Gerhard Richter es uno de los grandes pintores del mundo contemporáneo. Se podría añadir que es un gran personaje, uno de los más originales, más desconcertantes, más inquietantes. Nació en Dresde en 1932 y ahora celebra sus ochenta años en el Centro Pompidou de París y en algunos de los mejores museos y galerías del mundo. Había visto algo de su obra en Berlín, en la década de los ochenta, cuando todavía existía el Muro, guiado por el entusiasmo germánico y pictórico, entre otros, de Federico Schopf, y ahora me salto el almuerzo y me doy un atracón de pintura en un sexto piso espacioso, encristalado, rodeado por el espectáculo de la ciudad, por la colina de Montmartre y el Sacre Cœur, por las torres de Notre-Damey de San Roque. Hay una muchedumbre de espectadores heterogéneos, apasionados, aparentemente conocedores: alemanes, ingleses, italianos, eslavos, japoneses, africanos. Tengo la impresión de que los sudamericanos, ubicuos, omnipresentes, brillan aquí por su ausencia.
Richter vivió bajo el nazismo y bajo el régimen soviético y consiguió escapar de todo. El realismo socialista le enseñó a dibujar y a convertirse en pintor ultrafigurativo, a la manera de Claudio Bravo, para dar un ejemplo más o menos cercano, y la abstracción, la fascinante y enigmática abstracción, lo animó a escaparse a Occidente. Yo me acuerdo de mi amigo de juventud, bastante mayor que yo, Enrique Bello Cruz, ensayista, crítico, hombre de izquierda, cercano a los comunistas, pero siempre separado de ellos debido a su afición a la pintura abstracta. Aprovecho mi visita a lo de Richter para recordar a Enrique, y mis acompañantes no entienden una palabra. Calculo que si fueran chilenos tampoco entenderían. Acabo de escuchar a un nieto suyo que encabeza un grupo de jazz y me digo que los años sirven para establecer relaciones, para enhebrar tejidos mentales, bastante difíciles de comunicar. La experiencia humana de Richter lo llevó a desconfiar de la palabra y a entregarse de lleno, en forma reiterada, obsesiva, a los lenguajes de las formas, de los colores, sin olvidarse nunca de la fotografía, comenzando con ella y continuando apegado a ella hasta ahora. En su infancia y en su juventud aprendió a saber de inmediato lo que se podía decir y lo que no se podía. Hoy día, todos los sobrevivientes de las llamadas “democracias populares” cuentan exactamente lo mismo. Isaak Babel llegó a sostener en los años treinta, antes de ser enviado por José Stalin al gulag y a la desaparición, que se había convertido en un maestro del arte del silencio. Un embajador polaco me explicaba hace poco que la escuela, en su infancia, era el lugar de la mentira. Pues bien, Gerhard Richter adoptó una frase de John Cage que ahora figura en el catálogo de su exposición: “No tengo nada que decir y lo digo.” Los franceses, aficionados al análisis interminable, desconfiados frente a la contradicción en los términos, explican ahora que esas palabras son la expresión más acabada de la “antiideología”. No estoy seguro, ya que podrían expresar una ideología soterrada, una crítica en estado de crispación. Alguien le pregunta si desconfía de las teorías y Richter contesta que sí, que por supuesto: él no es un intelectual. ¿Qué hacer, entonces? Pintar: pintar para comunicarse y para resistir.
Es un pintor de estilos variados, que sorprenden por su variedad, que equivalen, quizá, por eso mismo, al antiestilo. Nos encontramos, en consecuencia, en este sexto piso que parece flotar, con diversos “anti”. El artista descubrió el arte de la fotografía en sus años de juventud en Alemania del Este y se dedicó a oscurecer, a borronear, a deshacer los contornos de sus primeros trabajos fotográficos. Después hizo pintura casi fotográfica, en ruptura con la vanguardia estética. En la exposición del Pompidou hay un admirable desnudo femenino en una escalera, hay un cráneo digno de los barrocos mortuorios del siglo XVII, hay una vela solitaria cuya luz resplandece en la penumbra. En algún sentido, comenta, la pintura es un lenguaje universal, puesto que permite escapar a los problemas de los diferentes idiomas. De pronto, sin embargo, entra en la abstracción más absoluta, en el arte cinético, en las familias de Mondrian o de Vasarely. El hombre se desvía, hace pruebas de resistencia, de virtuosismo, de capacidad de aventurarse en maneras y estilos que no son los suyos, y regresa en seguida a sus cauces originales. Pero no sabemos cuáles son esos cauces originales: ni siquiera sabemos si existen. En una etapa, siente obsesión por el tema de las bandas rojas, por los terroristas muertos en acción. Recoge fotografías de los caídos y las interviene: cabezas que se han desplomado al borde de una acera, junto a un desagüe, en un asfalto húmedo.
Cuando llego a la sala central, ocupada por los grandes formatos, me quedo en silencio. En el Berlín de los años ochenta me asombré con sus espacios, sus explosiones de color, sus conflagraciones urbanas. Aquí, ahora, encuentro la paráfrasis, la reinvención de las aguas, los nenúfares, los boscajes de Claude Monet. Pero Monet es discreto, es elegante, es una dispersión de luces matizadas, impecablemente compuestas, en un fondo más bien sombrío. Richter, en cambio, no le tiene miedo al mal gusto, al exceso, a los colores estridentes. Con él entramos en el bosque, en el misterio de la naturaleza, en parajes sagrados. A veces retira un fragmento de sus propios cuadros y lo reproduce en una docena de formatos pequeños, graduales. Usa la computadora, la máquina fotográfica, los pinceles. Supongo que se divierte mucho. Es uno de esos alemanes que usan camisas a rayas gruesas, anteojos de marcos agresivos, corbatas improbables. En los años en que fui vagabundo en París, en Madrid, en Barcelona, en Berlín, me dediqué a contemplar estos fenómenos del mundo contemporáneo. Ahora repito la experiencia, pero solo puedo narrarla en las madrugadas. Es el precio que pago por ser un vagabundo un poco más elegante. Y no me detengo a meditar sobre el asunto, ni hago el balance. ~
(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.