora ha presumido de haber escrito la novela del tirón, sin releer y sin saber a dónde se dirigía la historia de Magda y Vesta. Lo peor es que se nota. Lo mejor (o no) es que deja el regusto de que esa premisa misteriosa se podría haber encarrilado de algún modo. ¿Con una pizca de ese retorcido humor negro que envenenó las novelas anteriores? Puede ser. En cualquier caso, que la protagonista odie a la gente no debería implicar que la gente la odiase de vuelta. Que Ottessa Moshfegh tiene voz narrativa es un hecho. Que en esta ocasión la voz no es precisamente melódica, también. ~

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Bárbara Ayuso es periodista en Jot Down.


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