Decía Ionesco que la tragedia del hombre es ridícula. Cuando apenas era un niño, un obús cayó a cuarenta metros de su casa. Él vivía en un sexto piso. Sobrevivió y pensó durante toda su vida que el mundo era grotesco y aburrido. El discurso nacionalista –sagrado para sus seguidores– tiene sin embargo algo que ver con el teatro del absurdo, al que Martin Esslin definía así: “El teatro del absurdo es una vuelta a viejas, incluso arcaicas, tradiciones. Su novedad reside en la combinación, en cierto modo insólita, de estos antecedentes.” Como en este teatro, el discurso del nacionalismo se repite una y otra vez, invariablemente, haciendo hincapié en un agravio, una idealización de un pasado que nunca existió. Es un discurso que pide lo imposible, generando un “bucle melancólico” para sus fieles –que nunca alcanzan el objetivo soñado– y un aburrimiento supino para los que discrepamos.
El teatro del absurdo es un teatro de situación porque no hay acción. No hay nada que se transforme, no hay historia, no hay relato, no hay arco de transformación. La situación se repite cíclicamente. Y en esa repetición descubrimos la inconsistencia psíquica de los personajes. Es la negación de la fábula y la tragedia del lenguaje pues este no tiene significación. En cambio, en los nacionalismos sí puede darse acción dramática, cuando henchidos de patria, sus líderes invocan al sacrificio. La diferencia fundamental entre ambos fenómenos tiene que ver con el valor de la significación. El discurso nacionalista tiene un valor absoluto para sus fieles. La “patria” no vale nada en el absurdo pero lo es todo para un nacionalista.
La “identidad” como argumento es síntoma de un narcisismo ridículo pero es vital para un nacionalista. Si no fuera por sus trágicas consecuencias, las reivindicaciones nacionalistas serían hilarantes. Ionesco decía así: “El mundo es cómico porque es trágico, lo cómico es más trágico que lo trágico porque en lo cómico no hay leyes.” En sus obras, el texto puede ser cómico o trágico dependiendo de cómo se represente. En Kafka aparece lo absurdo como algo monstruoso, no como algo cómico. Aquí sí tiene significación.
El terrorismo fue un absurdo trágico, consecuencia de un discurso político muy concreto. Lo vasco, en toda su idealización, adquiría un sustrato sagrado. Lo español, en cambio, era el vertedero sobre el que desatar las pulsiones mortíferas. El nacionalismo es, pues –como dijo Freud–, el narcisismo de las pequeñas diferencias. Se trata de un mecanismo muy simple pero de una lógica aplastante. “Los vascos son maravillosos: yo soy vasco, luego yo soy maravilloso.” Esa conclusión –común a todos los nacionalismos– es la consecuencia del silogismo que queda velado para el sujeto. No se verbaliza porque parece un narcisismo estúpido, pero es lo que provee una satisfacción íntima al sujeto nacionalista durante toda su vida. Esto sucede incluso en las buenas personas que sienten horror ante el crimen pero entienden que su identificación con “lo autóctono” frente a “los otros” es más fuerte que su código ético. Este discurso se repite cíclicamente hasta el absurdo. Los que no somos nacionalistas asumimos nuestra condición de “traidores”, bostezamos y callamos pues sabemos que ese discurso nunca se transforma.
El prestigio del crimen y la consiguiente cobardía moral han provocado que el discurso xenófobo del independentismo sea aceptado por una parte de la izquierda española que –sin compartir este fin último– asume su principal reivindicación: el denominado “derecho a decidir”. En España se produce un equívoco histórico desde la época del antifranquismo pues parte de la izquierda consideraba que los nacionalismos eran aliados para derrocar la dictadura. Este error perdura aún en una parte de la izquierda que sigue fascinada por los herederos del carlismo más reaccionario.
Como los absurdistas, los partidarios del “derecho a decidir” aún no han aceptado –o no quieren aceptar– la literalidad del discurso independentista y su sustrato racista. A los independentistas les da exactamente igual lo que pase en el resto de España. Solo quieren la ruptura y el poder. Artaud ya habló de minimizar el lenguaje para que la palabra no sea más que uno más de los diversos significantes: espacialidad, color, música… Los absurdistas –a diferencia de los realistas– no creen en el valor del significado del lenguaje. No creen en la relación entre las palabras y las cosas que las palabras representan. Pues bien; en España, los partidarios del “plurinacional-populismo” están en las mismas. Creen que los habitantes de las regiones más ricas tienen derecho a decidir sobre el territorio político –que es de todos– y que los que nos oponemos a su proyecto somos un obstáculo. Y creen, paradójicamente, que de este modo –convocando referéndums para privatizar lo público– convencerán a los independentistas para que se queden. Es un absurdo. Como explica Félix Ovejero, “no hay nada más comunista que el territorio político, todo es de todos sin que nadie sea dueño de una parte”.
Cuando te opones a la posibilidad de privatizar el territorio político, entonces eres un traidor. ¿Es esto un progreso o un precedente inquietante? Si unos tienen derecho a decidir, ¿por qué otros no? ¿Con qué criterio se admite a unos y se niega a otros? Y en el caso de aceptar un referéndum, ¿quiénes tendrían derecho a votar? ¿Los que están empadronados en el lugar? ¿Los que nacieron en ese sitio, aunque ya no vivan allí? ¿Los hijos de los que nacieron allí? Otra vez nos encontramos ante el absurdo. Un eterno retorno, un bucle melancólico, un viaje a ninguna parte. Para Ionesco, el absurdo ha existido siempre: la anagnórisis de Edipo consistió en descubrir que él –y no otro– era el causante de la peste de Tebas. Él era en realidad el hijo y el asesino de Layo. Él era el traidor de la polis. Es la tragedia. Hoy la anagnórisis de la izquierda española sería entender por fin que debe liderar de manera clara la oposición al proyecto racista de los independentistas. En la vida –a diferencia de en el teatro del absurdo– si hay algo por lo que merece la pena luchar es por el significado de las palabras. Convertir a tu vecino en un extranjero no es un derecho. Y, desde luego, no es de izquierdas.
En el absurdo, los personajes hablan pero jamás escuchan. Quizá sea el momento de decir claramente a los que quieren la ruptura que no todas las ideas son respetables, que el territorio político no les pertenece solo a ellos pues las sociedades son plurales. Puede que no nos escuchen pero al fin asumirán un principio de realidad. Todos debemos renunciar a algo pues mis sueños no pueden ser la pesadilla del vecino. La Transición española fue posible gracias a los “traidores” de todas las ideologías. La convivencia fue posible gracias a los “impuros”.
En Final de partida de Samuel Beckett vemos un cuadro vuelto del revés. También hay cubos de basura. Las mismas preguntas se repiten millones de veces. Encerrados en un agujero, los personajes han perdido la noción del tiempo. Su conversación resume bien la esencia del nacionalismo:
“–Toda la casa huele a cadáver.
–Todo el universo.
–¡Qué me importa el universo!” ~
Jon Viar es doctor en estudios lingüísticos, literarios y teatrales por la UAH y director del documental "Traidores".