Gran parte del éxito del discurso populista está en su capacidad para convencer a millones de que sus líderes son “oprimidos” que defienden ideales, y no opresores que buscan amasar más poder. La victimización es un arma muy eficaz para ello, por lo que los populistas de todo el mundo la usan. Ya se trate de Cristina Fernández de Kirchner llamándose a sí misma “la groncha (vulgar) morocha (morena) peronista”, o Donald Trump vociferando que es la “víctima de la peor cacería de brujas en la historia de Estados Unidos”, el objetivo es el mismo: generar en los suyos un sentimiento de humillación permanente: “ellos” nos desprecian, y por eso nos insultan, nos atacan, nos obstaculizan, nos quieren ver fracasar.
Este discurso activa una de las emociones más potentes: el resentimiento. Como lo afirma un estudio académico reciente, la retórica populista pone a sus seguidores en un estado de ánimo de revancha que no se disipa, sino que se alimenta a sí mismo; una suerte de equilibrio psicológico entre prepotencia e impotencia. Quienes siguen a estos líderes se sienten reivindicados, porque creen que alguien como ellos al fin llegó al poder para corregir injusticias. Pero también sienten temor al escuchar al líder alertarlos todo el tiempo sobre las acciones de adversarios mal intencionados que buscan evitar que el “pueblo” alcance la tierra prometida. Ello permite mantener vivo el deseo de remover los obstáculos a la reivindicación del “pueblo”. Cuando los obstáculos son los derechos de algunos grupos de la sociedad, el populismo muestra su rostro más autoritario y cruel.
Así lo ha demostrado una vez más Andrés Manuel López Obrador al usar discrecionalmente a las instituciones del Estado en contra de un grupo de 31 exfuncionarios del sector ciencia y tecnología. Para justificar este ataque, afirmó lo siguiente en su conferencia del 24 de septiembre:
“¿Por qué nada más se va a castigar a los pobres, a los que no tienen con qué comprar su inocencia, a los que no son influyentes? No. Tiene que acabarse con la impunidad, sea quien sea. […] No sé si sea cierto, pero uno de los investigadores, supuestamente perseguido, se aventó un Twitter (sic) ayer, ojalá y lo consigamos, para que vean el nivel moral. Porque siempre he dicho que una cosa es la educación y otra cosa es la cultura y que los grados académicos no son sinónimo de cultura. Se pueden tener altos grados académicos y no tener sensibilidad en lo social, ni en lo humano y no poseer valores culturales, morales, espirituales”.
En estas palabras se resume el relato demagógico del presidente: “ellos” contra “nosotros”. El “nosotros” es el “pueblo” pobre, victima de la injusticia y el “ellos” una élite –los “influyentes”– que goza de impunidad. En el relato, López Obrador es el líder que invierte la ecuación, pero no lo hace garantizando que todos accedan a la justicia, sino llevando a “los influyentes” al purgatorio de la arbitrariedad.
López Obrador usa el discurso como arma para declarar culpables a esos 31 ciudadanos antes de que lo haga la autoridad judicial, lo que viola el derecho fundamental a un debido proceso. La verborragia presidencial nos ha anestesiado tanto que hay que detenerse y hacer un esfuerzo para evaluar el peso y la fuerza de cada palabra, porque, ¿qué se debe hacer con un grupo que, como él afirma, “carece de sensibilidad social y humana”? ¿Qué castigo se merecen las personas “sin sensibilidad” ni “valores morales y espirituales”?
Como para probar sus dichos, el mandatario leyó en voz alta un tuit ofensivo, afirmando que había sido escrito por uno de los 31 acusados y que él y su esposa eran los destinatarios. La gente se enfocó en el penoso espectáculo de ver al presidente leer en voz alta esos insultos. Pero lo realmente grave es ver que la verdad ha dejado de importar en el discurso presidencial, pues el tuit no mencionaba por nombre a nadie y su presunto autor no está en la lista de los acusados por la Fiscalía General. En la era de la posverdad, el relato sustituye a los hechos, y por eso el presidente tuerce la realidad para que sus seguidores sigan creyendo que él es víctima de las élites.
De ahí viene también su insistencia en ponerse a sí mismo a la altura de los héroes patrios que llegaron al martirio por sus ideales. Antes le gustaba mucho compararse con Madero, pero las fiestas del bicentenario independentista lo han llevado a autonombrarse el retrato vivo de Hidalgo. En su discurso del 16 de septiembre, repasó una larga lista de insultos que se le endilgaban al “Padre de la Patria”. Hizo esto para que entendiéramos que, si a él también lo insultan, es porque él es como Hidalgo: “un hombre profundamente humano, un auténtico cristiano” a quien “sus adversarios nunca le perdonaron la osadía de querer igualar a los pobres con las clases más favorecidas”.
Al apropiarse tramposamente de la historia para victimizarse, AMLO nos dice tres cosas.
Primero, que él está por encima de cualquier crítica y no tiene que rendir cuentas de sus decisiones. No debemos ver en él a un ciudadano como nosotros, o a un funcionario público, sino a un héroe patrio vivo que, como Hidalgo, está realizando una transformación de magnitud histórica, lo que lo vuelve incuestionable.
Segundo, nos dice que oponerse o criticarlo coloca a quien lo hace en el mismo plano de “inmoralidad” –visto con ojos modernos– que los españoles que defendían el modelo político y social de la era del virreinato.
Y tercero, nos dice que al ser atacado tiene derecho a “defenderse”, lo que implica en la práctica el uso discrecional de las instituciones contra los ciudadanos. Ayer eran algunos opositores incómodos. Hoy son 31 exfuncionarios de la ciencia. Mañana puede ser quien él decida.
El presidente siente que puede ir cruzando líneas hacia terrenos cada vez más autoritarios porque sabe que inspira respaldo en una mayoría y temor en las minorías. Esto es preocupante, porque con el tiempo ese respaldo se puede volver exigencia de mano más dura, mientras que el temor se puede transformar en otra forma de resentimiento, dispuesta a escuchar a otro demagogo que prometa reivindicar a los nuevos agraviados. Es difícil imaginar cómo esto pueda terminar bien.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.