Si un ciudadano planta un limonero y luego protesta porque los limones no saben a higos dulcísimos, es una víctima imaginaria. Lo que no puede evitar es que de sus ramas broten limones agrios.
Si la democracia resiste es porque la legalidad resiste. La declaración de validez de la elección presidencial del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) es la formalidad que concluye el proceso electoral, el punto y aparte de una legalidad en movimiento. Se cumplieron los plazos y las reglas procesales. La legalidad fue puesta a prueba. Dio cauce a las impugnaciones y resistió la presión de las desmesuras. Lo inédito de la elección de 2012 es la argumentación de agravios constitucionales para invalidar la elección presidencial. Pero fue evidente, al menos desde una perspectiva jurídica, que entre los grandilocuentes agravios y las pruebas ofrecidas, el abismo era insalvable. Es válida una paráfrasis de Norberto Bobbio a propósito: ¿Qué tiene que ver un puerco, dos cóconos y tres chivas con la Constitución?
Durante dos siglos ha sobrevivido, como uno de los demonios de la modernidad, la democracia formal. Le ha caído encima una legión de ángeles difusos: democracia natural, democracia revolucionaria, democracia popular, democracia real, democracia social. Ahora se pregona un dilema ingenuo: democracia participativa vs.democracia electoralista. El peyorativo prueba el simplismo. Nadie sostiene hoy que la democracia se reduce a las elecciones, pero sin elecciones no hay democracia posible. La contradicción democracia formal-democracia participativa se ha vuelto un cliché académico.
En su artículo de Vuelta “Por una democracia sin adjetivos” (1984), Enrique Krauze examinaba los adjetivos de la democracia e inauguraba un debate que sigue vigente y antecede a las numerosas reflexiones políticas que siguieron al derrumbe de los sistemas totalitarios y los autoritarismos. Durante décadas los intelectuales tuvieron la mirada clavada en la perfección política. No sin ascos y pucheros, un buen día voltearon su mirada a la democracia. ¡La democracia, claro!
Los gobiernos del PRI tuvieron la decencia de utilizar un eufemismo para justificar la falta de democracia: democracia dirigida. La creencia de que los mexicanos no estábamos preparados para la democracia (elegir libremente a nuestros gobernantes, para empezar) es vieja y vejatoria. Es falsa. Lo es al menos desde fines del siglo XVIII. El patriotismo criollo militante y sus bases comunitarias hervían en el viejo agravio de autoridades locales impuestas.
Krauze suele recordar que el presidente Ruiz Cortines calificaba peyorativamente a los que defendían el sufragio libre con el mote de “místicos del voto”. El ideólogo del liberalismo Jesús Reyes Heroles argumentaba, cuando era presidente del PRI, que no importaba tanto la elección democrática de los representantes cuanto que ellos contribuyeran a la democratización de la sociedad. La falacia era ya evidente en una década en que las nuevas generaciones no se creían esos malabares retóricos.
Con todo, la democracia llamada “formal” sigue en el banquillo de los acusados. Persisten los prejuicios y los simplismos. El prejuicio mayor mama en la fuente del viejo desdén por las elecciones y el más candoroso simplismo supone que la democracia formal no es real. En ambos casos se puede identificar un disimulado gesto de descrédito. Los avances democráticos de dos décadas no han bastado para desdibujar el signo de la desconfianza electoral. Pero también algo queda de las palabras que Lenin escribió en una carta dirigida a los miembros del comité bolchevique el 15 de septiembre de 1917: “No tenemos que dejarnos engañar por las cifras de las elecciones: las elecciones no prueban nada […] La mayoría del pueblo está de nuestro lado.” La carta horrorizó a todos los que participaban en la Conferencia Democrática, recordó Bujarin. Las cartas se quemaron, excepto una, que es la que cita el historiador británico Orlando Figes en su obra La Revolución rusa (2010). Se perdió con esa carta la última oportunidad de evitar la tragedia revolucionaria. En México, en 2012, estamos muy lejos de sufrir las condiciones de la Rusia de 1917, pero el menosprecio por las elecciones no ha desaparecido: se acuñaron matices democratizantes pero pervive el descrédito a priori, sea que lo ejemplifiquemos con las temeridades de Monreal o con el estado de ánimo del movimiento #yosoy132, que repiten la amenaza de impedir lo que llaman “imposición” de Peña Nieto. No faltaron los que anunciaron un estallido social si el Tribunal declaraba la validez de la elección presidencial. Un cierto tufo de insurrección fue echado en un aire de por sí contaminado por el impacto cotidiano que nos produce la delincuencia organizada. Hablar de un estallido social es irresponsable. Está emparentado con el arte de la insurrección de hace un siglo. Su origen anarquista olea su hedor: “La multitud no sabe a dónde va. La calle nos organizará.” También se puede leer como el famoso aux armes, citoyens.
La legalidad es la forma necesaria –pero no suficiente– de la democracia. No se puede defender la democracia si no se defiende la legalidad, más aún en una democracia joven que ya sufre achaques seniles.
A vueltas con la legalidad
Hace tres años se publicó por primera vez una conferencia dictada el 21 de enero de 1940 por el procesalista civil florentino Piero Calamandrei: Fe en el derecho (Marcial Pons, 2009). Entre los comentaristas destaca Gustavo Zagrebelsky. La conferencia de Calamandrei, recuerda Zagrebelsky, “se ha conservado, cabría decir, escondida en una carpeta sin ver la luz”. El título mismo es polémico. La expuso oralmente ante la Acción Católica florentina y tal vez el auditorio explica el título, pero no deja de ser cierto que Calamandrei, con su radicalismo legal, intentó mostrar que la cultura cristiana tenía valores jurídicos positivos que, frente a las leyes raciales en Italia, eran sustratos que apoyaban su fe en el derecho, teniendo en la fe no la creencia ciega e irracional en principios intangibles e inmutables, sino el apego riguroso a la ley escrita y a sus procedimientos.
Seis días después de la conferencia, Calamandrei escribió en su Diario sus dudas fundamentales: “¿Pero estamos realmente en lo cierto al defender la legalidad? ¿Es verdad que para retomar el camino hacia la ‘justicia social’ hace falta reconstruir antes el instrumento de la legalidad y de la libertad?”
Ahora se pueden responder las dudas del jurista. Para empezar, la cultura jurídica de 1940 no es la misma de hoy y es evidente que el texto de la conferencia, siendo una apología de la legalidad, en ninguna de sus líneas defiende la legalidad del sistema normativo del fascismo, lo que se demostró con su participación en la oposición y la resistencia.
Bien interpretado a la distancia de siete décadas, la defensa de la legalidad de Calamandrei no es una simple defensa de formas puras, sino de sustancias referidas a principios y valores que hoy tenemos por fundamentales. Los estudios jurídicos de España y América Latina pertenecen a la tradición procesalista italiana, muy marcadamente a la obra de Calamandrei. Se le conoce en México antes de 1940, pero fue Niceto Alcalá Zamora y Castillo el que difundió ampliamente su obra durante sus estancias en Argentina y en México. (Tuve la suerte de charlar con don Niceto en su modesto cubículo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Mi interés era la Segunda República, pero la dulcedumbre y el refinado cauce de Alcalá conducían al derecho procesal civil. “Si le interesa la política –dijo– estudie a fondo la teoría general del proceso.”)
El derecho procesal civil de Calamandrei está en la base de los principios, plazos y reglas procesales de la democracia. Un camino similar recorrió Norberto Bobbio. El futuro de la democracia es el fruto de su experiencia procesal. Uno y otro llegaron por ese sendero al constitucionalismo.
La lectura atenta de Fe en el derecho nos ofrece una idea distinta a la de su época, más cercana a la legalidad que defendemos en México. La noción del debido proceso y la del Estado de derecho cobijan la defensa de la legalidad democrática.
No podemos dar vuelta a la página a las elecciones de 2012 sin antes haberla leído y comprendido. La aceptación democrática de las resoluciones del TEPJF no es –no pretende ser– una especie de fin de la historia o punto final. Ahora debe seguir una minuciosa revisión de las imperfecciones de nuestra democracia. En el ambiente sobresale el reiterado problema del financiamiento de las campañas. En nuestro sistema el financiamiento privado no debe ser en ningún caso superior al financiamiento público. Este imperativo legal es el más ingenuo de los autoengaños. No necesitamos al Padre Brown para saber que el dinero privado es, con mucho, más alto que los recursos públicos aprobados y fiscalizados. Sin embargo, el IFE carece de capacidad para cuantificar el monto total de los recursos que juegan en la competencia electoral. El dinero del narcotráfico que financia campañas no es un cuento de hadas. El especialista Edgardo Buscaglia declaró que el 70.5% de los municipios del país está controlado por la delincuencia organizada. La afirmación, como tantas otras que punzan la banalidad gubernamental, es temeraria, pero no conviene descalificarla, sino impetrar en sus tinieblas.
Pienso en un pacto político que acuerde la integración de una especie de comisión de la verdad y cuya tarea consista en indagar minuciosamente los agravios democráticos de los procesos electorales de 2012. Llevada a cabo con imparcialidad, serenidad y exactitud, los resultados podrían abonar a la concordia y a corregir los peores defectos electorales de nuestra democracia. Los nuevos derechos políticos (los teóricos los llaman formas de democracia semidirecta) y las reformas que amplíen la “democracia participativa” deben formalizarse en instituciones, reglas, requisitos, procedimientos. En nuevas formas de legalidad. ~
(Querétaro, 1953) es ensayista político.