Imagen: Otto Wegener/Wikimedia Commons

Escritores y melómanos: Marcel Proust

Con esta entrega inicia una nueva serie dedicada a indagar el vínculo estrecho que hay entre la vida y la obra de grandes escritoras y escritores y la música. En este ensayo inicial, el enorme autor de "En busca del tiempo perdido".
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Decir que Proust era melómano es decir poco o nada. Su vida estaba inmersa en música; la música que dominaba su vida y su obra. Su afición tomaba diversos matices: se suscribió al teatrófono, un aparato que por sesenta francos al mes se conectaba a las líneas telefónicas de las salas de conciertos de París (ofrecía un sonido de mala calidad) y llegó a levantar de la cama al líder de un ensamble para escuchar un cuarteto de Franck esa misma noche, juntándolos a todos a la una de la mañana, ofreciendo un buen dinero a los músicos para que olvidaran su cansancio.

Resultaría complejo analizar de manera exhaustiva el papel de la música en la vida y obra del escritor: desde la estructura de sus frases y personajes hasta pasiones personales, no hay nada en Proust que no tenga relación con la música. El violista de aquel cuarteto nocturno de emergencia, Amable Massis, lo describió como un hombre que “degustaba de la música con naturalidad”. En Music in the work of Marcel Proust de André Coeroy, por ejemplo, se estudian no solo las menciones a compositores, sino también la capacidad de “organizar un mundo de ruidos desorganizados”, la mezcla de “ruido y voz”, para encontrar música allí. Cita el autor un fragmento de A la sombra de las muchachas en flor:

En un bosque el aficionado a pájaros distingue en seguida la manera de piar característica de cada pájaro, y que el vulgo confunde. Y el aficionado a muchachas sabe que las voces humanas son aún más variadas. Cada una tiene más notas que el más rico instrumento. Y las agrupa en combinaciones tan inagotables como la infinita variedad de las personalizas. Cuando hablaba con alguna de mis amigas veía yo que el cuadro original y único de su individualidad era ingeniosamente dibujado y tiránicamente impuesto, tanto por las inflexiones de la voz como por las del rostro, y que había, pues, dos espectáculos que traducían cada uno en su plano, la misma singular realidad. Indudablemente, las líneas de la voz, como las del rostro, no se habían fijado aún definitivamente; la voz se mudaría, la cara habría de cambiar. Lo mismo que los niños tienen una glándula cuya secreción les sirve de ayuda para digerir la leche de la madre, glándula que desaparece en las personas mayores, así estas chicas tenían en su gorjeo notas que ya no tienen las mujeres. Y tocaban ese variadísimo instrumento con sus labios, muy aplicadas, entusiasmadas, como esos angelitos de Bellini que son también atributo exclusivo de juventud (…) Cuando Andrea punteaba secamente una nota grave, no podía evitar que las cuerdas perigordinas de su instrumento vocal dieran un sonido cantarino muy en armonía con la pureza meridional de sus facciones.

El texto hace notar la continua presencia de la música, afirmando que “no es un hechizo romántico” o un “lirismo sonoro”, sino “el perpetuo enriquecimiento de la existencia desde el momento de despertar”:

Suave momento matinal que comenzaba como una sinfonía por el diálogo rítmico de mis tres golpecitos, a los que respondía el tabique, el tabique todo penetrado de cariño y alegría, armonioso, inmaterial, cantarino como los ángeles, con otros tres golpes, esperados con ansia, repetidos por dos veces, en los que sabía traducir la pared el alma entera de mi abuela y la promesa de que iba a venir, con gozo de anunciación y musical fidelidad.

Uno de los momentos más citados de En busca del tiempo perdido es el de la célebre madalena que evoca emociones, pero lo cierto es que para el escritor la música juega un papel similar o quizá superior y entonces, encontramos la pequeña pieza imaginaria, obsesión de Swann: la sonata de Vinteuil.

Respecto a una pieza enteramente ficticia, Proust describe justamente con palabras el primer encuentro con una composición y el sentimiento que nos ata a ella además de la obsesión que viene después, poniendo nuestra vida en repeat: “Primeramente solo saboreó la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Le gustó ya mucho ver cómo de pronto, por bajo la línea del violín, delgada residente, densa y directriz, se elevaba como en líquido tumulto, la mía de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada y bemolada por la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente un contorno ni dar nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, quiso coger una fresa o una armonía —no sabía exactamente lo que era— que al pasar le ensanchó el alma”.  En la novela se relata que Swann ya había entrado en contacto con esta pieza, quedándose con “una transcripción sumaria y provisional” de la frase musical que le cautivó. Pero vuelve a escucharla y le despierta también una nueva pasión: Odette de Crécy.

La sonata de Vinteuil no solo se convierte en un leit motif  del romance en la novela. La pequeña frase musical se convierte en esta invocación del amor que Swann siente por Odette y, posteriormente, que el narrador siente por Albertina. De acuerdo con Dorothy Adelson en The Vinteuil Sonata, después del desengaño es a través de la música del misterioso Vinteuil que recupera su parte olvidada, el temps perdu, y que solo puede encontrarse en lo que está por encima del tiempo, en lo que es atemporal: una obra de arte. Es en la sonata que encuentra la esencia “supra-terrestre, extratemporal y eterna” de las cosas, clímax que solo había tenido en raros momentos de contemplación: en la gloriosa madalena, por ejemplo.

¿En qué pieza está basada la sonata de Vinteuil? La respuesta más aceptada suele mencionar a tres músicos: Saint-Saëns, Franck y Fauré. La biografía de William C. Carter ofrece varias respuestas tomadas de las cartas del escritor. Dirigiéndose a Jacques de Lacretelle al momento de enviarle una copia de Por el camino de Swann confiesa: “la pequeña frase de la sonata es, y nunca le he dicho esto a nadie, la encantadora pero infinitamente mediocre frase de una sonata para piano y violín de Saint-Saëns, un compositor que no me gusta”. Carter aclara que el autor había hecho esa revelación antes a Antoine Bibesco, hijo de la dueña de uno de los salones más populares de París, y quien habría entablado una amistad y correspondencia con el escritor: “La sonata de Vinteuil no es de Franck (…) la pequeña frase es una frase de la sonata para piano y violín de Saint-Saëns que tararearé para ti (¡tiembla!), los trémolos incesantes vienen de un preludio de Wagner, la apertura, su plañidero inicio y final son de la sonata de Franck; los pasajes más espaciosos de la Ballade de Fauré”. 

Pero aún recientemente la sonata de Vinteuil sigue siendo objeto de conjeturas: en el 2017 las integrantes del Duo Milstein, Maria y Nathalia Milstein, aseguraron haber resuelto el enigma de Proust, afirmando que podría haber sido también una sonata de Gabriel Pierné, y lanzaron un álbum con este y otros trabajos mencionados alrededor de la pieza ficticia, tales como la sonata de Saint-Säens, Debussy piezas de Reynaldo Hahn.

Adelson cita una explicación de Hahn respecto a la sonata de Vinteuil: “Pasó de esta manera –estoy hablando de la Sonata Vinteuil– que la Sonata en re menor para piano y violín de Saint-Saëns le ha complacido mucho, y particularmente una frase del primer movimiento. Me pidió cientos de veces: ‘toca para mí ese fragmento que me gusta, tu sabes, esa… pequeña frase’ de Saint-Saëns. Otra frase musical, muy melodiosa pero más vibrante, de la última parte de la Sonata para piano y violín de César Franck, que también le gustaba mucho. Es por eso que mientras que nunca le pregunté sobre ese asunto y él nunca me dijo nada explícito, supongo que no hay una única “clé” para la sonata de Vinteuil (…) Regresando a la “pequeña frase”, estoy casi seguro de que en la mente de Proust se componía en realidad de una amalgama, una fusión de dos frases musicales, las de Saint-Saëns y Franck”.

Y por supuesto, en la vida de Proust está Reynaldo Hahn: el “dios disfrazado, invisible a los mortales”. Se conocieron en el salón de Madeleine Lemaire, pintora conocida como la Emperatriz de las rosas. Alumno de Massenet, Gounod y Saint-Saëns, Carter apunta que el compositor estaba “enamorado de la literatura y de la idea de musicalizar las palabras, soñaba con escribir una ópera basada en las aventuras de Ulises”. Por aquél entonces, Hahn solía interpretar sus Chansons grises, inspiradas en fragmentos de poemas de Verlaine que provenían de los Poèmes saturniens, los Romances sans paroles, las Fêtes galantes y La bonne chanson.

 

Amante y amigo de Proust, la relación entre los dos está de sobra documentada. Una de sus principales pasiones era la música, leemos de nuevo en Marcel Proust: A life: “En sus cartas a Hahn, Proust continuaba el debate comenzado en París sobre música. Marcel tenía una mejor apreciación de la música contemporánea, mientras que Hahn, cuyas mejores composiciones están caracterizadas por una simplicidad natural, prefería el repertorio clásico y adoraba a Mozart por sobre todas las cosas. Marcel y Reynaldo especialmente diferían en cuanto a Wagner”. Llegaron a colaborar juntos: Hahn compuso música para los Portraits de peintres de Proust, una serie de poemas dedicados a Albert Cuyp, Paulus Potter, Antoine Watteau y Antoine van Dyck. Proust también escribió poemas para Mozart, Gluck, Chopin y Schumann.

Hahn afirmó que “contra la opinión popular, Proust no era un músico. Casi toda la música que conocía la escuchó a través de mi. Salía muy poco, y, mientras iba a verlo cada tarde, a menudo me sentaba al piano y tocaba para él algo que yo quería que escuchara o que él quería escuchar”.  Sin embargo, la música está presente, casi como una obsesión: desde las descripciones de los snobs en los salones que entran en trance, las reseñas musicales, en las referencias directas e indirectas a compositores y músicos, pero sobre todo, en las descripciones, en la habilidad para capturar el verdadero efecto que tiene en nosotros. En Pastiches et Mélanges, se afirma que es posible sentir la música sin tener un conocimiento profundo de la armonía. Quizá Proust fue de los pocos que supo convertirla en palabras.

 

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Maestra en filosofía, publicista y aficionada a la música clásica


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