Culto a la belleza

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Salvador Elizondo

Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964

México, FCE, 2012, 80 pp.

 

Desde Virgilio, acaso antes, se ha discutido, ora con fervor, ora con cierto cansancio, acerca de si las obras que un autor dejó sin dar a conocer deben ser publicadas. Es posible que en el transcurso de los siglos un número igual de argumentos racionales e irracionales, realistas o sobrenaturales hayan sido esgrimidos, tanto en pro como en contra de esta práctica. Lo que es cierto es que quienes tras la desaparición física de un autor han dado a la imprenta o a la galería esa obra terminada que nunca vio la luz pública, le han deparado a la humanidad sorpresas que han rendido frutos. Ante América de Kafka o ante los poemas póstumos del padre Plascencia, uno no puede sino congratularse por el crecimiento del acervo común a todos. Pero no soy yo quién para siquiera intentar dirimir esta cuestión. Únicamente para apuntar que Contubernio de espejosPoemas 1960-1964 de Salvador Elizondo (o.2006) es parte de esta categoría: el libro terminado que no vio la luz en vida del autor.

Creo que la razón de esta ausencia poética habría que buscarla en que fueron varias las disciplinas a las que Salvador Elizondo primero se plegó y abandonó luego. Tuvo en alto grado disciplina pero también supo no hacer nada y dejar las cosas para después: la célebre y nunca bien comprendida procrastination, como dicen los anglos.

Las más famosas de las artes abandonadas por Elizondo fueron la pintura (“Mi pintura pecaba, en general, de un filosofismo tremendista, realizado con una pobreza extrema de imaginación y de habilidad técnica”), el cine, la poesía. Es para mí evidente que para las tres artes, contra lo que él mismo dijera, tenía el talento necesario. Y más, claro. Pero, su agudo sentido de autocrítica y su desesperación ante la falta de resultados en su búsqueda de la perfección formal y de la belleza le hicieron desistir; y se consagró por entero a la prosa, que dominó al igual que se ejerce magisterio en la lección de anatomía o se da un discurso a los cirujanos.

Él mismo cuenta, en Autobiografía precoz (1966) y luego en “Regreso a casa”, su discurso de ingreso como académico de número en la Academia Mexicana de la Lengua, su abandono de la poesía y cómo él, el poeta, luego de dar a la imprenta un volumen, se dedicó a “rescatar en las librerías de viejo, dedicados y las más de las veces intonsos, un gran número de ellos”, habiendo sido el libro “unánimemente mal acogido por la crítica”, cosa que no ocurriría con su novela Farabeuf, salida por las mismas fechas que ese librito de poemas, que yo nunca he visto.

Antes de este libro recién publicado, yo tan solo había leído dos poemas de Elizondo: uno, “La belle Hélène, un reverberante poema en inglés (“Or is it the ship that faced a thousand launches / Is this the ship that launched a thousand faces / Or the launch that faced a thousand ships / Or is it the launch that shipped a thousand faces / Or the face that shipped a thousand launches / Was this the face that launch’d a thousand ships…”),[1] homenaje a Coleridge, a Manley Hopkins y a Joyce (más que a Offenbach, creador de esa opereta); y dos, “La grafostática u Oda a Eiffel”, publicado acompañando obra de Carmen Parra y de Pablo Ortiz Monasterio, circa 1978, poema acerca de las fuerzas físicas, su equilibrio, su sentido (hay una edición más moderna y distinta, de 2008). Y había, por supuesto, leído sus magníficas traducciones de “El naufragio del Deutschland” y de “El cuervo”.

Los poemas de Contubernio de espejos me recuerdan la lírica de Enrique González Martínez (tío de Elizondo y, como él, traductor de Edgar Allan Poe), aunque son mucho más atrevidos; también al Villaurrutia solitario entre la estatua y el espejo. No es este un libro de arrebatos. No es un libro desmesurado. Los títulos mismos de sus apartados dan, por supuesto, una idea del tono: UmbralesCuerpo secretoEl soñador sin su nocheEl mal amorElegías romanas. “Los ángeles son contiguos. / El espacio en que medra la estrella / se consume / en tus manos y de pronto / los dioses se vuelven invisibles / de tan cercanos.”

Hay un poema magistral. Se titula “Diálogo en el puente”. Tiene tonos de Gorostiza, de un Borges anterior a Borges, del Gitanjali. Citarlo sería desmerecerlo, porque la aparente sencillez de sus versos esconde una metafísica profunda acerca del sueño y de la rosa. Y está “Retablo”, que podría haber sido firmado por el padre Ponce. (Tiene razón Manuel Iris, en su ensayo incluido en el volumen colectivo Cámara nocturna, publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2011, al observar que ángeles y rosas, rilkeanas presencias en la mayoría de los poemas de Elizondo, dejan de aparecer después en sus prosas.)

Contubernio de espejos es un libro pulido en la precisión de aquello “sombrío y profundo que es el temperamento” (d. Pedro María de Olive, Diccionario de sinónimos, 1873): del caballero aquejado por el ennui o por el spleen baudelaireanos. Rodeada de orbes, libros, armas y naturaleza, la melancolía mira con hastío el devenir: tal como lo grabó Durero.

El culto a la belleza formal del lenguaje se ve reflejado de cuerpo entero en las obsesiones poéticas de Salvador Elizondo, de Gerard Manley Hopkins a Edgar Allan Poe, de Stéphane Mallarmé a Paul Valéry, no menos que en su impecable gusto acerca de la poesía mexicana (cuyo ejemplo está acabado e inobjetablemente reunido en el Museo poético que Elizondo escogió “para uso de los bárbaros”, como confiesa candorosa, satíricamente) y está muy presente en este libro, Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964. Para mí añade una pieza importante al corpus elizondiano y, en una nota más personal, me hace recordarlo vivamente. ~



[1] Publicado en la Revista de la Universidad de México, Nueva época, 5, septiembre de 1981.

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Frost (México, 1965) es editor, escritor y guionista. Entre sus libros recientes están La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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