No llevo la cuenta de las veces que me ha caído el regaño del guardia de un museo, luego de que la curiosidad me hiciera acercarme demasiado a un lienzo. ¡Atrás! Retrocedo enseguida y busco en el piso la marca –puede ser un punto o una línea– que indica la cercanía máxima que puede haber entre una pintura y la punta de mi nariz. Ni los policías del metro cuidan con tanto celo que los pasajeros permanezcan detrás de la línea amarilla del andén que los salva de caer a los rieles y ser arrollados por los veloces vagones subterráneos.
Los guardias no son los únicos que exigen la respetuosa distancia de los espectadores. A menos de que se corra con la suerte de ser curador, historiador o crítico de arte, las opiniones que uno tenga jamás inciden en los significados de esta pintura o aquella escultura. El visitante sale del museo y se lleva su experiencia, que se pierde en las actividades del resto del domingo –tal vez algún pariente la escuche durante la sobremesa, quizá un compañero de la oficina pregunte por ella. La frontera física entre el arte y el espectador que vigilan los guardias es mucho más anodina frente a esta otra.
La separación pareció insalvable cuando, por un tiempo, la pintura se empeñó en apartarse de la vida de las personas –y, por más tiempo, en desdeñar la experiencia de las mujeres. El minimalismo, por ejemplo, se despojó de contenido; el arte prefirió elevarse a la abstracción y pensarse a sí mismo.
La década de los sesenta vio en todo ello un problema. Claro que para cerrar la distancia entre el espectador y el artista hace falta creer que la gente tiene algo valioso que decir. Hay que de veras ser democrático. Para llevar este principio político al arte –y a sus últimas consecuencias–, no queda de otra más que renunciar al monopolio de la creación y el significado –incluso hay que desprenderse de la vanidad de imaginarse a uno mismo como genio. Cuando se cede el control de la obra, el artista da un paso atrás y el público un paso adelante.
Para que las espectadoras fueran participantes,[1] algunas artistas de los sesenta y los setenta se atrevieron a dejar sus piezas incompletas. En México el mejor ejemplo de ello es Mónica Mayer. En 1978 decidió preguntarle a más de 700 mujeres “de distintas edades, rumbos y clases sociales” qué odiaban de la ciudad. Cuenta que en esa ocasión tuvo que dirigir el sentido de las respuestas, insistir para que se percataran de la relación entre su cuerpo y su experiencia urbana.
“¿Y no te molesta que te manoseen en el transporte público?”, preguntaba cuando alguna contestaba que le fastidiaba la contaminación o la basura en las calles. En ese diálogo las mujeres reconocían que sí, que era cierto que les incomodaba y enfurecía que perfectos desconocidos se concedieran la licencia de tocarlas sin su consentimiento. Finalmente, cada participante escribió, con su puño y letra, la experiencia que tenía del acoso en un papel color rosa y lo colgó del tendedero con ayuda de un gancho de ropa. Sin el contenido aportado por ellas, la pieza no habría sido más que un montón de papelitos, una pregunta lanzada al aire, un pesado silencio.
Me imagino que Mayer detesta a las audiencias adiestradas en el temor y el respeto al arte, que le incomodan las silenciosas habitaciones de los museos y que decidida a que se tambaleen las jerarquías, se acerca a platicar de las obras con los espectadores, por medio de lo que llama Performance parásito.
Pienso también que sus tendederos –pues los ha reactivado varias veces–[2] son la forma visual de los grupos de conciencia feminista, aquellos en los que se han reunido las mujeres desde los sesenta para contarse lo que pasan con sus maridos en casa, con sus jefes en la oficina, con los hombres en las calles, y encontrar en esa gran conversación experiencias comunes que muy pronto dejan de ser anécdotas personales y se reconocen como problemas políticos. Creo que se pueden entender de la misma manera los hashtags feministas que circulan en Twitter: tendederos virtuales, redes en las que cuelgan tuits en lugar de papeles, grupos de conciencia, al fin y al cabo.
El proceso que usa Mayer revela que no pretende hablar por nosotras: no hace una imagen de las mujeres a la medida de sus convicciones, no las representa en sus piezas; en cambio, son ellas las que escriben y colaboran para que el conjunto cobre sentido. A su trabajo realmente lo recorre un compromiso democrático y feminista. Entiendo que nada de esto le viene bien a la versión encumbrada del arte, esa que aún se resiste a aceptar que en lo colectivo –y no sólo en la inspiración de un genio– hay otra fuente de la creación.
[1] La historiadora del arte feminista mexicano, Karen Cordero, llama “espectadores-participantes” a la audiencia de varias obras de Mónica Mayer. Ver Karen Cordero Reiman, “Si tiene dudas… pregunte: la propuesta artística de Mónica Mayer”, en Mónica Mayer. Si tiene dudas… pregunte: una exposición retrocolectiva, Museo de Arte Contemporáneo, UNAM, Fundación Alumnos47.
[2] La última ocasión que Mayer reactivó el tendedero fue en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo en 2016. En la versión original preguntó “¿cómo mujer, que es lo que más odias de la ciudad?” mientras que en ésta preguntó directamente por el acoso: “¿cuándo fue la primera vez que te acosaron?, ¿te han acosado en la escuela o en la universidad?, ¿cuál fue tu primera experiencia del acoso?, ¿qué has hecho o qué harías frente al acoso?” Las nueve mil respuestas fueron conservadas.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.