La cercana desaparición del libro impreso aflige a muchos escritores por razones sentimentales. Quien ha trabajado largo tiempo en una obra quiere verla materializada en un objeto hermoso y palpable, una satisfacción que el libro electrónico nos robará. Pero ese despojo es tolerable comparado con otro mucho más grave, que afecta directamente a nuestro bolsillo: la piratería ya está expropiando las obras de muchos autores vivos y muertos, para divulgarlas gratuitamente en la red. Es imposible controlar la circulación de versiones electrónicas de textos en PDF. Cuando el departamento jurídico de una editorial logra retirarlas de la red, un mes más tarde reaparecen en otro portal. El lector que descarga la obra no paga un centavo, pero las librerías digitales que la regalan tienen anuncios pagados, y por lo tanto, están lucrando con el trabajo ajeno. ¿Habrá algún modo de frenar la piratería cuando el libro electrónico pase de un tablet a otro mediante argucias cibernéticas fáciles de instrumentar por cualquier aprendiz de hacker? Si esto augurara un nuevo orden económico fundado en el trueque, donde un autor leído en la red por cinco o diez mil gorrones tuviera derecho a recibir vales de alimentación y seguro de gastos médicos, yo no me opondría a la nueva revolución tecnológica. Pero me temo que a pesar del sincero cariño que profesan a sus autores de cabecera, los cibernautas no se tentarán el corazón para condenarlos a la mendicidad. El Parnaso del futuro quizá estará lleno de celebridades harapientas.
Aun suponiendo que los avances de la ingeniería cibernética hicieran imposible la piratería de textos, el negocio del ebook ya es objeto de una rebatiña entre los grandes grupos editoriales y las principales plataformas de internet, que se han confabulado para esquilmar a los autores. Por lo pronto ya nos dieron un madruguete que reduce a cenizas nuestras regalías. Yo creía ingenuamente que el advenimiento del libro electrónico representaba una ventaja para los escritores, porque al eliminar a dos intermediarios, el distribuidor y el librero, el porcentaje devengado por el autor debería aumentar. Pero el joven empresario Alberto Lujambio, fundador del portal de internet Novelistik, recién lanzado a la red, me explicó en una charla reciente que las plataformas más poderosas del ramo (Amazon, Barnes & Noble, Casa del Libro, Gandhi) se han adjudicado un artero 65% por las ventas de todo libro electrónico comprado en sus sitios web. De nada sirve haber eliminado al distribuidor y al librero si un vampiro más voraz nos hunde los colmillos. Con aparente generosidad, las editoriales ofrecen al autor un 25% de los ingresos netos percibidos por la venta de libros electrónicos. Pero restando la tajada que se llevan los libreros digitales (el zopilote fénix renacido de sus cenizas), el porcentaje devengado por el escritor será del 8.5%, es decir, menos del 10% que cobramos ahora por los libros de papel. Queda, por supuesto, la alternativa de vender en Amazon libros electrónicos formateados por el propio autor, sin pasar por ninguna editorial. Así lo hizo la británica E. L. James con la novela erótica Fifty shades of Grey, que fue un campanazo en la red y después apareció en versión de papel. Pero eso implica invertir una cantidad considerable para la producción del libro y montar sin ayuda una campaña publicitaria, de manera que no será fácil en el futuro prescindir de los editores, que otorgan, además, sellos de calidad muchas veces fraudulentos, pero necesarios para introducir en el mapa literario a cualquier escritor novicio.
Se supone que el Estado debe desempeñar una función reguladora para corregir las aberraciones del mercado, sobre todo cuando están de por medio las empresas culturales, y aquí tiene una oportunidad de oro para intervenir. Es mucho más costoso sostener una distribuidora de libros impresos o una cadena de librerías que una plataforma de internet y, por lo tanto, el derecho de piso que cobran Amazon y otras librerías digitales es un atropello digno de los Zetas. De Salinas para acá, el mecenazgo estatal mexicano ha dado medios de subsistencia a los escritores por medio de becas. El resultado de esta política es un medio literario viciado por el amiguismo, en el que la opinión de los colegas importa mucho más que el aplauso de los lectores. Pero invirtiendo menos, el Estado podría ayudarnos de manera más eficaz, creando una plataforma de internet que abarate los precios de los libros electrónicos y, al mismo tiempo, conceda a los autores un mayor porcentaje de regalías. La Sogem, la UNAM, el Conaculta y quizá las revistas más importantes del país deberían unirse para crear esa plataforma, que podría ser autosustentable si se limitara a cobrar la tercera parte de los ingresos brutos por la venta de libros, dejando los dos tercios restantes al editor y al autor. No creo que esto requiera de una gran inversión y quizá contribuya a preservar un modus vivendi amenazado por todos los flancos. …
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.