Jimmie Durham y el Jardín Real de Venecia

Nacido por decreto napoleónico, transformado en austriaco e italiano, pervertido bajo el fascismo de Mussolini, el Jardín Real de Venecia es un ejemplo de cómo un espacio de poder puede convertirse, con el tiempo, en un lugar de gozo.
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I

La historia de los jardines públicos venecianos es un ejemplo de los usos del poder, en particular el hoy llamado Jardín ex-Real (Giardini ex Reali o Giardinetti Reali). Como muchas otras cosas, este jardín de cinco mil metros cuadrados nació por un decreto napoleónico, algo notable si se piensa que fue el emperador francés quien destruyó para siempre la República Serenísima, como tristemente recita Lord Byron en el Canto IV del Childe Harold’s pilgrimage: “The spouseless Adriatic mourns her lord; / And, annual marriage now no more renewed, / The Bucentaur lies rotting unrestored, / Neglected garment of her widowhood! / St. Mark yet sees his lion where he stood / Stand, but in mockery of its withered power…”

(( El Bucentauro era la dorada nave del Dux veneciano, quien se esposaba al mar una vez al año, arrojando un anillo al Adriático: todo el ceremonial y la figura y la función del Dux junto con la independencia de la República cesó el 12 de mayo de 1797: incluso el Libro de Oro y las insignias ducales fueron quemados por instigación francesa en la Plaza de San Marcos. ¿Todo para qué? Por la paz de Campo Formio del mismo año, Napoleón entrega Venecia a Austria. La recupera luego, pero el Congreso de Viena de 1815 ratifica la anexión austriaca.))

Fueran los que hubiesen sido los planes de Napoleón para la ciudad lacustre, siendo la destrucción de la república veneciana uno de los pocos ejemplos (simbólicos, se entiende) de un águila derrotando a un león, este sueño, el de dotar de un jardín al que sería su palacio o el de su virrey en Venecia, sí se cumplió.

En la actitud de Napoleón frente a Venecia se advierte, como en todo lo que hiciera el emperador de los franceses, el cambio de mentalidad de la furia revolucionaria al (para él) acompasado devenir imperial. Escribe Andrew Roberts en su monumental Napoleon. A life:

((Nueva York, Penguin Books, 2014.))

Napoleón adoptó también un modo insensible frente a una amenaza que parecía estarse fraguando en la antigua ciudad Estado de Venecia, que deseaba conservar su independencia, pero no tenía los ejércitos que la asegurasen. El 9 de abril [de 1797] escribió al dux Ludovico Manin exigiéndole que Venecia se declarase por la paz o por la guerra. “¿Supone usted acaso que por hallarme yo en el corazón de Alemania no tengo poder para obligar al respeto a la primera nación del universo [Francia]?” Aunque los franceses tuviesen alguna causa justificada […] las cosas fueron para peor cuando en Verona, parte de la república veneciana, el 17 de abril […], ocurrió una masacre de soldados heridos, entre tres y cuatrocientos hombres, tras un levantamiento en esa ciudad. “Los castigaré de manera que no puedan olvidarlo”, fue la promesa de Napoleón al Directorio.

Y habiendo firmado ya la paz con Austria, Napoleón se dispuso a extinguir la república veneciana. Pocos días duró esta guerra: Napoleón llegó a decir que “el león de San Marcos tendrá que morder el polvo”, e inspiró un golpe de Estado, habiendo ya, por una cláusula secreta, prometido Venecia a los austriacos. El 16 de mayo cinco mil franceses entraron a la ciudad y así como Venecia se había llevado los cuatro caballos de bronce del hipódromo de Constantinopla en 1204, “que tal vez agraciaran el Arco de Trajano en Roma” (Roberts), así Napoleón decidió que se enviaran al Louvre, donde permanecieron hasta 1815.

Pero nada en Europa permanecía sólidamente fundado una vez que Napoleón se decidía a actuar (más o menos esta fue la conclusión de Talleyrand y de los ingleses al exilar al emperador a Santa Elena, lejos de los escenarios de su brillantísima carrera, que costó millones de muertos) y, poco después, habiendo derrotado de nuevo a los austriacos en Austerlitz, construyó una Italia a su gusto, dividiéndola entre sus parientes y mariscales. Venecia, lo mismo que casi toda Italia, fue convertida en un virreinato: como virrey Napoleón nombró a su hijastro, Eugène de Beauharnais, hijo de Josefina, quien en ese tiempo tenía veintitrés años y que no dejó de ser “pasablemente popular entre el italiano de a pie” (Roberts).

Un virrey necesita palacios: un palacio, jardines. Así fue que en Venecia, en 1807, un antiguo granero medieval, el de Terra Nova, lo mismo que la iglesia de San Gimignano fueron derribados y en el solar resultante se trazó un jardín, al lado de la Procuratie Nuove, convertida en palacio del virrey Eugène de Beauharnais. Varios arquitectos intervinieron en esta área, fuera levantando el ala napoleónica, fuera diseñando el jardín: el principal, Antolini, pero también Soli, Mezzani, Santi (quien construyó el pabellón).

Este jardín tras ser napoleónico devino austriaco luego de los Cien Días y de Waterloo; italiano, medio siglo más tarde, tras la reunificación de Italia, y real, al anexarse Venecia y la Lombardía al nuevo Reino de Italia, salida mejor que seguir bajo los austriacos: de Venecia y la Lombardía Lord Byron escribió, en una carta a Thomas Moore de 1818, “que son tal vez los pueblos más oprimidos de Europa”. Algo cambió sin duda al incorporarse Venecia a Italia.

El 23 de diciembre de 1920, el jardín dejó de ser “real” para pasar a formar parte de los bienes de la ciudad, siendo cedidos por la corona a la comuna de Venecia. Aschenbach, en uno de sus paseos por la Venecia de Tadzio y de la peste, se sienta un momento en una de las bancas del jardín.

Un jardín es, también, un espacio de poder, siendo en Occidente Versalles el ejemplo más obvio. Como cualquier lugar de poder, un jardín también puede ser subvertido. Puede ser pervertido, como la renovación que este jardín sufriera bajo el fascismo de Mussolini, quien deseaba un jardín a la “italiana”. Un búnker afeó el jardín también.

Pero puede ser transformado en un gozo que ya no guarde relación con el poder. En su texto “Jardines”,

{{Ida Vitale, De plantas y animales. Acercamientos literarios, Ciudad de México, Paidós, 2003.}}

 Ida Vitale enumera así sus propiedades: “…espacio de los dioses, lugar de la aparición del ser humano, creación deliciosa para reyes, recinto utilitario de aclimatación de especies, lugar de los delirios de la fantasía ostentosa, pueden ser algo más…”.

II

La paradoja de Venecia, escribió Mary McCarthy en un texto, “The spoils of the sack”, dentro del libro Venice observed,

{{París, G. & R. Bernier, 1956.}}

 es esta: “¿cómo pudo un pueblo de comerciantes, preocupados tan solo por las ganancias, crear una ciudad de fantasía, tan encantadora como un sueño o como un cuento de hadas? Este es el enigma central de Venecia, el traspié que quien piense sobre su historia habrá de encontrar…”, al poner los hechos de la historia veneciana –turbios, altivos, traicioneros, querellantes y ávidos siempre– al lado del prodigio visual, del hecho magnífico que es la ciudad.

“Oh Venice! Venice! when thy marble walls / Are level with the waters, there shall be / A cry of nations o’er thy sunken halls, / A loud lament along the sweeping sea!”, escribió Lord Byron, quien se entregó por completo a la ciudad, aun cuando sus corceles hubieron de permanecer en el Lido (todavía hoy Venecia es una ciudad sin coches, como antiguamente lo fuera sin caballos, ni otro carruaje que no fuesen las góndolas).

A Goethe, al igual que a Jimmie Durham, lo que más le impresionaba de Venecia era el trabajo: “una república de castores”, llamó a la antiguamente nombrada Reina del Adriático, sostenida por millones de pilotes de madera; y el libro de Durham dedicado a Venecia se llama, aptamente, Venice, work, and tourism:

{{Milán, Mousse Publishing, 2015.}}

 “mucho más que otras, Venecia es una ciudad de trabajadores […] pero hemos sido instruidos a no verla como una ciudad de trabajadores, excepto por el ocasional gondolero que canta”: incluso el trabajo artesanal veneciano, por ser un trabajo de lujo, es visto no como trabajo, sino como arte, lo que no está mal. Durham llega a la conclusión de que si bien en otras ciudades famosas por su belleza, como Kioto, por ejemplo, la gente aún puede dedicarse a lo que sea, a lo que le guste, “los trabajos de la población en Venecia tienen que ver con la especificidad de Venecia. El trabajo que hay en Venecia es hacerse cargo de Venecia”, que no duda que se convierta en un parque temático de sí misma. Aun así, Durham quería en este libro “prestar homenaje a los trabajadores en Venecia” (orfebres, constructores, carpinteros, barrenderos) al mismo tiempo que ponderaba la execrable influencia del turismo masivo en la ciudad lacustre.

Pero vuelvo al jardín vecino a la Plaza de San Marcos, jardín que mira al Gran Canal y a Dorsoduro.

Luego de un cierto abandono de posguerra y turismo, imagino, se decidió restaurar los jardines de Venecia, arquitectónica, paisajística y botánicamente, por lo que el Jardín ex-Real estuvo cerrado de 2014 a 2019 (no era la primera vez que se cerraban desde su fundación: Sissi, la emperatriz, los tenía en tan alta estima que de 1857 a 1862 quedaron cerrados, pues la emperatriz deseaba pasear sola y en libertad por ellos), buscándose una renovación “en clave contemporánea” por parte de la Venice Gardens Foundation y bajo la dirección de Paolo Pejrone.

Tras la cuidadosa restauración de la que fueron objeto, los jardines ofrecieron de nuevo su sombra a los paseantes, optándose, como lo habían hecho ya los austriacos, por diseñarlos a la inglesa, sin abandonar todos los elementos geométricos que eran parte de la plantación original: poco después se inauguró también “Echoes of the forest” de labinac (un colectivo de diseño con base en Berlín fundado por Alves y Durham): la develación de obras de Jimmie Durham (“Pino”) y Maria Thereza Alves (“Venice tables”). “Pino” es una pieza de cristal veneciano, de un verde líquido, sostenida por un trípode de madera: parece un estanque detenido antes de precipitarse, pues bien es sabido que el agua fluye incesante, pero es un pino mediterráneo; “Venice tables” es una serie de onduladas mesas que parecen una floresta, con sus copas de ese mismo verde.

Este año, el 19 de abril, concurrente a la inauguración de la Bienal de Venecia, labinac y kurimanzutto dedicaron una Sophora japonica, también llamada sofor, árbol de las pagodas o falsa acacia del Japón, en honor de Jimmie Durham, fallecido a finales de 2021, en el Jardín ex-Real. Este es un árbol que tolera los suelos pobres, la sequía, la contaminación; gusta de veranos largos y calurosos y sus flores de un blanco cremoso atraen a las abejas, leo en mi celular, en la página de la Royal Horticultural Society del Reino Unido.

Creo que sembrar un árbol, o dedicarlo, a la memoria de alguien es el mejor homenaje del mundo. Máxime en honor a un artista y a un poeta amante del mundo natural, quien, en uno de sus poemas (“Unter den Linden”, recogido en Poems that do not go together),

{{Berlín, Barbara Cipani-Wien Lukatsch Galerie und Kunstbucher, 2012.}}

 escribió lo siguiente:

Planicies, y húmedas sabanas:
Pre-Europa. Los bosques crecían
alrededor de los humanos
hace cincuenta mil años.

Nobles y poderosos avellanos,
los mástiles de las hayas, tilos,
álamos y abedules de los cuales
los europeos hicieron de todo.

Oh árboles, perdonen nuestros pecados,
recuerden nuestras viejas plegarias.

III

Cuatro o cinco cosas comparten, o compartieron, Venecia y México: la principal, el haber sido construidas sobre una laguna, aunque la de México sea solo un recuerdo, bien que “como de Amadís”.

Una segunda es haber tenido el mismo, ilustrado gobernante: Fernando Maximiliano de Habsburgo, quien primero rigió Lombardía-Venecia y luego devino emperador de México.

La tercera es la Bienal (inaugurada con gran pompa en 1895 por el rey Humberto I), exposición de arte internacional, donde ha habido notables presencias mexicanas: Teresa Margolles, Gabriel Orozco, Carlos Amorales, Pablo Vargas Lugo, Mariana Castillo Deball, Roberto Gil de Montes, Fernando Palma, entre otros.

Me gusta pensar que la cuarta cosa que México y Venecia comparten es el amor que Jimmie Durham les tuvo.

IV

Hay una bendición veneciana, que Lord Byron cita en la carta a Thomas Moore de septiembre de 1818 y que me recuerda tanto el trabajo en el cual está fundada Venecia como la restauración de los jardines:

Benedetto te, e la terra che ti fara! (Y Byron traduce, no sé si correctamente, como: “‘May you be blessed, and the earth that you will make!’–is it not pretty?”). ~

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Frost (México, 1965) es editor, escritor y guionista. Entre sus libros recientes están La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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