Entrevista con Alejandro Vergara: “Rubens quería ser más de lo que podía ser”

El Museo del Prado acoge 'El taller de Rubens', que permite adentrarse en uno de los talleres más activos de Europa del siglo XVII. La muestra ha sido un empeño de Alejandro Vergara, jefe de Conservación de Pintura Flamenca del museo.
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Pasarse una hora recorriendo detenidamente la exposición El taller de Rubens no puede compararse con dedicarle varias décadas al estudio del pintor flamenco. Sin embargo, uno sale de la sala 16B del Museo del Prado con una mirada algo más afilada que la que traía de casa. Al menos esa es la intención de su comisario, Alejandro Vergara. Divulgador por vocación, el jefe de Conservación de Pintura Flamenca del Museo del Prado ha dispuesto la sala de tal manera que el espectador actual pueda asomarse, físicamente incluso, a uno de los talleres más activos de la Europa del siglo XVII. Es difícil aprender más de pintura en menos espacio. En esta conversación por teléfono, Vergara habla de las inquietudes que lo llevaron a organizar la exposición, de la ambición de Rubens y del concepto de calidad, asunto sobre el que lleva reflexionando durante años.

¿Cómo surgió la idea de esta exposición?

La primera idea tenía que ver con cómo animar a la gente a mirar más de cerca. No tenía que ver ni con Rubens ni con los talleres ni con procedimientos ni nada, sino con “¿Qué puedo hacer yo en estas salas, en el museo, para animar a la gente a mirar más de cerca?”. Yo a menudo miro los cuadros y comento con algún amigo o colega: “Mira, se ve que esta figura es de taller. Se nota viéndolo muy de cerca, porque la mano, porque el pelo, porque algunos rasgos…”. Y entonces pensé: “Voy a intentar hacer eso mismo pero para todo el público”. Surgió así.

¿Por qué decidió ubicar la exposición en una sala de la colección permanente?

Yo quería que esto se lo encontrara el público de manera no premeditada. No quería que viniera a ver una exposición, sino que según paseara por el museo se encontrara algo diferente que le despertara un poco, que le cambiara un poco el ánimo y quizá incluso que al salir de allí, tras haber mirado de cerca, mirara de la misma manera los demás cuadros. Lo cual es un esfuerzo para el museo, es importante decir eso también. Hemos descolgado toda esa sala y eso genera mucho trabajo. Los cuadros más importantes de esa sala los hemos colgado en otras, de las que hemos descolgado cuadros. Hay una especie de efecto dominó de mucho trabajo, pero siempre estamos pensando en el público.

Centrándonos ya en la propia exposición, ¿es fácil hacerse una idea de cómo funcionaban los talleres en el siglo XVII? ¿Qué podemos saber sobre ellos?

Sabemos mucho por textos, no tanto por imágenes. Las imágenes están un poquito disfrazadas de nobleza, como si los pintores quisiesen enaltecerse cuando pintan imágenes de sí mismos pintando. Pero sí hay muchos tratados, escritos por pintores para pintores. Uno que es fácil de citar es el Arte de la pintura de Pacheco. Pero hay varios más en Europa, en todos los idiomas, que explican cómo debe ser el espacio, por dónde debe entrar la luz, cómo deben ser los materiales, los distintos escalafones que debe haber de ayudantes, desde el chico joven que está preparando materiales para aprender hasta lo que Rubens llama “primer oficial”, que es el ayudante que ya tiene nombre y cuyos cuadros tienen un cierto valor. De todo eso nos hablan los tratados artísticos de la época y, por lo tanto, sabemos bastante de cómo eran los talleres. También hay algunos inventarios de talleres.

Cuando uno entra en la exposición, lo que más le llama la atención es la pequeña recreación del taller de Rubens que ocupa el centro de la sala, que incluye toda clase de materiales y utensilios que empleaban los pintores de la época. ¿Siempre estuvo la idea de incluir esa recreación?

Siempre. Insisto, el primer paso fue cómo animar a la gente a mirar más de cerca y más segundos, o sea, que pasen más tiempo mirando un cuadro. Hace dos años hice una exposición olfativa en el Prado que empezó igual. Empezó con “Me gustan tanto esos cuadros dedicados a los sentidos. A ver cómo consigo que la gente les dedique la atención que yo les dedico”. Eso acabó en un proyecto que no tenía nada que ver, pero el origen fue mirar de cerca. En este caso fue un poco lo mismo. En cuanto llegué a la idea de hablar de las diferencias entre un cuadro de taller y un cuadro [de Rubens], eso desembocó en un título, un concepto, “El taller de Rubens”. Me parecía que eso era tanto una forma de pintar como un lugar. El título era dos cosas: cómo se trabaja y dónde se trabaja.

¿Cuánta gente podía trabajar en el taller de Rubens? ¿Cómo se comparaba con otros talleres de los que tengamos noticia?

Nos faltan datos. Estamos en el terreno de la especulación, porque no nos han llegado los contratos y [Rubens] no tenía que registrar en los gremios a sus ayudantes porque era pintor de corte. El cálculo que se ha hecho es que cuando más gente hubo en su taller habría unas veinte o veinticinco personas. Eso cuando más. Y desde el principio de su carrera tendría al menos un ayudante. Ya cuando se va a Italia seguramente va con alguien que le ayuda. Esa es la idea que tenemos. Y en comparación con otros talleres, de nuevo, nos faltan datos, pero cualquier pintor muy productivo tendría un taller grande. Guido Reni es muy productivo y hay críticos contemporáneos que hablan de que llega a tener hasta ochenta ayudantes. Los historiadores que se especializan en él piensan que eso es una forma de hablar, una exageración, pero los pintores más productivos de la época tendrían varias docenas de ayudantes, seguro. Luego hay pintores como Vermeer de los que conocemos unos treinta cuadros nada más, pero Vermeer no tiene ayudantes. A lo mejor tendría servicio, pero pinta pocos cuadros. No es una producción que necesite de taller. Cualquier pintor productivo tendría una docena de ayudantes, dos docenas en algunos casos.

En la exposición puede verse un vídeo en el que el pintor Jacobo Alcalde Gibert hace una copia del Mercurio y Argos de Rubens, y en él se recorren las distintas fases de elaboración de un cuadro. El vídeo resulta gozoso, incluso emocionante, por traernos a Rubens al presente, pero también educativo porque uno llega a comprender que se trataba de un proceso largo en el que solían intervenir varias manos.

Tus preguntas me van haciendo darme cuenta de una cosa que yo sé pero de la que he perdido un poco de conciencia, y es que casi todo lo he hecho pensando en el público, en el público amante del arte que puede y quiere aprender más de lo que sabe. Es lo que tú dices, asombra ver cómo se pinta un cuadro. Es muy poco intuitivo y muy difícil de entender cómo se pintan los cuadros por capas. Ahora mismo estoy sentado en una sala en la segunda planta norte y hay un caballete con una copia de la Danza de personajes mitológicos y aldeanos [de Rubens], pero está pintado de una manera que no tiene nada que ver. Todo el color y todos los tonos están en superficie. La idea de que muchos tonos que estás viendo en un cuadro de esa época los estás viendo a través de capas que están solapándose por encima de ellas es una cosa difícil de entender. Yo pensé que la única manera de explicar eso era con esa idea [se refiere a la copia del cuadro y su documentación en vídeo]. Eso también fue complicado. Implica tener a una persona copiando un cuadro que es distinta a los demás copistas, que va a tardar muchísimo más, a la que estamos filmando, que está haciendo la copia a tamaño 1:1, etcétera. Yo creo que [en el vídeo] sí se entiende bien que primero se imprima, después se dibuja, después se bosqueja y después se colorea el bosquejo sobre formas que ya están pintadas. Es una cosa rara, no piensas que se pinte así. Y casi todo lo que hay en este museo se pintó con esa técnica.

Además de llamar la atención sobre el aspecto material y práctico de la creación artística, la exposición también hace partícipe al visitante de lo difícil (o lo fácil) que puede resultar distinguir el grado de participación de Rubens en los cuadros que salían de su taller. En este sentido, parece una especie de apéndice o ejercicio práctico de su ensayo ¿Qué es la calidad en el arte? Lo digo por un elemento central de ese libro que ocupa también un lugar muy destacado en la exposición: la comparación. Es así como uno aprende sobre arte.

Claro, no hay otra manera. Imagínate que eres hijo de un gran coleccionista, que nunca has salido de un gran palacio y solo has visto pintura buena. Tienes un ojo muy afinado para ver calidad. Pero enseñarle eso a otra persona solo lo puedes hacer comparando. Es imposible de explicar, absolutamente imposible. La mejor manera es con analogías. El libro ¿Qué es la calidad en el arte? es un libro muy a posteriori. Viene de querer poner en palabras lo que para mí es una vivencia. Y la exposición viene de lo mismo. Es muy claro para mí que tal cuadro es mejor que tal otro. ¿Cómo se explica eso? Es una cuestión de calidad tal y como ellos la entendían. Digamos que un objetivo de la exposición era que se entendiese la técnica; otro era que se entendiese la idea de que algunos cuadros son mejores que otros. Aprender a atinar, a hacerse especialista en Rubens en una exposición de unos pocos meses creo que es imposible, pero sí me parece importante la idea de que uno puede llegar a discernir. Es importante también una cosa: que algo tenga más calidad no tiene por qué querer decir que me guste más. Es una cosa distinta.

En este sentido, ¿qué cuadros pondría como ejemplos paradigmáticos del estilo de Rubens, una especie de “patrón oro” que pueda ayudar a distinguir una obra autógrafa de otra que no lo es? Preferiblemente, cuadros que puedan verse en el Prado.

Es difícil. Tendrías que hacerlo por épocas porque cambia bastante. Pero de la segunda década del siglo, yo diría que el Apostolado. No quiere decir que sea mejor que el San Jorge, pero se ve mejor, es más fácil de ver. El San Jorge es increíble, a mí es quizá el que más me gusta de esa sala, pero siendo práctico, diría el Apostolado. De la tercera década del siglo es más difícil porque ahí llegan grupos de cuadros a España que quizá no son tan buenos. Yo diría que de la segunda década, quizá la copia del Adán y Eva de Tiziano. Y después, de la última década de la vida del pintor, yo metería varios. No estoy hablando tanto de favoritos como de un estándar: El jardín del amor, Las tres gracias, Meleagro y Atalanta, los bocetos de la Torre de la Parada y el Saturno. Se me ocurren esos. Pero es difícil. En la pintura del siglo XV en cierto modo es más fácil, porque es una cuestión casi de pincelada descriptiva y de precisión en cómo se imita la realidad de los pliegues de una tela. En el caso de Rubens ya estamos ante un pintor que distorsiona un poco, aunque sea una distorsión que es siempre fiel a la anatomía y a la realidad. Por eso puedo entender que una persona —me ha pasado estos días— me diga: “Pero ¿por qué esta distorsión te parece que es de taller y esta distorsión te parece que es de Rubens?”. “Porque lo aprendes”.

De nuevo esa cuestión difícil de definir.

Sí, lo es pero es superbonito explicarlo. Esa es una cosa muy bonita de trabajar en un museo. Yo antes era profesor, hace veinticinco años ya, pero [ahí] tienes mucho menos público, digamos. Estás hablándole a quince o veinte personas. Aquí puedes intentar enseñarle este tipo de cuestiones a muchísima gente. Otra cosa importante es entender que no es un capricho eso de “Esto es mejor, esto es peor”. Yo creo que todo el mundo entiende eso en un reloj, en una moto, en una bici, en aparatos. En el caso de la pintura es importante entender que así es como ellos lo veían en su época. Es un poco aprender a ver las cosas con criterio histórico. Isabel la Católica quiere contratar al mejor pintor que puede y trae a Juan de Flandes. Tenía pintores aquí también, pero ella se daba cuenta de que [sus obras] eran peores que esos otros cuadros que llegaban de vez en cuando. Se da cuenta de que el pintor local  es mucho peor. ¿De qué se está dando cuenta? Pues eso es lo que intento transmitir. Hay una cosa también que me han mencionado alguna vez, y con razón: que la gente que tenía ojo y criterio creía que lo tenía de nacimiento, porque eran superiores. Y lo usaban como herramienta. Se ha usado siempre, hasta ahora. Por ejemplo: que la casa buena tiene buena plata, buena vajilla y sabe dónde se ponen la cuchara y el cuchillo. Y eso es verdad. Pero que uno quiera hablar de calidad y distinguir dónde la hay y dónde no la hay no quiere decir que uno defienda ese sistema social, simplemente que su consecuencia en arte es maravillosa.

En la exposición se habla también del tema de la autopercepción de Rubens dentro de su sociedad. Desde el Renacimiento existía una voluntad de dotar de mayor prestigio a la pintura, de alejarla un poco de su carácter manual, servil. ¿Qué lugar ocupa Rubens dentro de ese proceso histórico de progresivo ennoblecimiento de la pintura?

Un lugar clave. Es uno de los que ocupan un lugar más importante. Del contexto es interesante que las élites —las monarquías, sobre todo, y la clase aristocrática— valoran muchísimo la pintura desde el siglo XV en adelante, pero sin embargo no valoran tanto a los pintores. Allí hay una especie de hipocresía histórica que yo creo que ellos entienden como un orden natural. Es interesante ver que Rubens, por una parte, tiene mucho éxito. Es diplomático y tiene cercanía con el rey y con Isabel Clara Eugenia [gobernadora de los Países Bajos]. Es una persona de muchísimo éxito, sin ninguna duda. Y sin embargo su percepción en sus cartas es que nunca ha acabado de ser aceptado cien por cien. Yo creo que eso que él ambicionaba era imposible, ser aceptado cien por cien por una clase que veía su existencia amenazada por gente como Rubens. Esa es una paradoja central a su vida y a su carrera, el querer ser más de lo que podía ser, pero querer serlo desde dentro de ese sistema. No es que él sea un rebelde, no lo es para nada. O es un rebelde silencioso, podríamos decir, o un rebelde obediente que trabaja desde dentro del sistema. Pero sí, Pacheco le dedica muchas páginas y los pintores constantemente se están refiriendo a él como un ejemplo de lo que puede llegar a ser un pintor. Al final, eso lo define lo cerca que llegó a estar de los príncipes, básicamente.

La enorme producción del taller de Rubens, que tiene mucha relación con su éxito, ha perjudicado en cierta medida su valoración posterior.

Yo creo que un poco sí. A mí hay cuadros de Rubens que no me gustan y los cuelgo. A veces hay sonrisas de Rubens que me parecen anodinas o fáciles. En todos los cuadros de la Torre de la Parada yo creo que también hay mucho taller y mucho cuadro subcontratado. En parte, mucho taller le hace daño; en parte, como todos los pintores, él a veces hace cuadros que parecen exagerados o son de otra estética. Pero no sería difícil hacer que a todo el mundo le gustase mucho Rubens colgando en el Prado solamente veinticinco cuadros, por ejemplo. En visitas a museos, cuando uno va de turista por el mundo, ve mucha pintura de Rubens que no es buena, que no es de Rubens, vamos, que es de taller. Se ve mucho de eso. Pero yo ahora mismo estoy en la sala 78 y todo lo que hay aquí es una maravilla. Está la serie de la Eucaristía, la Danza de personajes mitológicos y aldeanos, un Juicio de Paris temprano, la guirnalda con Bruegel. De todas formas, los pintores y los amantes del arte siempre han sido muy aficionados a Rubens. Ahí nunca ha habido vaivenes. Es un pintor muy aceptado y reconocido por la gran mayoría de los conocedores del arte y los pintores.

Al mismo tiempo que existe cierta valoración peyorativa, cuando hoy se critica la producción poco menos que industrial de algunos artistas contemporáneos, no es raro que se recurra al ejemplo de Rubens u otros artistas de su época como antecesores de su forma de trabajar. No sé si le parece válida o acertada esta comparación.

Dime un nombre [risas].

Damien Hirst, por ejemplo, cuando hace sus cuadros de puntos y se dedica solamente a firmarlos. O Jeff Koons. A veces se dice: “Bueno, es que los artistas de antes también tenían talleres y producían mucho”.

Para contestar a eso con propiedad, tendría que saber más de ello. Damien Hirst me parece que es un engaño, una farsa. Ni siquiera una farsa; es un mercado que está diciéndole al resto del mundo: “Yo decido lo que es bueno y lo que es malo solo porque tengo dinero.” Si empiezo a comprar un producto, lo pongo carísimo, no lo pueden comprar más que yo y mis cuatro amigos megamillonarios, ¿quién va a venir a decirme a mí que es malo? Pues yo. Yo te diría que eso es malísimo. Pero en cuanto a producción tendría que saber más. Estos cuadros [los de Rubens y su taller] es mejor compararlos con un oficio. A lo mejor una industria de lujo, como la moda o la arquitectura. Yo creo que esa es una mejor comparación, porque los cuadros del taller de Rubens son cuadros complicados de hacer. Son muy buenos pintores los que hacen los cuadros de taller. Tienen una formación técnica espectacular, y algunos van a hacer grandes carreras, como Van Dyck. No se trata de hacer churros. Estos son churros difíciles de hacer y hay que hacerlos muy bien, incluso los de taller.

Sería una cuestión de oficio, entonces. Esa sería quizá la mejor comparación.

Los oficios y las industrias de lujo, como a lo mejor la gran moda hoy en día. No sé mucho de eso, pero a lo mejor una gran marca hace industrialmente mucha ropa buena, con buenos materiales, con buenos patrones, y después, para una boda o para una princesa o quien sea, [el o la modista] hace personalmente los patrones y la ropa. Si una persona que hace cuadros como churros con una máquina, ni siquiera pone la mano, viene, firma y se quiere comparar con Rubens, es absurdo. Los cuadros de taller de Rubens son muy buena pintura, y eso implica una formación técnica muy exigente.

Quiero volver un momento a la recreación del taller que hay en la exposición A pesar de su pequeño tamaño, hay una especie de división implícita, no rígida, entre la parte material (caballete, lienzos, pinceles, pigmentos) y la intelectual (un escritorio, libros). Me parece un bonito recordatorio de que esas son las dos patas del arte, y que se retroalimentan entre sí. 

Ya en su época los artistas insisten mucho en llamar la atención sobre el aspecto intelectual de su arte, y al hacerlo a veces parece que separan mucho una cosa de la otra, pero lo que están diciendo es que su pintura es consecuencia de una labor intelectual, no solo de un oficio. Para llamar la atención sobre la unión de esos dos conceptos, los separan. Los aíslan, digamos. Los tratados de la época separan el “obrador”, que sería lo que ahora llamamos taller, y el “estudio”, que es el lugar donde el pintor va a sentarse, a estudiar, a dibujar a veces también; a hacer una cosa que para ellos es más intelectual, más de cabeza y menos de oficio. Ellos distinguen mucho, pero justamente porque lo que quieren es insistir sobre la importancia de la parte intelectual para la otra. En la exposición, en ese escenario, hemos querido insistir mucho también en esa otra parte, la parte donde [Rubens] tiene su mesa y su ropa, que es más de pensar. Y más elegante también, más de clase alta.

Aunque es uno de los mayores expertos en Rubens y lleva muchos años estudiándolo, ¿hay algo que haya aprendido durante la investigación que ha culminado en esta exposición? ¿Le sigue sorprendiendo Rubens?

Sí, me sorprende constantemente. Todo el rato. Ahora mismo estoy sentado en una sala y veo un pliegue, un contraste de un rojo claro con uno oscuro, veo cómo en una zona oscura me acerco y es como laca, un tipo de pigmento particular. A nivel concreto, me sorprende constantemente cada centímetro de cada cuadro. Pero también he aprendido mucho con Jacobo hablando de técnica y cuestiones muy prácticas, como los tiempos de secado, la rigidez del lienzo, cosas de ese tipo. El aprendizaje es constante y grandísimo. Aprendo también sobre qué cosas llaman la atención de la gente y cuáles no. Con los años voy perdiendo la perspectiva de la diferencia entre lo que sé yo y lo que saben los demás, y en una exposición la recupero un poco y me doy cuenta de que si quiero explicar una cosa tengo que saber dónde están los que no la entienden aún. Todo eso me parece muy bonito: recordar cómo uno aprendió algo para poder compartirlo. No solo saberlo, sino recordar cómo lo aprendió uno.

La exposición El taller de Rubens puede verse en el Museo del Prado hasta el 16 de febrero de 2025.

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Es traductor y crítico de arte.


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