En su diálogo Eupalinos o el arquitecto (1923), Paul Valéry definía la arquitectura como el arte de “la infinidad de causas imaginarias”. Según el escritor francés, el trasfondo racional, aritmético y geométrico, que la arquitectura solo compartía con la música, abría posibilidades inagotables para la construcción de formas en el espacio. La arquitectura, agregaba Valéry, es el único arte que, por estar obligado a responder a una “armonía material”, hace “vivir mil vidas maravillosamente prontas y fundidas en una”, lo mismo en la realidad que en la fantasía. La arquitectura, en resumidas cuentas, como arte material de la utopía y el sueño.
Una muestra reciente en el Palau de la Virreina de Barcelona, titulada La utopía paralela. Ciudades soñadas en Cuba (1980-1993) y concebida por el crítico y ensayista Iván de la Nuez y los arquitectos y artistas Juan Luis Morales y Teresa Ayuso (Atelier Morales), documenta que en La Habana, en los años finales de la Guerra Fría, una joven generación de arquitectos se propuso reinventar el espacio urbano. Lo hicieron en medio de una impresionante efervescencia de las artes visuales, que los integraba y a la vez los relegaba, y convencidos de las pocas posibilidades de edificación de sus experimentos urbanísticos.
La muestra ilumina un ángulo nublado de la revuelta de la plástica de los 80: la arquitectura. En estudios clásicos sobre el arte cubano de aquella década, como New art of Cuba (1994) de Luis Camnitzer o To and from Utopia in the New Cuban Art (2011) de Rachel Weiss, aquel movimiento arquitectónico no se registra. De la Nuez y Atelier Morales se encargan de poner las cosas en su sitio en la Virreina: los arquitectos estuvieron siempre allí, desde el mismo año de 1980, interviniendo en aquella década deslumbrante que produjo hitos del arte cubano y latinoamericano como la exposición Volumen I, la Segunda y Tercera Bienal de La Habana, el grupo “Arte Calle” o el proyecto Castillo de la Fuerza.
Aquellos arquitectos (Juan Luis Morales, Teresa Ayuso, Francisco Bedoya, María Eugenia Fornés, Enrique Alonso, Rafael Fornés, Emilio Castro, Gilberto Gutiérrez, Teresa Luis, Oscar García, Rosendo Mesías, Eliseo Valdés, Nury Bacallao, Emma Álvarez Tabío, Rolando Paciel, Gilberto Seguí, Patricia Rodríguez, Lourdes León, Daniel Bejarano…) intentaron cosas insólitas en la Habana soviética. Un emisor de mensajes lumínicos en el faro del Morro; unas fuentes marinas en los arrecifes del Malecón; un Congódromo en la ruta del Carnaval habanero, entre el Prado y el Parque Maceo, en homenaje a Chano Pozo e inspirado en el Sambódromo de Oscar Niemeyer en Río de Janeiro – lo que sí se construyó años después fue un Protestódromo, frente a la actual embajada de Estados Unidos, escenario de la “batalla de ideas” de Fidel Castro–; un rescate integral del art déco de Centro Habana y el Vedado –frente a la concentración del plan restaurador en el casco colonial–; y una gran celebración del bicentenario de la Revolución Francesa, mientras el muro de Berlín caía en cámara lenta.
Como los artistas plásticos, los arquitectos tenían sus propios ídolos en la tradición arquitectónica de la isla. Algunos, como Ricardo Porro, Antonio Quintana o Fernando Salinas, provenían del periodo prerrevolucionario, y otros, como el norteamericano Walter Betancourt y los italianos Roberto Gottardi y Vittorio Garatti, se habían trasladado a Cuba, atraídos por la promesa de la Revolución. Esos arquitectos protagonizaron, desde fines de los 60, una admirable resistencia estética contra el hiperfuncionalismo colectivista de la planificación soviética, que se quería trasplantar. Porro, Gottardi y Garatti habían sido los creadores de las míticas Escuelas Nacionales de Arte, en el antiguo Country Club de La Habana, un proyecto que quedó inconcluso en 1965. Aquellas escuelas y el teatro isabelino de Betancourt en Velasco, pequeño pueblo rural de Gibara, en la provincia de Holguín, han quedado como testimonios de la imaginación arquitectónica bajo el socialismo tropical.
En una obra de Morales y Ayuso, titulada La ciudad invisible. Italo Calvino (1990), los arquitectos proponían una suerte de historieta donde, a partir del texto Las ciudades invisibles (1978), del escritor italiano, se ambientaba un diálogo entre Marco Polo y Gengis Kan en la Cuba de la Guerra Fría. El cómic estaba ilustrado con imágenes de una Habana exquisitamente reconstruida, con todos los edificios del Malecón en perfecto estado, y la zona del Parque Central y el Capitolio de La Habana como recién hecha. En un momento de la historieta, el Gran Kan y Marco Polo hablan de las “pesadillas y maldiciones” que acechan las ciudades en el mundo. Los arquitectos aprovechan para zanjar claramente el dilema: o se seguía en el camino de la homogeneidad funcionalista o se recuperaba la ruta de las Escuelas de Arte y el modernismo cubano.
En uno de los textos de la muestra, Iván de la Nuez señala algo revelador: aquellos arquitectos estaban tan afincados en el contexto global de la Guerra Fría que se interesaron en Guantánamo como “última frontera” del mundo bipolar. Allí, específicamente en el municipio de Caimanera, donde está ubicada la base naval de Estados Unidos, proyectaron una “urbanización del deshielo”, que desafiaba, paralelamente, el desarrollismo soviético y el estadounidense. La apuesta por una estetización de la arquitectura, que los llevaba a afirmar el magisterio de Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Gaudí o Michael Graves, no los hacía ajenos a las demandas del bien común en el Caribe.
Al igual que en la gran muestra Adiós Utopía. Arte en Cuba desde 1950 (2017) de la Fundación Cisneros Fontanals (CIFO), en Houston y Minneapolis, esta exposición en Barcelona coloca lo utópico en el centro del arte cubano de los 80. Tienen razón los artífices de ambos proyectos: aquella década fue la última en que la utopía signó plenamente la producción cultural cubana. La imaginación de tiempos y espacios alternativos fue entonces una práctica cotidiana de las artes en la isla, en buena medida, porque se vivía dentro de una revolución transnacional, la de las juventudes de América Latina y Europa del Este contra las dictaduras militares y los regímenes del socialismo real.
La utopía paralela es más precisa al localizar el cierre de ciclo de aquella experimentación a principios de los años 90, cuando el Estado cubano y sus instituciones culturales sofocan la revuelta estética por diversas vías. El discurso oficial, que siempre confunde lo ideal y lo real, dio entonces con una narrativa que invertía los valores que movilizaban a los jóvenes artistas y arquitectos desde 1980. La utopía, según la burocracia, no eran esas ciudades soñadas y nunca construidas, que vislumbraban comunidades postmodernas. La utopía eran el mismo socialismo y la misma Revolución, que debían ser salvados de la ola democratizadora global.
El sentido último de La utopía paralela supone un mensaje irónico: un grupo de arquitectos jóvenes, conscientes de que el poder asume la realidad como la única utopía posible, y de que cualquier proyecto alternativo de ciudad no será realizable, edifican otra utopía imaginaria, devolviendo a la arquitectura esa condición onírica que le atribuía Valéry: una utopía bajo la otra, una infrautopía. Treinta años después, aquellas ciudades soñadas en La Habana de fin de la Guerra Fría, vuelven a la realidad, como arte, en un museo de Barcelona.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.