El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa) ha comprado el performance Sin título (2000) de la artista cubana Tania Bruguera, censurado en la primera bienal de este siglo en La Habana. La obra, que se presenta por estos días en un salón del segundo piso de esa importante institución de Manhattan, consiste en una reproducción a escala natural de una de las galeras de la antigua prisión de La Cabaña, en La Habana, completamente a oscuras, con un proyector incrustado en un cubo de luz, en el techo, al centro de la nave.
El espectador avanza a tientas desde la entrada hasta ese resplandor y advierte que lo que se proyecta desde arriba es una serie de imágenes de Fidel Castro: el atleta y alumno destacado de los jesuitas, el líder universitario, el asaltante del cuartel Moncada, el guerrillero de la Sierra Maestra y, finalmente, el jefe del nuevo Estado socialista por cinco décadas consecutivas, que habla y gesticula frente a multitudes. La escena más reiterada es aquella en que el líder, durante un viaje a Naciones Unidas, se abre el uniforme verde olivo y deja ver el pecho lampiño, para demostrar que no usa chaleco antibalas.
Recordemos que esa imagen fue captada Jon Albert, camarógrafo de la NBC que acompañó a Castro en aquel viaje a Nueva York, en 1979. Era aquel un Castro eufórico, en la cima de su reconocimiento internacional: acababa de ser electo presidente del Movimiento de Países No Alineados, conducía con soltura las guerras de Angola y Etiopía y el subsidio de la Unión Soviética llegaba completo y puntual, cada año, a la isla. La figura de Fidel, desde el cubo de luz de la galera de La Cabaña, en el performance de Tania Bruguera, es la del conquistador.
Como en el cine o en los apagones de La Habana, el ojo del espectador va adaptándose a la penumbra y aprende a ver a oscuras. Apenas uno rebasa el reflejo del televisor en el techo, advierte que, abajo, custodiando la franja de luz, hay cuatro jóvenes desnudos haciendo diversos gestos. Uno parece frotarse las manos, otro inclina el torso hasta hacer un ángulo perpendicular con sus piernas, otro se mueve la cabeza con los brazos… Si no lo percibió al inicio, aquella luz tenue le permite ver que lo que ha estado pisando, desde que entró al pabellón, es bagazo de caña de azúcar, como el que queda en el piso del ingenio luego de la molienda.
En el texto del catálogo, el crítico Elvis Fuentes explica que, en la versión censurada de la obra, en el año 2000 en La Habana, el gesto de frotarse las manos de los jóvenes desnudos remedaba la acción de Lady Macbeth en el cuarto acto de la tragedia de Shakespeare. Otras claves simbólicas del original de la obra, como la confrontación de la desnudez de los jóvenes con la imagen uniformada de Castro, o la caña pisoteada en el suelo, como metáfora de las ruinas del emporio azucarero cubano, permanecen intactas. El proyecto de Bruguera acierta al colocar el autoritarismo cubano contemporáneo en la larga tradición colonial y esclavista de la isla.
Es fácil especular por qué esta obra fue censurada en La Habana hace dos décadas. Entonces Fidel Castro vivía y gobernaba Cuba con el frenesí de siempre. Las alusiones plásticas o literarias a su persona eran celosamente vigiladas por el Estado. La desnudez de los jóvenes, la cárcel de La Cabaña, donde tantos perdieron la vida por fusilamiento o por cautiverio, y la devastación del azúcar producían una mezcla de mensajes subversivos. Más difícil es dilucidar las coordenadas de la recepción del performance en el público de Manhattan, a principios de 2018.
Los neoyorkinos y los turistas ven el mismo performance que no pudieron ver los habaneros, en esta patria del capitalismo y la democracia, un año después de la muerte de Fidel Castro. Habrá quienes sientan la obra enmarcada en el duelo por la muerte del líder, pero habrá también quienes se tomen el trabajo de leer la conversación de Bruguera con el curador Stuart Comer, en la que la artista explica que la versión actual de la obra contiene la historia de su propia censura.
Una censura que comenzó con el título del performance, que originalmente era Ingenieros del alma. Lo primero que rechazaron los comisarios culturales de la isla fue aquel título que remitía a una fuente bien conocida por ellos: Stalin. Los escritores y los artistas, según el autócrata comunista, eran eso: fabricantes de una espiritualidad apta y funcional para las metas del nuevo Estado. Los jóvenes desnudos, que en la versión original se lavaban las manos como Lady Macbeth, tal vez representaban al ingeniero del alma bajo el socialismo. En la versión actual parecen encarnar al ciudadano de la isla, sometido al custodio de la tumba de su caudillo muerto.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.