La ilustración de David de las Heras

Cocido y violonchelo

Publicamos un fragmento, el que da título al libro, del nuevo trabajo de Mercedes Cebrián, donde habla de dos de sus pasiones: tocar música y la gastronomía.
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“El infierno son los otros”: secundo a Sartre en su célebre frase, que me acompaña a diario. Por eso elaboro con demasiada frecuencia listas imaginarias de gente cuya vida deseo ver interrumpida definitivamente, de manera aséptica y sin dolor, eso sí. El violonchelo consigue que deje de lado esos pensamientos por un rato, pues requiere tanta atención que no es posible compaginar su estudio con la realización mental de estos elencos lúgubres. El mundo, al menos tal como lo percibo yo, es un lugar hostil contra el que se han de urdir constantes métodos de protección y escapismo. IKEA lo sabe, por eso ideó el eslogan «Bienvenido a la república independiente de tu casa», fomentando así el efecto incubadora que yo también busco cada día, a menudo ayudada por unos feos calcetines gruesos con unos círculos de goma antideslizante en la planta que aumentan exponencialmente la sensación de que no hay nada como el hogar propio.

Vuelvo atrás en el tiempo, al momento en que llevaba apenas cinco meses tocando el chelo. En estas veinte semanas, el instrumento ya está produciendo su efecto balsámico en mí, por eso intuyo que ha llegado el momento de comprarme uno, como quien decide meterse en una hipoteca en lugar de pagar un alquiler mensual hasta el final de su vida. Así que tras ver y probar tres o cuatro en distintas tiendas especializadas en instrumentos de arco, me monto en el tren de cercanías para probar otro más en el taller de unos lutieres a las afueras de Madrid. No se trata de un instrumento del siglo XVIII, ni  tiene agujeritos de carcoma en la madera: lo han construido hace poco en un taller alemán en el que estos lutieres madrileños confían. Como se dice ahora, es un «honesto» violonchelo de taller sin más pretensiones que cumplir con su misión de emitir sonido y al mismo tiempo resistir bajo los dedos y el arco de una principiante como yo.

Entro en el cuarto de la casa que tienen dispuesto como taller. Veo punzones, lijas y frascos de todo tipo, como si fuesen lociones y cosméticos especiales para instrumentos. Hay también arcos de violín, viola y chelo de diversos tamaños en unos recipientes cilíndricos donde se esperaría que hubiese paraguas o bastones. La madera es el hilo conductor de este taller especializado en la producción de objetos que, gracias a su sonido, son capaces de mover los afectos. Huele, por tanto, a madera, y también a barnices que te proporcionan un grato y leve mareo. Pero en segundo plano percibo otro olor que me abraza la pituitaria y que reconozco fácilmente: huele a cocido. Al fondo, en lo que debe de ser la cocina, hierve dentro de una olla exprés un cocido clásico con repollo, patatas, garbanzos, hueso de jamón, morcillo de ternera y carcasa de pollo. De hecho, se oye incluso el soplido del aire que sale a presión por la válvula de la olla. A la lutier que me va a enseñar el chelo le elogio el aroma de su puchero. “Somos muy de cocido en casa”, me responde.

Este es el quinto violonchelo que pruebo y me parece que me voy a quedar con él. Es cierto que no distingo en exceso entre todos los que he hecho sonar en estos días. Cualquiera me parecía mejor que el mío de alquiler, eso sin duda. Lo que sí distingo con claridad aquí es el aroma reconfortante del cocido, que llega a mí con la preponderancia de una legión romana. La combinación entre esos efluvios y la promesa visual de buena música es cursi de tan acogedora: solamente me genera metáforas relacionadas con las caricias y el confort de un cachorrito lanudo. Me acuerdo aquí de una frase atribuida a Thoreau. Dicen que pertenece a sus diarios, pero yo no he logrado encontrarla en ellos, sino escrita en un imán de nevera: “Cuando escucho música no le temo a nada. Soy invulnerable. No veo a ningún enemigo. Entro en contacto con los tiempos más antiguos y los más recientes”. Cuando escucho música y cuando como cocido, a mí me pasa eso mismo.

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