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El orador y el rey

El primer discurso que Isócrates escribió para el rey Nicocles parece de político en campaña; el segundo, de hombre en el trono. El primero es cuento de cuna, el segundo es despertar.
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Isócrates vivió entre el siglo quinto y cuarto antes de Cristo. Fue un orador que escribía discursos, ya fuera por convicción, autodefensa o encargo. Cuentan que el rey Nicocles le pagó veinte talentos por un texto que ocupa catorce páginas en mi edición de Gredos. Suena bien. ¿Pero cuánto eran veinte talentos?

En aquellos días equivalía a 25.8 kilos de plata. Al precio de hoy, veinte talentos suman 337 mil euros o 7,820,000 pesos mexicanos. Sin embargo, en aquellos días la plata era mucho más valiosa, pues no se conocían los principales productores, que son México y Perú, y entonces el precio pagado por el discurso debía de equivaler a siete veces más: dos millones de euros o cincuenta millones de pesos.

Se trata de un texto en el que supuestamente el difunto padre le da a Nicocles consejos sobre cómo gobernar. Sin embargo huelen a esos consejos morales que se pronuncian porque suenan bien, pero difícilmente los pone en práctica un gobernante. Por ejemplo:

“Tú serás tu mejor colaborador si consideras vergonzoso que los peores manden a los mejores y los más ignorantes estén al frente de los más inteligentes”.

Quién sabe en el pasado, pero no me suena muy contemporáneo. Tal como éste:

“No seas aficionado a disputar sobre todas las cosas”.

O el eterno consejo que se lleva el viento:

“Considera fieles no a los que aplaudan todo lo que digas o hagas, sino a quienes censuren tus errores. Da libertad de expresión a los inteligentes para tener consejeros de lo que dudes. Distingue a los aduladores de oficio de los buenos servidores para que los malvados no estén por encima de los buenos.”

Casi para terminar, podemos leer:

“Piensa que harán más grande tu reinado quienes puedan ayudar más a tu inteligencia.”

Seguramente el rey Nicocles se daba baños de pureza leyendo una y otra vez el costoso texto delante de sus invitados, llegándose a convencer de que había alcanzado la sabiduría de las exhortaciones paterno-isocráticas y suponiendo que no estaba rodeado de lambiscones sino de esos “inteligentes” con “libertad de expresión”; y si no lo censuraban era porque todo lo hacía él correcta y juiciosamente.

Llegó a sentirse tan bueno, que pidió a Isócrates otro discurso en el que pudiera mostrarse como el modelo a seguir. No sé cuánto pagó por él, pero la factura pudo ser más alta, pues más provechoso era el texto.

En este discurso habla el rey de su bondad y gran estatura moral. Se dice “digno de la estima mayor”, que en cuestión de virtudes “aventaja a los demás”, que fue el más prudente y, tal como escriben en sus memorias los jefes de Estado que hunden a sus países: “Me preocupé de los asuntos tan justa y noblemente que nada descuidé para hacer prosperar la ciudad y devolverle la felicidad”. Dice que quiere “ofrecer mi manera de ser como ejemplo a los demás ciudadanos”. Asegura que es de justicia aplaudirle y admirarlo.

Mas luego viene lo que se veía venir: las exigencias. Pues siempre que se moraliza desde el poder se busca la mansedumbre.

“Es preciso que estén sumisos ante mi poder.”

“No se esfuercen por enriquecerse”.

“Cuiden mis asuntos no menos que los de ustedes.”

“No se disgusten por ninguna de mis órdenes.”

“No hagan sociedades políticas ni reuniones sin mi autorización.”

“Consideren que mis palabras son leyes.”

“Guarden el actual gobierno y no deseen ningún cambio político.”

El primer discurso era la teoría; el segundo, la práctica. El primero parece de político en campaña; el segundo, de hombre en el trono. El primero es cuento de cuna, el segundo es despertar.

Por su lado, Isócrates fue de esos escritores que no resisten un cañonazo de veinte talentos. Escribió tanto para el demócrata como para el tirano, para la guerra o la paz, para enderezar o torcer la justicia; por eso es difícil descifrar su sinceridad en los discursos que escribió a lo largo de su vida. Tengo, por ejemplo, un subrayado en una de sus primeras alocuciones: “Sepan que lo personal es lo más íntimo de todos los hombres; y que por eso establecimos las leyes, luchamos por la libertad, deseamos la democracia y organizamos todas las acciones de nuestra manera de vivir”.

En esa vida personal, en “lo más íntimo de todos los hombres”, sin duda siempre optó por la libertad. Por eso en el 338 antes de Cristo, cuando los macedonios derrotaron a los atenienses y sus aliados, Isócrates decidió morir, pues las libertades habrían de esfumarse y él ya no podía luchar contra el enemigo. Tenía noventaiocho años. En algún discurso había escrito: “Escoge una muerte hermosa antes que una vida vergonzosa”. Dejó de comer y a los pocos días se volvió un cadáver. Para hermosear y llenar de sentido sus últimos momentos, recitó tres primeros versos de tres dramas de Eurípides, en los que se mencionan los nombres de Dánao, Pélope y Cadmo, tres bárbaros que habían derrotado a los griegos en otros tiempos.

Hoy, a Isócrates lo recordamos sobre todo por Isócrates; al rey Nicocles, sobre todo por Isócrates.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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