Nadie va al infierno

'Una chica es una cosa a medio hacer', de Eimear McBride, rebosa una suciedad cenagosa: no hay amor, el sexo solo hace daño y las familias son claustrofóbicas.
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Eimear McBride

Una chica es una cosa a medio hacer

Traducción de Rubén Martín Giráldez

Madrid, Impedimenta, 2020, 272 pp.

A veces los elogios les sientan regular a las novelas. Afirmar que es heredera de Joyce, de Beckett o de Woolf es tan cierto como desalentador, por grandilocuente. Todo eso se ha dicho –y más que se dirá– de la primera novela de Eimear McBride (Liverpool, 1976), Una chica es una cosa a medio hacer, a la que se ajustan perfectamente tanto el repertorio de premios logrados como el título de “clásico instantáneo”.

Alabarla es fácil, salir indemne de su lectura ya no tanto. Por eso conviene avisar: las primeras páginas parecen concebidas para expulsar lectores. Nos topamos con el relato en primera persona de la cría protagonista, en un lenguaje roto que fusila deliberadamente cualquier convención sintáctica o lingüística. Toda la novela está narrada en un borboteo desestructurado de palabras, un desafío estilístico seguramente responsable de que tardara en publicarse más de nueve años en Reino Unido. Cuando lo hizo fue un ciclón, porque no es un libro para andarse con tibiezas: puedes abandonarlo o dejar que te rompa.

La chica a medio hacer no tiene nombre, vive en Irlanda con su madre, fanática religiosa, y su hermano mayor, que padece un cáncer cerebral y a quien se dirige la narración. El resumen de su vida se le escurre a ella en un balbuceo: “No hay entrañable historia ninguna.” Ni siquiera en la infancia, cuando los hermanos son los parias del lugar. Él queda tocado con una cicatriz que lo desfigura y ambos sufren la asfixia de un hogar envenenado de rezos, violencia y un padre ausente. Temáticamente podría emparentarla con Edna O’Brien, pero el negror de McBride es más desolador porque no hace treguas, es deslumbrante en su sadismo. También en su exigencia: la novela le reclama todo (estómago, atención, aguante) al lector, y se lo reclama todo el rato.

Tras la infancia oscura y culposa, la enfermedad hace un paréntesis, aparece la pubertad. Y estalla el sexo, que la chica abraza con una fluidez suicida en busca de cualquier cosa menos placer. A la caza de cualquier clase de dolor. A través de una experiencia repugnante con su tío, el sexo se le revela como una herramienta de tortura, de venganza y castigo. Hacia ella y hacia los demás. “Qué bien no sentirse pura”, se maldice. “Lo sucio está hecho.” Una espiral que se desboca cuando abandona el pueblo y se muda a la ciudad, lejos del único afecto sin ensuciar que tiene, el de su hermano. Huye del dios enfermizo de su madre y se vuelca a conciencia en su propia degradación. Alcohol, desconocidos y golpes. “La respuesta a cada pregunta es Folla”, resume. Sus pensamientos, y la prosa, se tornan aún más biliosos y atropellados, como si las palabras no supieran con qué otras juntarse para escapar.

“Noto su cuerpo ahora como un peso submarino. Me arrastra. Quiero. Si pudiera estar muerta si pudieran cortarme partirme hundirme bajo algo sentir mi piel desgarrarse. Lo haría. Mejor. Tiene que ser mejor. Tengo que estar aquí. Debería saberlo. Y lo que hay tengo que hacer. Vivir. Es algo. En alguna parte. Este hombre. Quiero. Algo. Me tiro de un precipicio. Me arrastra de espaldas he de. Hago tan mal. Pero. Da lo mismo. Sigue puedes seguir.”

Cuando vuelve al pueblo por el recrudecimiento de la enfermedad del hermano, ya no es una chica sin rumbo. Es una joven hecha de colapsos físicos y morales, de autolesión depravada. Los sucesos que se producen en el último tercio son, sin duda, los pasajes más extenuantes del libro. Eclosiona todo lo que ha estado palpitando en las frases atropelladas –aunque a este punto el lenguaje ya ha hecho su magia y resultan retorcidamente naturales– para convertir el último tramo en una suerte de Dogville irlandés que amaga con colapsarte emocionalmente. Cuesta soportarlo, pero compensa. Escondida en el desenlace hay una belleza tan macabra que te hace darte cuenta de las páginas que llevabas sin respirar, ahogándote. “Todo en mi vida es confusión y todo está perfecto”, monologa la chica, en algún punto. Así se queda el ánimo tras acabar, devastado, pero en su sitio. “La cabeza no se queda igual después de un libro como este”, resume su traductor, Rubén Martín Giráldez. No es un libro del que puedas librarte fácilmente. Resulta que no solo de Sally Rooney viven las letras irlandesas.

Al hilo de su siguiente novela (que se publicará en España en 2021), Eimear McBride ha reconocido que “es más fácil escribir sobre el dolor, porque es más limpio”. Quizá sea verdad. Una chica es una cosa a medio hacer rebosa una suciedad cenagosa: no hay amor, el sexo solo hace daño y las familias son claustrofóbicas. Y aun así, emerge de ella una conclusión que se parece mucho a la esperanza: al final, nadie va al infierno. ~

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Bárbara Ayuso es periodista en Jot Down.


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