"Soy escritor: todo lo que digas o hagas puede ser usado en un relato".

Todo lo que digas puede ser usado en un relato

Cuidado: si estás con un escritor, todos tus actos pueden ser pasto para la ficción. En infinidad de ocasiones, aquello de que “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia” se torna, al menos, dudoso.
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En una entrevista reciente, el escritor irlandés John Banville contó una anécdota:

El artista es despiadado. Todos los artistas son caníbales. Una vez, hace muchos años, estábamos mi mujer y yo en el coche y tuvimos una de estas discusiones, me dijo algo que sonaba bien y le dije: ¿puedo usar eso? Eres un monstruo, dijo. Lo sé, pero ¿puedo usarlo? Pero ella es la mujer de un artista y sabe el coste.

¿Tiene todo el mundo tan claro cuál es “el coste” de ser pareja de un artista? Me parece que no. Se trata de un coste con muchos matices, pero en este caso me interesa centrarme en uno: la posibilidad de que la vida real sea la base del arte. Es decir, que episodios o personas reales sean retratados en una novela o un cuento o en otra obra.

Esto no es necesariamente malo. Hace tiempo leí una frase que me gustó mucho (la cual, me entero ahora al buscarla de nuevo, fue acuñada por una joven escritora estadounidense llamada Mik Everett en su blog y primero se viralizó a través de las redes sociales sin firma, primero, y atribuida a otras fuentes, después; una historia novelesca en sí misma): If a writer falls in love with you, you can never die. Algo así como: “Si un escritor se enamora de ti, no puedes morir nunca”.

Pero el riesgo es el que subyace en el chiste expresado en tazas, camisetas y otros productos a la venta en internet: I am a writer: anything you say or do can be used in a story. “Soy escritor: cualquier cosa que digas o hagas puede ser usada en un relato”. Una advertencia cuasipolicial que quizá los escritores debieran hacer más a menudo.

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Intentar cualquier tipo de limitación en el derecho de los escritores de “recrear” circunstancias reales en sus obras, además de que en la práctica sería muy difícil, rozaría la censura. Pero no todo es beneficio para los creadores: también hay un coste que ellos deben pagar. Por algo John Banville le pedía permiso a su mujer para poder usar lo que ella había dicho.

En el decimooctavo episodio de la temporada 19 de Los Simpson, Lisa filma un documental sobre su familia y lo presenta en el Festival de Cine de Sundance. Como expone las miserias de la vida en su casa, Marge, Homero y Bart le reprochan: “¡Nos hiciste ver como monstruos!”. Igual que la esposa de Banville. “No puedo creer lo que he hecho —reflexiona Lisa después—. En el fondo sabía cuánto los lastimaría esta película”.

¿Se plantean los escritores (y cineastas y demás narradores) que lo que hacen puede lastimar a las personas retratadas en sus obras? Es cierto que lo de Lisa era un documental y no una ficción, pero en muchas ocasiones, aunque el autor pueda alegar aquello de que “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”, las referencias son indisimulables.

Ernest Hemingway incluyó una advertencia al comienzo de su novela Más allá del río y entre los árboles:

Vista la reciente tendencia a identificar los personajes de ficción con seres reales, estimo conveniente aclarar que en este libro no aparecen personas que no sean imaginarias; tanto los personajes como sus nombres son ficticios, lo mismo que las designaciones de las unidades militares. En el presente volumen no aparece ninguna persona viviente ni unidad militar de la realidad.

Por supuesto, de poco le valió al viejo Hemingway tan redundante indicación. Nadie duda de que la Renata de la novela es, a su modo, Adriana Ivancich, una chica de diecinueve años con la que el escritor —por entonces de cincuenta— tuvo un amor platónico. En palabras de Anthony Burgess, “una relación otoñal caduca, mínimamente coloreada por lo erótico, penosamente deliciosa”.

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Supongo que lo mejor es, siempre que sea posible, una negociación. Pedir permiso, como cuenta Banville. Me parece que, de esa forma, el grado de monstruosidad al menos se reduce. Excepto, claro está, que lo que el escritor desee sea vengarse de alguien, tomarse una revancha. En ese caso, puede optar por todas las estrategias que considere oportunas para que la víctima sea identificable y sufra la parodia, la caricatura, el escarnio, el ridículo.

Sin embargo, se me ocurre que, a la larga, la mejor venganza que existe es el silencio. El olvido. Veamos, si no, a los enemigos de Dante: siguen ardiendo en su espantoso pero celebérrimo Infierno. ¿No es acaso más premio que castigo lo que el poeta acabó por propinarles? Tal vez Alighieri pensó que debía incluirlos para profundizar los contrastes en su fastuoso poema, el mayor exponente de aquello de que, si un escritor se enamora de ti, vivirás para siempre.

Lo veo como un rasgo de elegancia y de inteligencia: si vas a basarte en personas reales para hacer literatura, que sea para homenajearlas. Y a la canalla, esa gente que es mejor perderla que encontrarla, pues precisamente de eso se trata: perderla, dejarla correr, que fluya y se desvanezca en la bruma del olvido. Dar celebridad a quien no lo merece es torpe y hasta injusto; además, claro, de que equivale a gastar pólvora en chimangos.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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