Las expectativas despertadas por la probable licitación de dos nuevas cadenas de televisión abierta, que todavía enfrenta obstáculos legales, por la tozuda resistencia de Televisa y TV Azteca a ceder parte de su mercado, deberían propiciar un debate nacional sobre la urgente necesidad de mejorar los contenidos de la televisión mexicana, que han caído en picada desde principios de los años noventa, cuando Salinas de Gortari privatizó Imevisión y se entabló una competencia por el rating en términos de capitalismo salvaje, sin la menor exigencia de calidad o decoro artesanal, que ha empobrecido a niveles infrahumanos las telenovelas, los programas cómicos y los noticieros de ambos consorcios.
Todavía en los años ochenta Televisa reclutaba a los mejores actores y directores del teatro universitario para elevar la calidad de las telenovelas. Así llegaron a la pantalla chica Humberto Zurita, Alejandro Camacho, Julio Castillo, Héctor Mendoza, Miguel Sabido, Carlos Téllez y Salvador Garcini, entre otros. Escritores importantes como Vicente Leñero, Eduardo Lizalde, Carlos Olmos y Hugo Argüelles incursionaron también en el género, porque los productores de antaño no creían que el talento literario estuviera reñido con el éxito. Por vergüenza profesional, cuando un actor, director o dramaturgo de renombre llega a la televisión, se esfuerza por hacer un trabajo digno para defender su prestigio, y eso redunda en beneficio del auditorio. Pero en las últimas décadas la televisión comercial ha cerrado sus puertas a todos los talentos que descuellan en otros ámbitos. Ahora los protagonistas de las telenovelas son muñecos de aparador improvisados como actores, los directores teatrales de valía jamás pisan un foro y los productores creen erróneamente que el rigor literario solo produce fracasos.
¿Cómo frenar este proceso degenerativo, si las nuevas cadenas, en caso de operar bajo las mismas reglas del juego, abaratarían más aún la oferta televisiva? Si el nuevo gobierno de verdad quiere hacer algo bueno por la cultura mexicana, debería invertir los ingresos devengados por la nueva concesión en un mejoramiento sustancial de la televisión pública, para tratar de abrir los horizontes culturales del espectador y ofrecerle una opción de entretenimiento que no menosprecie su inteligencia. Gran Bretaña es la cuna del liberalismo económico, y sin embargo, desde el nacimiento de la televisión, todas las fuerzas políticas cerraron filas para impedir que el nuevo invento adulterara o degradara el gusto masivo. No pretendían estatizar la naciente industria, pero entendieron que en manos mercenarias un medio tan poderoso podía envilecer gravemente la cultura popular. Incluso la televisión privada británica (la cadena ITV, nacida en 1954 para romper el monopolio de la BBC) debe someterse a la supervisión de un organismo (la ITA: Independent Televisión Authority), encargado de regular las concesiones y poner trabas a la explotación de la pereza mental. Por supuesto, estas ataduras no significan que los gobiernos británicos censuren a la cadena privada. Tampoco utilizan la BBC como un vehículo de propaganda: se lo impide su carácter semiautónomo y la estricta imparcialidad de sus excelentes programas informativos.
En el país que tiene la mejor televisión abierta del mundo, la cadena pública, sostenida con una cuota anual pagada por el contribuyente, compite con los canales privados en todos los terrenos, no solo en el campo de los programas culturales, como sucede ahora en México, donde los canales 11 y 22 , ahorcados presupuestalmente, se limitan a pasar documentales, conciertos, tertulias políticas, semblanzas de intelectuales y artistas que el espectador promedio rechaza en forma automática. No propongo la desaparición de esas emisiones, pero los programas populares de la bbc han demostrado que el entretenimiento es el campo de batalla donde la televisión pública debe contrarrestar los efectos nocivos de la privada.
Por supuesto, en manos de una burocracia mafiosa, la televisión pública no serviría de nada. Pero si el gobierno ciudadaniza los consejos directivos de las televisoras públicas, siguiendo el modelo de la BBC, y se invierte lo necesario para que sus dos canales alcancen la cobertura nacional (según Mauricio Merino, dotar al 11 de esa cobertura costaría 1,200 millones de pesos, más o menos el costo de la inefable Estela de Luz), el Estado podría elevar la calidad del entretenimiento para estimular la imaginación de un público sin opciones culturales. Como la competencia de la televisión pública seguramente arrebataría una porción considerable del auditorio a las cadenas privadas, quizás esto podría generar un círculo virtuoso que las obligara a renovar contenidos y a desmantelar los cotos de poder donde la mediocridad ha sentado sus reales.~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.