Fotografía: Zaruhy Sangochian

Gajes del oficio

Estampas de una conversación con Enrique Metinides, decano de la fotografía de nota roja.
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Está de guardia en la Cruz Roja cuando avisan del derrumbe de un edificio, por Vallejo. Un montón de muertos, “un bonche de catorces” dicen los socorristas. Se trepa a la ambulancia con ellos; el chofer y dos paramédicos más se apretujan en la cabina. El vehículo vuela por Insurgentes; rebasa a otras unidades que acuden al auxilio. La llovizna se convierte en lluvia y, allá por el rumbo de La Raza, el chofer pierde el control. Un quiebre los salva de impactarse contra los postes del hospital pero derriba a la ambulancia, la hace dar maromas sobre el asfalto hasta acabar de lado, como una bestia abatida a mitad de la calzada.

La gente en la calle lanza gritos cuando ve el humo y, después, cuando un hombre logra escapar por la ventanilla. Tiene sangre en un brazo y la cara cubierta de polvo. Para el asombro de los curiosos, el hombre se lleva algo a los ojos. Es una cámara. Se aleja unos pasos del humo y comienza a tomar fotos de la ambulancia, de la multitud estupefacta, de los paramédicos que comienzan a arrastrarse por los vidrios rotos. Toma fotos hasta que la herida del brazo ya no puede esperar la sutura; otra ambulancia que ha llegado al accidente lo socorre. La herida le dejará una raja honda cuya huella perdurará aún en vísperas de su octogésimo cumpleaños.

Del periódico mandan a un empleado a buscarlo al hospital; se lleva su cámara para revelar el rollo. Al día siguiente, el accidente aparece en la primera plana del tabloide: una imagen de la ambulancia volcada junto a los paramédicos aturdidos. “Gajes del oficio” dice el “balazo”, y debajo: “Fotografías de Enrique Metinides.

2

Enrique Metinides me abrió la puerta de su casa. En la penumbra, mi primera impresión fue que el lugar era distinto al que yo había visto en los videos, los documentales dedicados al mismo hombrecillo nervioso, de cabello ralo, que hacía aspavientos para que entrara al departamento.

Todo parecía más pequeño de lo que suponía, como comprimido; incluso el propio Metinides. Cuando pasamos a la sala admiré la delicadeza de sus pies de niño. La sensación de pequeñez se desvaneció ante el televisor de metro y medio que se alza en la sala como un monolito hecho de ónice.

Estaba ya advertida de la obsesión coleccionista de Metinides y no me decepcionó la decoración de estas habitaciones. La única superficie libre de objetos eran los sillones en los que nos habíamos sentado. El resto –la mesita del centro, los libreros, las paredes, la repisa de la chimenea falsa– estaba cubierto de objetos diversos y coloridos emplazados en escandaloso orden: pequeñas estatuas de porcelana y resina, jarrones, racimos de flores artificiales, “virgencitas”, constelaciones de fotos de los nietos sonrientes, y ranas, cientos de figurillas verdes que llenaban por completo una vitrina y se desparramaban sobre el suelo hasta cubrir un buen tercio de la habitación. Un reloj con los números al revés (diseñado para verse contra un espejo) latía sobre mi cabeza.

–¿Y de qué quiere usted que platiquemos? –me dijo al fin el fotógrafo, con la voz atiplada por un acento chilango añejado a lo largo de toda una vida.

No quise confesarle que pasé un año leyendo todo lo que se había escrito sobre él desde el año 2000, cuando su fama como “artista del desastre” trascendió el estrecho círculo de reporteros policiacos y alcanzó el circuito del arte moderno. Con obras suyas cotizando en el mercado internacional y exposiciones en Estados Unidos y Europa, Enrique Metinides es hoy una leyenda viviente. ¿O podríamos decir otra cosa de un fotógrafo que inició su carrera antes de terminar la primaria, y que a los doce despertaba la envidia de los demás fotógrafos policiacos por la cantidad de primeras planas que se llevaba? ¿Y qué decir del hecho de haber inventado las claves radiales de la Cruz Roja, institución que fue su base de operaciones por varias décadas y cuya sala de prensa hoy ostenta una placa con su nombre? ¿Y qué de esos rasgos que hacen de Metinides la delicia de un novelista con gusto por lo negro: aquella pasión por la acumulación de objetos, aquel don para predecir la caída de aviones, la aerofobia que lo aqueja de niño y que le impide viajar para recibir honores en otros países?

Uno pensaría que un currículum semejante basta y sobra para encontrarle a Metinides un lugar en la historia del periodismo mexicano, pero luego uno ve su trabajo y se convence de que está frente a la obra de un fenómeno: miles y miles de negativos tomados a lo largo de más de cuarenta años de labor periodística y en los que aparece –con una belleza formal que sorprende, conmueve y lastima– el resultado de todo tipo de hecatombes, con excepción de “el choque de dos submarinos”.1

Y pensar que todo comenzó con un niño al que su padre le regaló una cámara. Esa es la historia que Metinides empezó a contarme esa tarde: de cómo se inició en la foto capturando imágenes de la Alameda y el puente de Nonoalco, para pronto pasar a coleccionar fotografías de autos chocados (los vecinos de San Cosme lo mandaban llamar cuando escuchaban un nuevo “guamazo”). De cuando el fotógrafo Antonio “el Indio” Velázquez, de La Prensa, lo descubre a los once años y lo adopta como aprendiz: en su compañía el imberbe Metinides conocería el interior de la prisión de Lecumberri, los separos de la Procuraduría y el anfiteatro del Hospital Juárez. Grandes historias, por supuesto, pero las mismas que los periodistas repiten todo el tiempo tras entrevistas apresuradas y consultas a la Wikipedia. Lo escuché mientras dejaba que mis ojos vagaran por la profusión barroca de sus paredes, por mi propio reflejo sobre la pantalla del monolito moderno. En los costados de aquel televisor se alzaban torres de películas apiladas. Metinides ya estaba en la parte del cine. Me contó que le encantaba ir a ver películas de gánsteres al cine Teresa, al Ópera y al Ideal, y que le gustaban tanto las escenas de accidentes y balaceras que alguna vez metió la cámara a la sala y trató de fotografiar un incendio en la pantalla, con resultados decepcionantes.

–Mire, de estas son las que veía.

Se incorpora con rapidez y busca en la pila una caja: es una colección de películas de la Warner. Alcanzo a ver algunos de los títulos: The public enemy, Little Caesar, Angels with dirty faces.

–Justo ahorita, antes de que llegara, las estaba viendo.

–Yo pensé que le gustaban las de detectives, por aquello de la estética noir

Metinides me mira como si le hablara en chino.

–No, no, del tipo Al Capone, esas eran las que yo veía de niño. Las he visto todas. Pero, le cuento, una cosa muy chistosa que me ha pasado, yo que las conozco todas –baja la voz y asume un tono confidencial–: ya me di cuenta de que el narcotráfico trabaja con las ideas de ellos.

–¿De Al Capone?

–Claaaaro. Mire, por ejemplo, hay una película, creo que es esta… –repasa las carátulas entre sus manos pecosas–. O no, creo que esta… –no alcanzo a ver a cuál se refiere–. Bueno, el caso es que llega un tipo a Chicago, viene de Italia, y alquila un local en un edificio para convertirlo en una tienda de vinos. Es la noche anterior a la inauguración y él está ahí, haciendo los preparativos. Y llegan a verlo tres tipos mandados por Al Capone, de esos con sombrero y traje tipo… –titubea– ¡tipo hampón!, ese es el nombre.

Metinides dejó en paz las películas y se puso de pie.

–Y llegan los hampones y le dicen: “Ah, ¿usted es el dueño de aquí?” –Metinides saca el labio inferior, metido en el papel de villano–. “Fíjese que nos tienes que dar quinientos dólares a la semana”, le dicen estos. “¿Pero por qué o qué?” –ahora la cara es la del propietario indignado–. “Pues para que no te pase nada ni a ti ni a tu negocio…”

–Los narcos hacen lo mismo, es cierto.

–¡Clarooooo! ¡Pues se lo copiaron los narcos a estooos!… Bueno, pero ¿qué cree que le hacen al propietario? “No les voy a dar nada”, les dijo a los hampones, los mandó al diablo.

–Y empezó la guerra.

–No, ¿cuál guerra? Los cuates estos se fueron y luego regresaron con más. El dueño estaba adentro arreglando, pues al otro día inauguraba, y de pronto llega un tipo con una petaca, un velicito –le da forma a la maleta imaginaria con las manos–, y se baja del coche –Metinides se pone en pie, en la mano derecha lleva el veliz invisible–, y entra así: uno, dos, tres, cuatro, cinco… –avanza a zancadas, con ese cuerpo de muchacho marchito, hasta las ranas. Luego se agacha– pone la maletita en la puerta del negocio y seis, siete, ocho, nueve… –Metinides regresa al sofá– y ¡buuuuum!

Su grito me sobresalta.

–¡Era una bombaaa, que lo mata y destruye el local y el edificio! Dígame si los narcos no hacen eso ahora.

–Claro. Pero, bueno, usted también agarró ideas de las películas, ¿no?

–A mí lo que me llamó mucho la atención desde chamaco, y esas han sido mis fotografías más reconocidas, era que cuando se juntó toda la gente a ver el incendio de la bomba, a la gente que está ahí viendo se le ilumina la cara y las ropas por las llamas, así en blanco y negro. La película no filma el fuego, en esos años los efectos eran medio chuscos; filma a los que están viendo el incendio, a los que yo bauticé como “los mirones”. Como me llamó mucho la atención esa escena, lo que yo hice, ya cuando era reportero, era tomar a los mirones que están viendo todo, tanto el choque, como el incendio, como el crimen. Eso todo el mundo me lo ha querido copiar. Todos los periódicos me copian porque los directores, que todos me conocen, los mandan a hacer el tipo de fotos que yo hacía.

–Bueno, usted es un modelo a seguir –le dije–. En mi tesis…

–La tesis de todas las escuelas de periodismo y de fotografía es conmigo –murmura, socarrón–. La tesis soy yo.

3

Metinides tiene la impresión de haber pasado la mitad de su vida saltando de ambulancia en ambulancia. Llegó a la Cruz Roja alrededor de 1948, con catorce años. Todo el mundo lo apodaba “el Niño”: los socorristas, los comandantes, los bomberos, los policías. Y después –ya instalado como “fotógrafo estrella” de La Prensa– también lo hacían los jefes de los cuerpos de seguridad, los mandamases de la Policía de Caminos, de la Procuraduría de Justicia, del Servicio Secreto. A todos ellos Metinides los tuteaba: había empezado tan joven que conocía a “los picudos” desde que eran mandaderos.

Cuando la Cruz Roja se muda de la colonia Roma a Polanco, alrededor de 1968, la vida de Metinides ya era la nota roja. La separación de su mujer y sus hijas estaba a la vuelta de la esquina. Hacía quince turnos dobles al mes, sin importar si estaba enfermo o herido. Incluso en días de asueto, si sucedía un crimen o un incendio de importancia, lo iban a buscar en ambulancia y lo despertaban con la sirena para que saliera. Pero le encantaba. Llegó al punto en que la gente comenzó a creer que poseía el don de la ubicuidad: ante el asombro de los reporteros, se presentaba en el periódico con fotografías de accidentes de los que ellos se habían enterado demasiado tarde. Metinides cubría la ciudad de México pero no era raro que llegara hasta Chalco, Texcoco, Cuautla, Pachuca o Puebla si el desastre lo ameritaba. Llegaba a bordo de una ambulancia (o de patrullas y carros de bomberos) y tomaba las fotos. Cuando se le acababa el rollo ayudaba a socorrer a los heridos.

A algunos de ellos llegó a salvarles la vida. Recuerda, por ejemplo, a un hombre al que fueron a recoger por los rumbos de San Antonio Abad. Le habían asestado numerosas puñaladas en la espalda. Metinides tomó las fotos y ayudó a meter al hombre en la ambulancia. El chofer pegó la carrera al hospital; el otro socorrista hablaba por el radio de la cabina. Metinides, atrás con el paciente, nada más veía cómo el hombre se desangraba sobre la camilla y boqueaba como si se asfixiara. Metinides podía escuchar un gorgoteo; el hombre se estaba ahogando con su propia sangre. Recordó lo aprendido en el curso de socorrista que tomó y alzó al hombre. Como pesaba mucho se le ocurrió que podía mantenerlo sentado contra su propia espalda. Así llegaron al hospital y así los metieron a la sala de urgencias: los dos sobre la camilla, espalda con espalda. Solo hasta que se llevaron al paciente pudo Metinides levantarse. Estaba calado en sangre. Tuvo que tirar el traje a la basura. Las manchas no salieron con nada.

–Si no le haces así, se te muere –le dijo después el médico–. Le salvaste la vida.

Para Metinides es más fácil llevar la cuenta de los que ha salvado (tres), que de los que ha visto morir o de los que ya eran cadáveres cuando llegaba al lugar de los hechos. Pero estima que, si pusieran los cuerpos uno encima del otro, todos los cadáveres que ha visto en su vida formarían una pila tan alta como el Popo.

4

Descubrí que a Metinides le da gusto la fama. Que le complace que en sus presentaciones se formen largas colas de gente que busca su autógrafo. Colecciona todo lo que se publica sobre él (y seguro ahora mismo hojea este perfil): aquella tarde, de baúles repartidos por toda la casa surgieron de pronto pilas de revistas y periódicos, libros y álbumes de recortes que publicaban entrevistas con él, o algunas fotos. Me mostró apresuradamente un catálogo del Museo de Arte Contemporáneo, un TvNotas de octubre de 2012 donde publicaron varias de sus fotos, una copia de su último libro –101 tragedias de Enrique Metinides (Blume, 2012)– y el catálogo de su exposición en The Photographer’s Gallery de Londres (2003), con la célebre imagen de las ruinas del Hotel Regis en la portada. Alcanzo a ver también un The New York Times, un Milenio, un El Nuevo Alarma!

–Mire –dice–. Mire esta –levanta una gruesa revista de modas, Stiletto–. Es que me mandaron a decir de Francia, una de las fábricas de los mejores zapatos, de los más caros, que sabían de mí y que me iban a pagar si le tomaba fotos a unos zapatos como se me diera la gana. Y mire qué fotos les tomé…

Me mostró la imagen de una zapatilla Louboutin de colores metálicos y con un tacón estúpidamente agudo, recostada sobre lo que parece un viejo periódico. El encabezado de este anuncia: “Industrial muerto de brutales golpes.” Debajo, hay dos imágenes: la foto-carnet de un hombre (seguramente el tal industrial muerto de brutales golpes, pero en vida) y el close up del arma homicida, una zapatilla con un tacón más bien modesto.

–Y la que más me gustó no la publicaron: eran unos bomberos que están echando agua a un incendio y yo puse el zapato, y en la foto parece que están apagando al zapato.

He visto esta técnica antes. Entre las últimas producciones de Metinides se encuentra la serie Juguetes, en donde el fotógrafo utiliza su archivo de imágenes impresas y su colección de figurillas de plástico para crear dioramas que luego fotografía. Estas imágenes, sin embargo, no han sido tan bien recibidas por la crítica como aquellas realizadas en un contexto periodístico. El fotógrafo y escritor Jesse Lerner, en su reseña para Los Angeles Review of Books,2 dijo que la serie no era más que una autoparodia, una broma oscura y carente de humanidad que los agentes y editores de Metinides debieron haber impedido.3

5

Hasta en la guardia de la Procuraduría de la ciudad de México hay días aburridos. Los reporteros esperan la llamada de socorro que les dará la nota del día, pero hay días en que esta no llega.

–Pues aunque sea vamos a ver pasar a la gente a Niños Héroes –propone Metinides.

Algunos reporteros se marchan, otros lo siguen. Pasan los minutos. Ningún auto se digna a chocar frente a ellos, nada. Es la hora de la comida y la acera está llena de peatones. Una mujer bajita llama la atención de Metinides: lleva un suéter blanco y va calzada con lo que alguna vez fueron zapatos y ahora son simples fundas deformes de color polvo. La mujer va llorando, desconsolada, indiferente a la mirada de la multitud. Metinides la sigue unos metros. Frente al escaparate de una funeraria, la señora se desploma de rodillas y revienta en sollozos.

La gente la rodea. La mujer cuenta su historia a borbotones.

–Se soltó de la manita, mi niña, y se la llevó un camión.

No tenía más familia que aquella hija que ahora yacía sobre la plancha de cemento de la morgue del Hospital Regional, después de que un autobús la prensara bajo la banqueta. No tenía dinero para comprar la caja que los del forense le exigían para que se llevara el cuerpo. Ella y su hija vivían de la caridad de los vecinos, en una choza en la cuarta sección de Bosques de Aragón.

La gente que la escucha hace una colecta, pero las monedas no alcanzan para cubrir el precio del ataúd. El dueño de la funeraria aparece y se apiada; le regala a la mujer un cajón blanco, diminuto, con dulces frunces de satén sobre la tapa.

Metinides sigue a la mujer hasta el hospital. La ve entregar el ataúd; la ve recibirlo de vuelta, más pesado por la terrible carga. La ve alejarse con el cajón recargado a medias contra su cadera, la blusa empapada de lágrimas inagotables. Sabe que son doce kilómetros de Niños Héroes a Bosques de Aragón, y que la mujer lo hará a pie todo.

Metinides la ve alejarse desde una esquina. Ha decidido que ya no puede –ni quiere– seguirla.

6

Nos sentamos en el comedor a mirar álbumes. En ellos hay recortes de periódico, dibujos y fotos hechas por Metinides y tomadas a Metinides: saltando sobre el techo aplastado de un vagón de tren; tirado en el suelo frente a un atropellado; trepado sobre el tronco de un árbol para obtener la imagen en picada de una suicida que se ha colgado debajo. Huyendo, con el rostro contraído por lo que parece ser el miedo, de una gasolinera envuelta en llamas. Todas son fotos que los colegas reporteros le han regalado.

En estas fotos se me aparece un Metinides que no es el abuelo venerable que tengo enfrente, ni el niño vestido de traje que las crónicas siempre rescatan. El hombre de las fotos es más lleno y sus ojos están animados por una jovialidad oscura mientras posa en un laboratorio lleno de humo con un cigarrillo entre los dientes, o mostrando su lengua a la cámara, y hasta cuando reposa, rendido, con los pies sobre el escritorio. Metinides me muestra una foto en donde le da la mano a Díaz Ordaz, y luego otra en donde parece mirar con sorna al Negro Durazo (“Todos lo tutéabamos: ‘Oye, Negro’, así le hablaban los reporteros”). Me enseña fotos con agentes federales, con directores de Lecumberri, fotos con quien fuera su jefe en La Prensa (y se podría decir que hasta su bienhechor): Manuel Buendía.

–Por él, yo entré al periódico. No me contrató en seguida pero por lo menos me pagaba las fotos: me daba veinticinco pesos por primera plana y quince por interiores. Y a la hora de sacar la cuenta yo salía con más dinero que los que trabajaban de planta, porque le llenaba a Buendía el periódico… Yo lo vi cuando lo encontraron, fui el primero que reconoció su cuerpo. Me acuerdo que era duro, fuerte. Yo le llevaba todo lo que reporteaba para que escribiera la nota. Todos los policiacos le rendían cuentas… Un día, me acuerdo, se cayó un avión en Toluca. Le hablé desde allá –Metinides fingió que su mano era un teléfono–. “Oye, Buendía, fíjate que estoy acá en un accidente de avión y hay seis muertos.” “Vente rápido para acá –me dice–, pero ya, vente.” Total que me trajo la ambulancia hasta La Prensa, se reveló el rollo. Buendía escogió las fotos de portada, las de interiores. Su oficina estaba llena de periodistas. De repente se me queda viendo y me dice, enfrente de todos: “Oye, tú, por cierto: no me andes hablando de tú ni por teléfono. Soy el señor Manuel Buendía o señor director para ti. ¡Pos este!”

7

El video inicia con la imagen de un hombre que yace boca abajo sobre el camino de tierra de un jardín. Esta rodeado de personas a las que solo vemos de la cintura para abajo: parecen policías. Un pequeño grupo de gente anónima observa la escena a la distancia.

La cámara hace un acercamiento al hombre en el suelo: parece joven, tiene el pelo negro y rizado. Hay sangre en un costado de su cara. Policías de gorra y corbata lo rodean. Uno de ellos se inclina para mirar de cerca algo que el perito, arrodillado en el pasto, le señala.

La siguiente escena está grabada desde el lado opuesto. La cámara se concentra en un nuevo personaje, una joven de melena corta y vestido blanco estampado de pequeños cuadros que no deja de mirar al hombre muerto. La cámara se acerca a la mujer, intenta verle el rostro, pero esta se vuelve.

En el último plano, la chica se ha sentado junto al cadáver. El ruedo del vestido le cubre las piernas. Solo una de sus zapatillas es visible: tiene el tacón bajo y es de un rojo mucho más intenso que la sangre que mancha los dedos del hombre muerto. La chica no lo mira. Llora con el rostro escondido tras las manos.

La imagen se congela.

–Esa –pregunta el director–. ¿Tomaste esa?

Metinides la ha tomado, por supuesto.

El gesto de la muchacha es el de una ninfa prisionera en los infiernos. La pose del muerto, la de un príncipe derrotado en la batalla.

8

Nunca tomo fotografías por gusto, solo cuando hago trabajo de campo. Y aún así, me limito a registrar cierta escena, ciertos objetos. Pero aquel día que visité la casa de Metinides tuve el irreprimible impulso de sacar el celular para tomar una instantánea del cuarto en donde el fotógrafo guarda sus colecciones. La visión de aquel enjambre de plástico me aturdió en un primer momento; después encendió mi deseo de poseerlo en imagen. Del suelo al techo, sobre las cuatro paredes, en estanterías, mesitas y entrepaños, hay decenas de miles de figurillas clasificadas en conjuntos delirantes. Acá los camiones de bomberos; por allá las patrullas, los helicópteros, las ambulancias: cientos de cada uno en variaciones infinitas. Si ni siquiera con mis ojos podía abarcar aquel retablo barroco, la lente del celular resultaba inútil para crear una imagen que le hiciera justicia a ese peculiar tesoro. No pude sino obtener un registro parcial de lo que veía, congelada desde el umbral por miedo a volcar algo si me movía demasiado aprisa.

9

Está en el pasillo de la Cruz Roja, echando un tabaco con los socorristas, cuando escucha que alguien llora con una congoja terrible y murmura una especie de letanía. Metinides toma la cámara y se asoma. Del otro lado del muro descubre a un niño al que llevan sobre una camilla de lona. Va vestido de blanco. La mugre y la sangre le tiznan el rostro; las lágrimas se lo lavan.

El muchachito reza con los ojos cerrados. Le pide a Dios que lo cuide mientras hace la señal de la cruz con los dedos de una mano engarrotada.

10

La tarde que pasé con Metinides no se mencionó ni una sola vez el término “arte”. Las preguntas filosóficas en general lo desconciertan. Pero algunas semanas antes de mi visita a su casa, lo vi dar una charla en el Museo de Arte Moderno. Con la sala abarrotada, Metinides contó historias que el público escuchó con fervor, especialmente los fotógrafos presentes. Y, como es habitual, la cola que se formó al final para recibir un autógrafo del autor sobre su nuevo libro (a la venta en la tienda del mam) tardó una hora en despejarse.

Pero el incidente que quisiera compartir es este: al final de la charla, a la temida hora de las preguntas, un muchacho de suéter a la Buddy Holly pidió la palabra para alabar una de las fotografías más conocidas de Metinides: Adela Legorreta Rivas atropellada por un Datsun blanco. El muchacho comparaba la imagen de Metinides con el inicio de la película Sensualidad, en donde aparecía lo que él llamó “el cadáver exquisito” de Ninón Sevilla, y su pregunta era la siguiente: ¿cómo es que Metinides lograba mostrar de forma tan original la unión del eros y el tánatos?

Metinides se volvió hacia José Luis Martínez, quien fungía como moderador, y, con el rostro arrugado por la perplejidad, susurró (no tan lejos del micrófono como habría debido):

–¿Qué fue lo que me preguntó?

Martínez murmuró algo de vuelta. Metinides tomó el micrófono.

–Mire –le dijo al jovenzuelo, quien asentía tanto y tan rápido que pensé que la cabeza se le caería–. Yo lo único que quería era llevar al público al lugar de los hechos. Todo lo que yo quería decir tenía que caber en una sola foto. Se siente horrible ver cómo muere gente, sobre todo cuando son niños. Diariamente iba yo a treinta, cuarenta accidentes, no crea que nada más a dos. En las noches hasta lloraba. Luego me acostumbré. A eso me ayudaron las películas. Todas mis fotos yo las he copiado de las películas. Eso es todo, no hay ciencia, ese es el chiste. ~

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Martín Solares, “Enrique Metinides, la habitación secreta” en trans. Revue de litterature générale et comparée, núm. 12, París, Francia, miércoles 7 de febrero de 2007.

2 Jesee Lerner, “Detective photography with art” en Los Angeles Review of Books (edición electrónica), Los Ángeles, 13 de febrero de 2013. http://bit.ly/18Lb9tn

3 Algo similar le pasaría al fotógrafo Arthur Fellig “Weegee” medio siglo antes: aclamado por sus imágenes de los bajos fondos de La Gran Manzana, fue ninguneado por la crítica y relegado al estatuto de kitsch cuando pretendió hacer fotografía con intenciones deliberadamente artísticas. Saco a colación este dato porque la mayor parte de los críticos anglosajones suelen decir de Metinides que es “Mexico’s Weegee”, comparación que es desatinada por superficial, pero esa discusión requeriría otro artículo.

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(Veracruz, 1982) es periodista, editora y escritora. Este año publicó dos libros: Aquí no es Miami (Almadía/Producciones El Salario del Miedo/UANL) y Falsa liebre (Almadía)


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