Quizá debamos leer la campaña de Donald Trump –sus rallies, sus discursos– en paralelo a las acciones de los así llamados “artistas de la guerrilla”. Y es que cada vez que el republicano va a dar un paso, los grafiteros se le adelantan.
Un día antes de que el candidato llegara a la ciudad de Omaha, Nebraska, un colectivo anónimo de artistas escribió “Dump Trump” en la parte más alta de un elevador de granos que colinda con la carretera interestatal número 80. De acuerdo con el periódico local, los dueños no pudieron limpiar el mensaje antes de que se celebrara el rally –las letras eran muy grandes y hacía falta diseñar medidas de seguridad antes de mandar a un equipo de trabajadores a esa parte tan alta y riesgosa del elevador de granos–, miles de personas lo leyeron. Hay algo más a discusión que la eficacia del grafiti. No todos pueden rentar un anuncio de 20 metros de largo por 2.5 de alto, ni pagar un comercial que se transmita por televisión. Por ello, los guerrilla artists se sirven de la arquitectura urbana y de los ritmos de la ciudad como medios alternativos de comunicación masiva. Los primeros grafiteros de Nueva York, por ejemplo, pintaban los vagones del metro para que el sistema de transporte público (una pieza fundamental de cualquier ciudad) difundiera su nueva visión estética.[1]En el caso del grafiti de Omaha, la altura del elevador de granos y su ubicación en la carretera principal fueron aprovechados para crear un espectacular gratuito. Así, un grupo de artistas –que permanece anónimo– le dio la vuelta a la estrecha relación que hay entre los medios de comunicación, la publicidad y el dinero (elementos con los que Trump se distingue a sí mismo).
Para otro buen ejemplo del enfrentamiento entre el candidato y los artistas callejeros hay que imaginarse al artista Plastic Jesus en la madrugada del 19 de julio, trabajando rápido y expedito, al pendiente de las sirenas de las patrullas y los rondines de la policía. Al día siguiente, la estrella del Paseo de la Fama de Hollywood que le corresponde a Donald Trump amaneció con un pequeño muro de concreto a su alrededor, en clara alusión a la promesa que el republicano ha hecho sobre reforzar la frontera entre México y Estados Unidos. La imagen se viralizó en las redes sociales, convirtiéndose en otra forma del grafiti; un grafiti digital, si se quiere.
Además de burlarse del muro (a esa escala, la pared fronteriza de Trump se vuelve ridícula), la intervención de Plastic Jesus revela –mucho mejor que otras obras– quién tiene acceso al espacio público y quién no. El Paseo de la Fama, de acuerdo con el sitio oficial, fue concebido como estrategia de mercado, una de las más exitosas de la historia. En la década de 1950, la Cámara de Comercio de Hollywood negoció con el condado de la ciudad de Los Ángeles la puesta en marcha de este proyecto que combina el mejoramiento urbano con el comercio y el turismo, y las banquetas del Hollywood Boulevard y Vine Street le fueron cedidas a la industria del entretenimiento. Por si fuera poco, hay que pagar 30,000 dólares y haber sido famoso por al menos cinco años consecutivos para hacerse de una estrella. Queda claro que Hollywood tiene los recursos, la influencia y el cabildeo que se necesitan para hacerse del espacio público. La instalación de Plastic Jesus fue considerada un acto de vandalismo –y no un ejemplo de arte callejero–, y a los pocos días fue retirada. Sin embargo, aunque ya no esté en pie, el diminuto muro es mucho más que un comentario en contra de la xenofobia de Trump; es también una crítica del star system y de la versión del éxito que promociona el candidato. No deja de ser irónico que con poquísimo dinero –diez dólares bastan para comprar 4 litros de cemento–, Plastic Jesus haya puesto en jaque uno de los símbolos del billonario Trump.
Vale la pena señalar que el artista permanece en el anonimato. Tanto él como otros artistas urbanos se sirven de pseudónimos para oponerse al capitalismo y a la celebridad. Este rechazo es tan importante que la compilación del World Atlas of Street Art and Graffiti excluyó a “toda obra que haya entrado a las galerías y casas de subastas, así como aquellas que hayan sido comisionadas por una institución”.[2]Y es que el arte urbano se asume gratuito (no tiene valor de mercado), democrático y público. No le pertenece a nadie y nadie cuida de él. Dice Nicholas Alden Riggle, profesor de filosofía de la Universidad de Nueva York, que la lluvia puede desgastar las obras, el polvo y la contaminación pueden ennegrecerlas y el paso de los peatones, dañarlas. También es posible que un peatón enfurecido las destruya. En la medida en la que pertenecen a lo público, las personas pueden participar como lo deseen: de manera agresiva, contemplativa, burlona, fraternal.[3]Los artistas jamás demandarían a un espectador por “daños”. Sin duda, esta indiferencia ante la propiedad privada es algo que confundiría a Trump, quien suele llevar a juicio a cualquier que ponga su nombre y su reputación –es decir, su marca– en entredicho.
Recordemos que desde que anunció su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, Trump ha insistido en un mensaje clave para su campaña: que es billonario. Una y otra vez, ha querido legitimar su entrada a la política a partir del éxito del que goza (definido por él mismo en términos de celebridad y riqueza) y su “pericia” en los negocios. Si Estados Unidos es una marca, argumenta, ¿quién mejor que un empresario “asquerosamente rico” para dirigirla? Es en esa dimensión –y no solo en el contenido xenófobo y racista de sus discursos– que los artistas urbanos se han enfrentado a Trump. El espacio público, manifiestan con cada una de sus obras, no será dominado exclusivamente por la publicidad electoral y comercial del republicano. Puede ser que aquello que apresuradamente juzgamos de vandalismo tenga un valor insospechado: un grafiti es más que un rayón.
[1] Ver Robert Schacter, World Atlas of Street Art and Graffiti, NewSouth, Australia, pp. 16-17
[2] Ibid, p. 10.
[3] La definición completa de arte urbano –una de las más pensadas– está disponible en Nicholas Alden Riggle, en “Street Art: The Transfiguration of the Commonplace”, The Journal of Aesthetics and Art Criticism, Vol. 68, No. 3, verano de 2010, pp. 243-257.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.