Encontré sin buscarlo un viejo cuaderno con notas de un viaje a Israel abundante en dibujos, algunos minuciosos, a lápiz, y parco en notas manuscritas más o menos sueltas, unas más extrañas que otras. La primera nota decía:
Miraba el paisaje mediterráneo, suaves colinas, cipreses, cedros, olivos (el paisaje de Galilea cerca del Tiberíades me pareció idílico), la piedra color marfil de Jerusalén, cuando de pronto, con inesperada y briosa estupidez me dije:
“La cosa en sí no causa las percepciones, o lo que percibimos, las sensaciones, porque la causalidad solo opera en el orden de los fenómenos donde la cosa en sí no se sitúa.”
La intrusión viene de lejos, de cuando en mis años de estudiante exploraba laberintos de Kant, pero ¿por qué apareció tan inopinada apreciación ahí, justamente en ese momento?
Y gloso ahora que me gustan e intrigan estas irrupciones inesperadas de pensamientos porque aparece en ellas el limpio azar, la mano de Dios, siempre puro y refrescante, tan superior en inventiva a la vacilante fantasía humana. ¿Pero de dónde viene el intruso? O, a la manera kantiana, ¿qué tenemos que aceptar que sea la mente si admitimos que esta clase de apariciones tienen lugar en ella?
William James al dilucidar la naturaleza del pensamiento habló de que en la mente circulaba una corriente de conciencia. Los términos de la elucidación hicieron fortuna. En la literatura casi definen la llamada modernidad: se dijo que Joyce en Ulises o Virginia Woolf en Al faro replicaban en sus párrafos el discurrir de la corriente, id est, de la mente cuando pensamos.
Peter Geach en God and the soul encuentra que la expresión de James es totalmente inapropiada, que no hay tal cosa como corriente de conciencia, esto porque los pensamientos aparecen en la mente con todos sus elementos presentados simultáneamente y no pasan de uno a otro por transición gradual (cuando el tránsito gradual es característico de una corriente). Pensar, pues, consiste en tener series discretas de pensamientos que pueden ser contados (primero, segundo…), pensamientos separados, sin liga de graduación de unos con otros. Lluvia, avalancha, granizada, no transcurrir de río.
Pensamientos aislados, luego puede haber, y a menudo hay, sorpresas. ¿Qué nos hacía pensar en que un pensamiento se seguía de otro con cierta lógica en el discurrir de la mente?
Terminada esta glosa de mi cuaderno sigo adelante con otra nota que no precisa comentario:
Vi un niño, no con la cara incierta y todavía desdibujada de los niños, sino con rasgos ya acusados de adulto: un rostro de niño perfilado como el de un adulto. Esto es, parecía un duende.
Por otra parte, en Jerusalén recorriendo la ruta de la Pasión del Señor, todo me pareció chiquito: pregunté ¿dónde queda el Gólgota?, calculando a lo loco que quedaría algo lejos, fuera de la ciudad tal vez, pero no, me respondieron, queda muy cerca, a unos pasos. Entonces anoté:
Lo grandioso no es grandioso por el tamaño, una ciudad media, aun chica, de nuestros días, es más grande que Jerusalén. Pero no hay que confundir grandioso con enorme. Lo grandioso y monumental está en los propósitos y en la manera de alcanzarlos, no en la dimensión.
Solo nuestra época, creo, ha contado los habitantes de una ciudad en millones. El metro de la ciudad de México mueve más gente en un día que la más grande migración de pueblos enteros que haya visto el mundo de la antigüedad. Y salta a la vista nuestra mediocridad, esto es, que tenemos multitudes, pero hoy por hoy no tenemos grandeza de ningún tipo.
Una última nota del cuaderno:
El puerto de Cesarea, nombrado así, “Ciudad de César”, para lisonjear al emperador, es reciente, fue edificado por Herodes. En el Antiguo Testamento, el puerto es Ako (el San Juan de Acre de las Cruzadas). Las ruinas de Cesarea, teatro y anfiteatro, baños, mansiones, son inspiradoras. La vida cotidiana romana, descrita por Carcopino, late en esas calles.
En una plaza se me aparece vacilante la figura de Poncio Pilato. La benevolencia que Pilato mereció de los evangelistas aumenta en los primeros pasos de la Iglesia, Tertuliano aseguró que el procurador fue “cristiano en secreto”, la iglesia copta lo exalta a la santidad, la iglesia ortodoxa santifica a Prócula, su esposa… Pero ahí está inescamoteable el “Pilato mandó azotar a Jesús”. Hay quien piensa empero que la flagelación, tormento bestial, fue ordenada no para vejar, sino para salvar al Señor: ante la presión, Pilato cede y lo hace flagelar para apaciguar a la turba. Está en Lucas: “Le daré un escarmiento y lo soltaré.”
Nada como la ambigüedad para dar vida a los personajes. …
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.