Ilustración: Manuel Monroy

Temblor -del-Cielo

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La niña comenzó a hablar poco después de que su padre se fuera de la casa para unirse a la rebelión de Orlewen. Se llamaba Rosa y era pequeña y de ojos enormes, la cabeza tan grande que alguna vez su madre había sugerido, preocupada, que quizás fuera hidrocefálica. El padre, esa noche, le dijo que no exagerara, los niños eran así, algunas partes se desarrollaban antes que otras, todo era desajuste y desencuentro. La madre volvió a la carga, insistiendo en que no era normal que ella hubiera cumplido cuatro años sin llorar nunca y mucho menos pronunciar una palabra que se pudiera entender. Esos silencios le roían el alma. Ella misma había sido una llorona, en uno de sus primeros recuerdos estaba en la parte trasera del rikshö de su abuelo, él dando vueltas a la plaza del distrito para ver si ella se calmaba después de dos horas de llanto ininterrumpido. Además la enloquecía esa costumbre de Rosa de irse a una esquina de la sala principal y quedarse ahí sentadita, jugando con una muñeca de trapo o viendo las paredes, extrañada, como si estas respiraran. Ni los juegos de su hermana mayor la distraían de su ensimismamiento. El padre, pequeño granjero, le dijo que a él también le pasaba algo así, cualquier insecto u objeto que veía con detenimiento en la propiedad se ponía a latir, sobre todo las calabazas que cultivaba con tanta dedicación, era un efecto de las cosas o de la mirada o quizás del encuentro de las cosas con la mirada. En cuanto al silencio, solo era cuestión de tiempo, se saltaría la etapa de los balbuceos y cuando hablara lo haría en frases complejas. La madre no se desprendió del rosario mientras hablaban. No lo convencería de llevar a Rosa al médico. Era parte de su fe y ella lo había aceptado así. Con el tiempo, hasta se había convencido de que era lo correcto. La naturaleza del mundo: buscar soluciones sin artificio. Desatino todo lo demás.

Vivían en las afueras de Nova Isa, en un distrito conocido como Temblor-del-Cielo. Los vecinos los respetaban por su capacidad para el trabajo, pero no se metían con ellos porque eran una familia kreol diferente. Juntaban, ecuménicos, a Dios con Xlött, y llevaban a cabo, tres veces por semana, ceremonias nocturnas con cánticos y jün. Al distrito habían llegado noticias del levantamiento de Orlewen, y si bien algunos creían en el Advenimiento, era más fuerte el miedo a las represalias de los pieloscura. Poco después se supo que el granjero convocó a una reunión secreta en la que proclamó que había llegado el tiempo del mundo dándose vuelta. Los shanz visitaron la casa y los interrogaron. El granjero negó a Orlewen una y otra vez. Al día siguiente desapareció, dejando solas a la madre y a sus hijas. Decían que se había unido a la rebelión.

Una tarde Rosa comía un plato de calabaza al horno bañada en miel cuando se puso a pronunciar palabras que a su hermana Ágata, que estaba junto a ella, no le sonaron irisinas ni del dialecto que se hablaba en la región ni de ninguno de los lenguajes de los pieloscura. Seidel, dijo la niña en un acento remoto, como si ella también acabara de llegar de Afuera. Cheiro, dijo, y Ágata se rio, pensando que era mejor cualquier palabra a ese silencio que había avanzado aún más con la partida del padre. La madre vino corriendo, a instancias de Ágata, y se puso a escuchar las palabras que Rosa pronunciaba. Palabras que salían como una explosión de agua desde el centro de la tierra. Seidel cheiro, dijo la madre, y agarró el tenedor y le dio un pedazo de calabaza en la boca. No era bobita su hija. Tenía razón él, solo necesitaba un sacudón. Tu ausencia a cambio de su voz, di. Rosa rio con una risa imprevista y la madre se asustó, aunque no tardó en recuperar la calma.

Esa noche Rosa llamó Niña grande a su madre. La madre, entusiasmada, salió a buscar a algún vecino para contarle lo que ocurría. Ágata la acompañó. En la oscuridad la madre distinguió la silueta de dos shanz caminando por la calle de tierra, como si con su sola presencia fueran capaces de disuadir a los kreols e irisinos de Temblor-del-Cielo de sumarse a la insurgencia. Iba a entrar a la casa cuando descubrió a Rosa detrás de ella, en el jardín. La niña señaló a las estrellas, y dijo, con una claridad de espanto, Estrellitas altas, tiritan. Todo naciendo. La niña rio, y la madre la abrazó y la besó. Las hormigas caminaban en fila india por el sendero que daba a la calle, y Rosa concluyó: hay que saber seguir. Los glimworms iluminaron el jardín posándose sobre una enredadera, y la niña dijo, están llenos de luz, señalándolos con el dedo.

Tú estás llena de luz, tú, mi niña, dijo la madre.

Fueron días de jugar con las palabras. Si un pájaro dejaba de cantar, Rosa decía el pajarito desapareció del ruido. Si encontraba una hormiga muerta en el jardín, la alzaba y decía, te visitaré antes de desrecordarte. Salían al pedazo de propiedad, descuidado desde la partida del padre, con calabazas pudriéndose en esos días de sol pleno y sequía, y ella se paraba entre los cultivos y decía algo se sobresalta abajo y viene a vernos. Los lánsès que se posaban en el techo de la casa eran los señores visitas, y cuando comía algo que le gustaba, decía la vida es. A la llegada de la noche ella la llamaba lo oscuro hace su nido.

Hubo días en que Rosa regresó al silencio. Para volver a despertar sus palabras, a Ágata se le ocurrió mostrarle un holo del padre. Uno de cuando la familia había ido a la feria de los globos aerostáticos, en una planicie encerrada entre montañas a dos horas de donde vivían, y el globo que alquilaron, de colores sangre y azul, subió y subió al cielo ante la agitación de la niña, que no dejaba de señalar una luz que tiritaba en el firmamento, como si algo o alguien la esperara allá. La niña habló entre risas, dirigiéndose al holo: voy a visitarte. La madre intervino: él volverá antes de que tú vayas. No es un hombre de guerra, se cansará pronto. La niña la miró con sus ojos burlones. Poco después comenzaron los milagros. Rosa volvió a su refugio en una de las esquinas de la sala, y dijo:

Quiero visitas.

Al rato una plaga de boxelders invadió la casa, cayendo por las ventanas, asomándose por las hendijas del techo, apareciendo por entre las alacenas. Los boxelders se dirigieron en busca de la niña y la rodearon sin tocarla. La madre y la hermana contemplaron pasmadas lo que ocurría. Los boxelders no tardaron en desaparecer.

Al poco tiempo la madre se enfermó y debió quedarse en cama con fiebre, acompañada por una prima lejana que vivía en otro distrito de Nova Isa, cerca de la prisión. La madre pasaba noches de agobio, rechazando los remedios que le ofrecía la prima y alternando sus rezos a Dios y a Xlött. La prima le había dicho que esos rezos eran una herejía, debía decidirse por uno o por otro. Si seguía así ella no pensaba quedarse más noches en la casa. También le sugirió que entregara a la niña al monasterio de los defectuosos. Me pone nerviosa su silencio. Hay algo roto en su cabeza.

Entonces la niña se acercó a la madre y se echó sobre ella. La madre sanó en menos de un minuto. Temerosa, la prima se fue después de que la madre le pidiera que guardara el secreto. No habría monasterio para su niña, y tampoco quería que vinieran a quitársela.

A la mañana siguiente un vecino le ofreció una suma irrisoria por la propiedad. La madre lo echó de la casa tirando un portazo. Pensó que algo debía hacerse al respecto. Si no era alguien del distrito, vendrían las autoridades a confiscarle ese valioso pedazo de tierra. Se le ocurrió que quizás no necesitaban de ayuda para que los cultivos reverdecieran. Habló con Rosa y le dijo, implorante:

Hay que intentar no vender la propiedad. Unas palabras tuyas obrarán el milagro.

Rosa se puso a correr por la casa y saltar en el jardín. Quiero un arcoíris, dijo, y esa tarde apareció en el cielo un arcoíris. Quiero pájaros verdes, dijo, y en vez de los lánsès se posó en el techo una sarta de loros bulliciosos, pequeños y de picos negros, que hacían un alto en su viaje a un valle cercano. La niña volvió a sentarse en su esquina y la madre dijo:

Pide cosas prácticas, niña. Con arcoíris y loros no iremos a ningún lugar.

Rosa permaneció inalterada. La madre pidió más cosas: se acababan la leche, el arroz, la carne, los dulces, las frutas. La niña sonrió, los ojos cerrados, como si escuchara ahí adentro, en su ensimismamiento, una voz que no era la de su madre.

Esa misma noche Rosa enfermó. No paraba de temblar. La malaria, decían, había llegado a Nova Isa. La madre dudó, esta vez sí, acerca de su rechazo a los doctores. Quizás convenía llevarla a una posta sanitaria. Al final no pudo con sus creencias, y armada de su rosario se puso a rezar a Dios y a Xlött. La niña, en su cama, dijo:

Quiero visitar a mi pa. Desencarnarme pronto y que me dejen nel jardín, junto a las hormigas, pa que me vean los pajaritos verdes y los arcoíris.

Rosa pidió a su hermana que limpiara el cuarto de todo objeto. La silla, una cómoda y una repisa fueron trasladadas a la sala; los juguetes y la ropa se amontonaron en la cocina. Desde su cama, Rosa contempló durante horas, como en estado de trance, esa pieza vacía, de piso crujiente y paredes agrietadas. La madre y la hermana la veían expectantes, procurando no interrumpirla. La madre soñaba con que su niña volvería de allá con el deseo de ayudar a que la casa no se perdiera.

La niña volvió en sí. He visto a pa, dijo, y se puso a llorar.

Contó que estaba tirado entre unos matorrales, en el valle de Malhado. Una bomba lo había alcanzado, destrozando su pecho y su cara. Ella estuvo ahí, a su lado, hasta que él no pudo más y se desencarnó.

La madre insultó a Xlött y a Dios y lloró junto a Ágata. Rosa les pidió que se callaran.

Construiré la casa más hermosa del mundo, dijo. Me iré a vivir allí con pa y las esperaré.

La madre la miró, incrédula, pero no pudo decirle nada porque la niña había vuelto a entrar en trance.

Al cuarto día Rosa salió del trance para decir una sola palabra:

Yastá.

La niña nunca más volvió a pronunciar palabra. Se quedó en cama con una sonrisa, al cuidado de su hermana. Meses después, cuando ya no pudo más, la madre decidió hacer caso a su prima y entregó a Rosa al monasterio de los defectuosos. El atardecer en que le anunciaron que le confiscaban la propiedad, salió al jardín y, serena, mientras observaba el parpadeo de los glimworms, se detuvo en un pensamiento: la niña no las había ayudado. Así fue como Rosa dejó de ser su hijita en gloria, la santa niña. ~

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(Cochabamba, 1967) es escritor. Su libro más reciente es Los días de la peste (2017).


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