Fotografía: Awakening

Entrevista a Sarah Bakewell. “El existencialismo está tan integrado en nuestra cultura que ni siquiera lo detectamos”

En el café de los existencialistas (Ariel, 2016) es una biografía coral y la historia de un movimiento: es un libro sobre filosofía y también un libro de aventuras. Sarah Bakewell (Bornemouth, 1963) sigue las trayectorias de un puñado de personajes, estudia sus influencias y su relación con los acontecimientos históricos. Explica sus ideas y también sus vidas: el peso de la libertad, el tejido de amistades y enemistades, las ideas prestadas y transformadas, el rescate de manuscritos amenazados durante la catástrofe europea, las actitudes ante el sexo y el amor, y la importancia de la política y las lealtades.
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¿Por qué decidió escribir sobre el existencialismo?

 

Siempre me ha interesado. Fue mi primera introducción a la filosofía. Tenía dieciséis años cuando leí La náusea de Sartre. Quería volver para ver quién había sido: quería descubrir si todavía tenía sentido para mí. Todavía me interesa, pero de maneras totalmente diferentes. La primera vez me pareció excitante porque reflexionaba sobre la vida, sobre el universo, sobre todo. Ahora me interesa porque surge en un momento determinado de la historia, aunque creo que es relevante en la actualidad. También me fascinó la gente que había detrás de la filosofía. Por eso quería escribir sobre personas e ideas. Es algo que empecé con Cómo vivir. Una vida con Montaigne. Al principio quería escribir una biografía convencional, pero no tenía sentido. No tuvo una vida tan emocionante. Lo que resulta atractivo es su manera de escribir. En el caso del existencialismo, las vidas eran más atractivas. La guerra cambió la manera de pensar de todos, en direcciones distintas. Me interesaba estudiar el modo en que sus ideas influyeron en su manera de vivir y la forma en que sus experiencias influyeron en sus ideas.

Toma de Iris Murdoch el término de “filosofía habitada”.

Cuando dices que la vida y la filosofía van juntas, la gente espera que los filósofos tengan vidas perfectas, y cree que si no las tienen es porque algo funciona mal en esa filosofía. No comparto ese punto de vista. Pero es interesante ver cómo vivían una filosofía, cómo esta afectaba a sus vidas: en ese sentido la idea de “filosofía habitada” es muy útil.

En el libro incluye una lista de los elementos del existencialismo. Entre ellos destacan el énfasis en la libertad y en la experiencia, que vincula a la fenomenología.

Los fenomenólogos trataban de encontrar un método para acercarse a los asuntos filosóficos habituales, pero querían hacerlo a través de la experiencia, de las cosas mismas, en vez de hacerlo de manera abstracta. Es una herramienta muy poderosa no solo en filosofía: también se ha aplicado a la teología, la música o la enología. Resultó un método muy fértil, pero todos tenían una idea muy distinta acerca de cómo emplearlo.

Hay dos países principales: Alemania y Francia. En el caso de Alemania, los autores de los que habla estaban vinculados al mundo académico. En Francia, eran más bien intelectuales, que a menudo tenían una vocación pública.

En Alemania es un fenómeno que se produce en ambientes universitarios, en Friburgo y otros sitios, como Heidelberg. En el caso de Francia, Sartre, Simone de Beauvoir o Camus no tuvieron carreras académicas, y eso fue una decisión, al menos en algunos casos, como Sartre y Beauvoir. El único que lo hizo fue Maurice Merleau-Ponty, pero era un fenomenólogo y no un existencialista.

El tipo de libros que escribían los autores alemanes y franceses también era diferente.

Camus, Sartre y Simone de Beauvoir escribieron novelas, y es muy difícil imaginarse a Heidegger escribiendo una novela. Escribió poemas, bastante malos. Curiosamente, Sartre nunca escribió poesía. Los franceses escribían novelas, obras de teatro, relatos. Utilizaron muchos métodos para transmitir sus ideas. En cierto modo eran más escritores que filósofos, si es que se puede establecer esa distinción. El que escribió tratados filosóficos fue Sartre. Escribió mucho: viendo su producción, se le podría recordar como biógrafo. Escribió su autobiografía, pero también sobre Jean Genet, Baudelaire, Flaubert (aunque no la terminó: escribió tres mil páginas y solo llegó a Madame Bovary).

Con su rechazo a las convenciones y la importancia de la libertad y la elección, a veces parecen un avatar del romanticismo.

A ellos no les habría gustado que se lo dijeran, pero existe esa conexión. Y, sin duda, está la imagen romántica, en un sentido no filosófico: alguien, por ejemplo Camus, en una esquina en penumbra, en un café con un cigarrillo en los labios (siempre hay un cigarrillo). La realidad, como ocurre siempre, no era tan romántica. En parte, estaban en los cafés porque era el único lugar donde no tenían frío, en épocas en que vivían en habitaciones espantosas sin calefacción. En el París ocupado Simone de Beauvoir dormía con la ropa puesta por el frío. Se ponía esos turbantes que luego se hicieron célebres, pero decía que empezó durante la guerra porque mantenían el calor, era difícil lavarse el pelo y nadie tenía dinero para ir a la peluquería. Empieza a ponerse el turbante y al final se convierte en una declaración de intenciones, en algo que otras personas imitaron.

Usted empezó un doctorado sobre Heidegger. Es uno de los personajes más incómodos de su libro.

Sí, y luego lo dejé. Una de las cosas que me atraían de escribir el libro era redescubrir lo que me había parecido tan interesante y verlo desde una perspectiva distinta. La visión general de Heidegger también ha cambiado. Ahora, con razón, se habla mucho de su vida y sus decisiones políticas, de cuánto duró su nazismo y qué influencia tuvo en su filosofía. Cuando yo estudiaba no recuerdo que se hablara tanto de eso. Lo que cambió la conversación fue Heidegger y el nazismo, de Víctor Farías, en 1987. Además, ahora hablamos más de la conjunción entre ideas y vida. Cuando yo estudiaba se pensaba que no había que hablar de la biografía, que todo se reducía a los libros.

También era el punto de vista de Heidegger. Quizá, en su caso, tenía razones para ello.

Los franceses creían en la combinación entre filosofía y vida, mientras que él nunca creyó en eso. Empezó una conferencia sobre Aristóteles diciendo: “Nació, escribió y murió, y eso es todo lo que necesitan saber.” Pero, por supuesto, le resultaba muy conveniente.

En el libro lo compara con un escritor vanguardista, del modernism.

Heidegger no habría estado de acuerdo, pensaba que hacía filosofía y no literatura. Pero me parecía un buen experimento mental acercarme a esa manera de escribir tan extraña y perturbadora comparándola con los experimentos de la literatura de las vanguardias. Mientras escribía, leí un fragmento de Ser norteamericanos de Gertrude Stein, que cito en el libro, donde dice: no trata de los personajes, sino del ser en los personajes, que cambia. Es una idea muy extraña y creo que es exactamente lo que diría Heidegger. No es el carácter sino el Ser. No es algo que se deba tomar demasiado en serio, pero me parecía una buena idea. Él quería superar la historia de la metafísica y comenzar todo de nuevo. Y, en cierto modo, eso no anda lejos de la estética de la vanguardia.

Habla también de su odio a la modernidad y la tecnología.

Ahora nos resulta interesante porque escribía sobre la tecnología. Muy pocos filósofos habían abordado con seriedad el tema, y ahora se le cita a menudo. Heidegger nos recuerda que no se trata solo de aparatos y de lo que pueden o no hacer, sino de que tienen efectos en nosotros, en nuestra forma de ser. Pensaba en el cine, por ejemplo. Decía: “Nos deja ver algo filmado en Tokio, y lo vemos enseguida, y eso aplana el mundo. Aunque la red de información se extiende, también se vuelve más superficial.” Esa observación parece hoy más relevante todavía. Tampoco le gustaban las máquinas de escribir; su hermano pasaba a máquina todo lo que escribía. Y luego su mujer: la clásica mujer del filósofo que hace todo el trabajo duro.

En el libro hay autoras célebres, especialmente Simone de Beauvoir, pero también hay mujeres menos conocidas que son importantes.

Había un contraste interesante con Karl Jaspers, que era amigo de Heidegger pero quedó horrorizado por su viraje hacia el nazismo. A diferencia de Heidegger, él trabajaba muy de cerca con su mujer, Gertrude Mayer. No eran como Simone de Beauvoir y Sartre, pero Gertrude era muy importante para él. Le ayudaba mucho a desarrollar las ideas. Cuando se lo dijo a Heidegger, este quedó horrorizado. A Heidegger no se le ocurría hablar con su mujer de filosofía, ni en general con nadie, salvo con un grupo de alumnos.

Hannah Arendt y Sartre dicen casi lo mismo sobre Heidegger: que no tenía carácter.

Sí. No es que tenga mal carácter, es que carece de él. Es una observación llamativa, y es algo que da que pensar cuando lo lees. En cierto modo es muy hermoso, algunas de sus ideas son muy poderosas, y escribió, cuando normalmente los filósofos no escribían de estas cosas, sobre Mitsein, sobre estar con los demás, sobre las relaciones humanas. La persona que dice eso está con el Partido Nazi y aparentemente no tiene sentido, pero por supuesto para él sí lo tenía: quizá porque pensaba de un modo alejado de la empatía humana común. Pero es una de las preguntas que surgen. No creo que eso invalide su filosofía, pero arroja una luz distinta. Si él no tenía carácter, quizá –aunque no necesariamente– su filosofía tampoco lo tuviera.

Al final de su vida, en los años treinta, Husserl, creador de la fenomenología y maestro de Heidegger, reivindicó el cosmopolitismo y el racionalismo.

Dio unas conferencias a grupos de estudiosos diciendo que en ese momento era importante hacer un esfuerzo conjunto para salvaguardar la racionalidad, frente a los impulsos místicos e irracionales que favorecían la violencia. Hizo un llamamiento en defensa de la racionalidad. Aunque no funcionó, se comprometió, como diría Sartre. La relación entre Heidegger y Husserl es conmovedora. Husserl veía en Heidegger una especie de hijo adoptivo, alguien que continuaría sus ideas. Pero luego Heidegger se volvió contra él tanto política como filosóficamente. Y en esos momentos, en los años treinta, Husserl veía lo que estaba pasando y acabó rechazando por completo la filosofía de Heidegger.

El tiempo no parece haber sido amable con Sartre. Pero, en comparación con Heidegger, el libro ofrece una visión relativamente positiva.

Sí, la historia no ha sido buena con sus decisiones. A diferencia de lo que me ocurre con Heidegger, siento simpatía por lo que Sartre intentaba hacer. Trataba de construir un mundo en el que no hubiera pobreza, guerra o sufrimiento. En cierto modo admiro la manera en que intentaba cambiar sus ideas. Creía que se podía transformar la experiencia humana. Nunca lo logró. Pero, pese a sus errores, admiro que nunca quisiera retirarse del terreno político: eso no fue nunca una opción para él.

Dice que tomó ideas de muchos lugares distintos, que sabía hacerlas propias.

Y tuvo problemas con todo el mundo. Lo recordamos por su apoyo al comunismo y la Unión Soviética, pero eso fue un periodo breve. Y el Partido Comunista Francés detestaba a Sartre y detestaba el existencialismo, lo desdeñaba y lo veía como un enemigo porque el existencialismo es una filosofía de la libertad y eso no encaja bien con el marxismo, que presenta un gran engranaje que va a conducir a una sociedad perfecta. No hay lugar para una idea existencialista de la libertad. Son dos visiones irreconciliables, pero Sartre lo intentó. Gente cercana a la Unión Soviética decía que era una hiena con una pluma estilográfica, un intelectual decadente y oxidado. Sus libros estaban prohibidos en países del este de Europa, como Checoslovaquia. Esto, evidentemente, hacía que más gente quisiera leerlo. Es paradójico que ahora pensemos en Sartre como una terrible figura comunista y que en su época sus libros se prohibieran en países socialistas porque era un decadente intelectual occidental que hablaba de la libertad.

En el libro, cita una descripción: alguien que no sabía ser moderado.

Tiene una declaración que es horrible y muy descriptiva al mismo tiempo: “Sí, he cometido errores, pero cuando he pensado en ellos me he dado cuenta de que siempre era porque no fui lo bastante radical.” También dijo: “Si miras todas mis elecciones, ves que al final era básicamente un anarquista.” Tomó decisiones realmente espantosas: apoyar a Pol Pot o Mao es imperdonable, pero intento comprenderlo. Esas posturas tenían que ver sobre todo con el anticolonialismo. Pensaba que la batalla contra el viejo mundo colonial era lo más importante. En su vida hay una búsqueda incesante de ideas, luego no le gustaban y pasaba a la siguiente.

Otro aspecto que señala es la generosidad. Por ejemplo, cuando murió gente de la que se había distanciado.

Tras las muertes de Camus y Merleau-Ponty escribió bellos textos sobre ellos. Pero fue generoso a nivel personal también. Él y Simone de Beauvoir apoyaron a muchos escritores jóvenes para que los publicaran, escribieron prefacios e introducciones. Otro ejemplo es la campaña a favor de la gente que intentaron defender en Argelia.

La obra más importante que produjo el existencialismo es El segundo sexo, de Simone de Beauvoir.

Si aceptamos ese criterio como medida de la importancia de un libro, es el que tuvo más impacto en la vida de la gente. Cambió la forma en que muchas mujeres y algunos hombres veían las cosas. No abundan los libros de filosofía que tienen un impacto tan grande y duradero. Muchas obras posteriores del feminismo parten de El segundo sexo, que además es un libro totalmente existencialista, que parte de sus posiciones sobre la libertad y la definición de uno mismo como ser humano.

Compara la influencia del libro con la obra de Darwin, Marx y Freud.

En un modo muy específico. En otros aspectos es muy diferente. Es uno de esos libros que redefinen qué significa ser humano en relación a otro elemento: Marx lo hizo en relación a la economía, Beauvoir lo hizo con respecto al género. En ese momento no se pensaba de ese modo. No se cuestionaba el género. Se creía que lo normal era ser hombre y que ser mujer era una suerte de caso especial. Lo que hace ella es decir que toda la experiencia humana está afectada por el género. Fue un cambio importantísimo.

No es un movimiento unitario. No siempre es fácil saber quién pertenecía a él o no. Por ejemplo, aunque a veces se coloque a Camus en ese grupo, muchas de sus ideas eran distintas.

Una de las cosas que vi al escribir el libro es que la definición se desmorona enseguida. Sartre y Beauvoir no querían aceptar la etiqueta al principio, luego se rindieron. Diría que parte de lo que significa ser existencialista incluye el rechazo a esa etiqueta, de manera que es en sí contradictorio. Si dices: “Soy existencialista”, posiblemente estás cerca de la mala fe. Camus no era existencialista en realidad: él no creía serlo, y Sartre tampoco creía que lo fuera. Hay muchos solapamientos, pero el análisis existencialista de la libertad y el sentido es muy distinto del de Camus. Es diferente porque se basa en la fenomenología: la idea de cómo se produce el sentido es muy distinta a la de Camus. Si nos enfrentamos al absurdo, encontramos cómo son las cosas y les damos un sentido. Para Sartre, y esto es una idea que viene de la fenomenología, el sentido está en el mundo que experimentamos: lo creamos, pero es real. Parece una diferencia menor pero es muy importante. En La náusea, cuando Roquentin piensa que nada tiene sentido para él, esto es una señal de que algo no funciona, no la señal de que veamos por fin el absurdo de la existencia.

El desacuerdo entre Camus y Sartre gira en torno a la justificación de la violencia política.

La disputa fue por razones políticas, por la Unión Soviética: sobre si la idea comunista podía llegar a realizarse. Camus pensaba que no y Sartre, en ese momento, estaba en su periodo más favorable a la Unión Soviética. Sartre pensó que Camus reforzaba a los enemigos del movimiento comunista, que daba armas a la derecha, a los capitalistas. Se sintió traicionado. La querella política se convirtió en una disputa personal. Camus pasaba un momento difícil, y Sartre también, personal y políticamente, trabajando a un ritmo ridículo y tomando anfetaminas. No estaba muy equilibrado. Pero el desacuerdo político fue fundamental. Camus no creía que fuera admisible sacrificar una vida individual por una lejana posibilidad de alcanzar una sociedad perfecta. Sartre pensaba que, si de verdad puedes conseguirla, te ahorras una gran cantidad de sufrimiento. No se pueden reconciliar esas dos diferencias fundamentales. Sartre se peleó con Merleau-Ponty por el mismo asunto.

Merleau-Ponty es uno de los personajes más llamativos del libro.

Desde el punto de vista político, era muy interesante. Cambió radicalmente de idea. Después de la guerra se volvió muy prosoviético, todavía más que Sartre. Y luego se hizo muy anticomunista, de ahí su pelea con Sartre. No era existencialista. Pero intentaba producir una filosofía que mostrara la experiencia humana tal como es. También escribió sobre el cuerpo: para él, no puedes separar cuerpo y mente, la experiencia tiene que ver con el cuerpo, y es también social, tiene que ver con nuestra relación con los demás. La filosofía de Merleau-Ponty trata de reflejar la experiencia humana tal como es, en vez de tal como debería ser conforme a cierta estructura intelectual. No compartía el aire lánguido de otros existencialistas. Decía que había tenido una infancia feliz y que eso le había hecho feliz. Le gustaba bailar y flirtear.

También fue importante en Les Temps modernes.

Hacía buena parte del trabajo. Muchos editoriales que la gente asumía que eran de Sartre eran de Merleau-Ponty o Simone de Beauvoir. Se encargaba del trabajo duro, de que la gente entregara y toda esa tarea laboriosa. Tenía mucha energía. Cuando se peleó con Sartre dimitió. Otra peculiaridad de Merleau-Ponty es que tuvo puestos en departamentos de filosofía, pero también en departamentos de psicología. Ocupó cátedras de psicología infantil, lo que le dio un ángulo muy singular sobre la tradición filosófica. Es muy interesante cómo habla de la experiencia y del desarrollo infantil: explica que no nacemos como filósofos adultos, sino que la conciencia humana es algo que se desarrolla desde las etapas más tempranas, y eso es una clave para entender la experiencia. No es algo que tradicionalmente la filosofía hubiera tomado en cuenta.

Sartre dio mucha importancia a su infancia en su autobiografía, Simone de Beauvoir también.

Es interesante que todos escribieran sobre la infancia y se la tomaran en serio como un tema filosófico.

En la literatura francesa hay una tradición de obras sobre la infancia, que llega hasta nuestros días.

Sin duda. Podemos pensar en autores como Rousseau. Hay una gran tradición de escritura sobre la infancia y el lenguaje. Pero la mayoría de los filósofos no escribía de eso. La tradición viene más de Descartes: arrancabas con una mente abstracta totalmente consciente y racional. Cuando escribes sobre la conciencia como algo que evoluciona desde la infancia, debes aceptar que uno no siempre es racional y verbal, que hay algo más original que lo precede todo y que también forma parte de nosotros.

Hay personajes que, sin ser existencialistas, aparecen en el libro y coinciden en ocasiones con los protagonistas. Por ejemplo, Simone Weil.

Hay muchos que vienen y van. Muchos no eran existencialistas, porque muy pocos parecen haberlo sido. Weil es un ejemplo de alguien que luchaba con las mismas preguntas y encontró un ángulo muy distinto para responderlas: una moralidad extrema. Y su vida, por supuesto, fue trágica y fascinante.

Raymond Aron es otra de esas figuras. Él le habló a Sartre de la fenomenología.

Sartre y Aron estudiaron juntos pero se pelearon por motivos políticos. Y Aron se movió bastante hacia la derecha, más que Camus (Sartre pensaba que Camus estaba en la derecha pero no era cierto). De nuevo hubo una sensación de traición personal. En el 47 hubo un debate en la radio, con varios gaullistas que se lanzaron contra Sartre y Sartre pensó que Aron se había puesto de su parte. Surgió una acritud que se mantuvo hasta el final. Mucho más tarde, se encontraron en un congreso y los fotógrafos lo registraron. Se dieron la mano pero los dos dijeron que no significó nada. Sartre por entonces había perdido la vista y buena parte del oído y a menudo estaba desorientado. Es una historia triste. De nuevo, la política y la sensación de traición personal fueron las claves.

Es llamativo el consumo de alcohol y otras sustancias en autores como Sartre, o Koestler, que combinaron con una elevada productividad.

Si eres un existencialista, teóricamente deberías estar libre de adicciones. Pero casi todos tuvieron problemas con el alcohol y otro tipo de drogas. Y eso llevó a muchos comportamientos extremos. No son todo ideas, Merleau-Ponty diría que se trata también del cuerpo. Si estás hasta arriba de anfetaminas y alcohol, la cosa cambia.

¿Qué influencia tuvo el movimiento en otros lugares?

Me gustaría saber más sobre lo que ocurrió en el ámbito de lengua española. No sé mucho, salvo por Ortega y Gasset. Quería saber más para escribir de él, había buenas historias sobre Ortega y Heidegger. Pero no pude. En el mundo anglosajón, y particularmente en Estados Unidos, se convirtió en una filosofía de moda. La fascinación iba en ambas direcciones. Todo el mundo estaba fascinado con Estados Unidos, incluso Heidegger (aunque negativamente). Sartre, Camus, Simone de Beauvoir visitaron el país y les asombraron la prosperidad, la abundancia material, el entusiasmo. En Estados Unidos, muchos pensaban que era una filosofía oscura, con esa atmósfera lúgubre de la Europa de posguerra. Y eso afectaba su forma de ver el existencialismo. Les impedía ver que en algunos aspectos no está lejos de tradiciones americanas: tiene que ver con el pragmatismo, con hacer tu camino en el mundo. Aunque también incluye la idea del compromiso, que es menos estadounidense. Por otra parte, la filosofía académica siempre ha desconfiado del existencialismo. La tradición filosófica angloamericana es muy distinta.

Dice que su influencia es tan grande que a veces ni siquiera nos damos cuenta de ella.

El existencialismo está tan integrado en nuestra cultura que ni siquiera lo detectamos. La idea de liberación, en los sesenta, tiene mucho que ver con el existencialismo: la idea de tomar tus decisiones y buscar el sentido de la vida, que es algo muy propio del siglo XX. No pensamos ya que tenga que ver con el existencialismo, lo damos por sentado. Y también hay cuestiones contemporáneas que se pueden plantear como cuestiones existencialistas: el debate sobre la libertad y la vigilancia, la idea de privacidad, la libertad que estamos dispuestos a entregar a cambio de seguridad.

La libertad es una de las ideas centrales del existencialismo. Hay investigaciones que indican que tenemos menos capacidad de elección y control sobre nuestros impulsos de lo que pensamos habitualmente.

Esos estudios son fascinantes. Pero también me intriga la sensación de que estamos impacientes por que nos digan que no somos libres. ¿Por qué tenemos tantas ganas de que así sea? Esas ideas son en cierto modo una amenaza. Pero también te dicen: no es culpa mía si hago algo malo. Sartre diría que es una forma de mala fe. Es como si eso nos tranquilizase o liberase. Él se fue al otro extremo: decía que no existe ni siquiera el inconsciente. Rechazaría esta idea, y diría que no podemos liberarnos de la responsabilidad tan fácilmente. Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty son pensadores interesantes en esa línea, porque los dos intentaban mostrar la ambigüedad de la existencia humana. Por un lado, sentimos que somos libres. Pero también sabemos que estamos afectados por todo tipo de factores. La condición humana siempre vacila entre las dos. No puedes resolver esa contradicción en ninguna de las dos direcciones. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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