Llegué a la Costa Chica de Guerrero a principios de 2013 para presenciar un nuevo capítulo de la prolongada lucha contra el crimen organizado en México: la aparición de un movimiento de vigilantes ciudadanos de comunidades agrícolas indígenas, alzados en armas contra cárteles del narcotráfico.
Las numerosas paradojas de las autodefensas son las que hacen que esta historia sea tan compleja desde una perspectiva periodística: es problemático contrarrestar violencia con más violencia a los márgenes del Estado y, como sucedió en Colombia, existe la posibilidad de que el movimiento se convierta en una organización paramilitar, o en algo peor. Cuando la misión inicial de limpiar al pueblo concluya podríamos estar viendo el nacimiento de un nuevo cártel.
En cada uno de mis viajes a Guerrero –comisionado para hacer fotorreportajes y videos para la prensa anglosajona– llevé una sábana blanca en la cajuela del auto. Los grupos de autodefensas, desperdigados a lo largo de las carreteras en retenes improvisados, recibían a la prensa con la ineludible tensión de quien porta armas pero con cierta apertura. Colgaba la sábana de un árbol o la pegaba a la pared más cercana y les pedía a los miembros que posaran para un retrato. Aunque muchos de ellos llevaban máscaras, en numerosos casos no querían ser fotografiados: estas personas, dispuestas a pelear por lo que creen justo, tienen miedo de las represalias. Cuando regresé a Guerrero llevé conmigo las impresiones de sus retratos y muy pronto todos querían una foto para colgar en sus casas.
Retratar a los miembros de las autodefensas guerrerenses con una técnica fotográfica del siglo XIX–el ambrotipo fue patentado en 1854– tenía una intención: fotografiar a estos rebeldes modernos con un proceso antiguo evocaba el espíritu de las imágenes de la Revolución mexicana, otro movimiento civil armado.
La idea fue de la galería Grafika La Estampa, experta en fotografías antiguas mexicanas, en cuyo taller hicimos algunas pruebas: el resultado final tenía una calidad extraña y atractiva y pensamos que ahora podría sortear la distancia de las fotografías de la Revolución y acercarme a los vigilantes que pelean a su modo una nueva batalla. Ahora retrataría a estos “nuevos revolucionarios” en la proximidad.
Las máscaras de los vigilantes son, a mi juicio, el principal símbolo del movimiento. El hecho de que sean tan primitivas y al mismo tiempo tan expresivas dice mucho de Guerrero y de las comunidades que recorrí con mi cámara. Llegué a reconocer a muchos de los vigilantes por sus máscaras y por las armas que cargaban. No había otra manera de identificarlos. Un día retraté a un anciano con un rifle pequeño pintado de rojo. Era un personaje muy amable, probablemente de más de setenta años. Al día siguiente, mientras hacía otros retratos, vi el mismo rifle rojo y la misma máscara, pero esta vez en una persona joven. Era su hijo. Estaban patrullando por turnos para tener tiempo de trabajar en sus tierras. Entendí entonces lo conectadas que están estas pequeñas comunidades y los alarmantes niveles a los que habían llegado la extorsión y el secuestro para que estas personas abandonaran el trabajo, cubrieran sus rostros y tomaran las armas.
La pobreza, la corrupción y la violencia –que conviven con naturalidad en este estado– son una mezcla volátil: desde las autodefensas a las huelgas de maestros en 2012, los problemas al interior han ocasionado que el gobierno federal vuelva la mirada al sur.
Lo único que podemos hacer es esperar a ver qué sucede. ~
(Dublín, Irlanda, 1979) es fotógrafo y cineasta. Sus fotografías han aparecido en medios como The New York Times y The Observer. Colony, es su documental más reciente.