Es imposible determinar con exactitud los límites entre el arte y el activismo. Sus fronteras se entrecruzan y ambos se contaminan mutuamente, para llenar de ímpetu poético las luchas militantes y de vida de calle la pasión estética. Quizás, además de imposible, sea inconveniente trazar esa frontera: el poder comunicador del activismo no es despreciable. Un ejemplo reciente fue el performance del colectivo de feministas chilenas Las Tesis, “El violador eres tú”, un éxito viral en todo el mundo. La canción se convirtió en una manera de acompañar las protestas contra la violencia sexual, en una catarsis de sanación colectiva. El colectivo fue seleccionado por la revista Time como una de las “personalidades” más influyentes del año 2020.
Pero si apreciamos el ejercicio de la mirada, vale la pena preguntarnos qué puede hacer el arte todavía para entregarnos significados complejos, ajenos al conformismo de un presente tomado por la imagen fácil. Traigo esta reflexión no para enfrentar dos nostalgias –la movilización frente a la duda–, sino para pensar en lo actual que se vuelve preguntarnos por qué el arte y el activismo deben necesariamente mirarse con reserva. La realidad latinoamericana sigue siendo urgente, violenta, desgarradora y con frecuencia paralizante. Pero algo puede decir el arte para ayudarnos a sobrellevarla.
El filósofo alemán Theodor Adorno descubrió en la música dodecafónica una imagen que cambió su manera de entender el arte: se podía llevar hasta el extremo del ruido los elementos formales de la armonía para hacer delirar la estructura misma de la música. Así encontró que el arte podía confrontarnos con sustracciones constituyentes que nos enseñaran algo más que el automatismo capitalista o que la mera complacencia en la consigna.
En su Teoría estética, publicada en 1970, el filósofo alemán apuesta por la forma artística como escape de la alienación de la industria cultural y de la racionalidad económica de la cultura de masas. Encuentra en la forma un modo en que el “arte participa en la civilización que critica mediante su existencia”.
{{ Theodor W Adorno, Teoría estética, Ediciones Akal, Madrid, 2004, p. 246. }}
Esto lo hace en una convergencia de un contenido crítico que se distancia de la “culpa de lo vivo” y a la vez habla desde un corte en esa misma culpa, desde la mutilación elocuente. La forma es un desgarramiento de la civilización.
Las consecuencias de estas afirmaciones llevan a desestimar las prácticas que se definan por una pretendida exterioridad al sistema, ajenas a esa culpa por lo vivo. Es decir, que se feliciten por su condescendencia ante un mundo injusto del que supuestamente no forman parte. La cursilería de las venas abiertas se tiñe con una advertencia adorniana: “Las obras herméticas critican más a lo existente que las obras que en nombre de la crítica social comprensible se dedican a la conciliación formal y reconocen implícitamente el floreciente negocio de la comunicación”.
{{ Íbid., p. 248. }}
Adorno enfila contra la claridad de las obras convencidas de su certeza, aquellas que prometen a nuestras subjetividades la verdad.
Algo de belleza –aun torpe– disparan los cañones del futuro. Los caminos para encontrar el arte radical y su poética difícilmente empiezan por el hermetismo; muchas veces hay que adentrarse en obras amigables para construir las constelaciones de un firmamento menos evidente. La advertencia escapa al mandato: los caminos alternativos a la protesta artística no se recorren en agravio de quienes suspiran por aquella.
Sin desestimar el deseo de un mundo diferente, cabe reflexionar acerca de qué nos ofrece el arte que no nos ofrezca el activismo. La respuesta no es única. Son senderos superpuestos, contradictorios. Sobre todo para una región cuyas prácticas conceptuales, desde los años setenta, se desarrollaron asociadas a la movilización contra las dictaduras militares y diversos autoritarismos oficiales.
En México, durante este período, el Grupo Proceso Pentágono, por ejemplo, enfiló directamente contra las políticas de Estado. Por su parte, ya en los ochenta, el grupo Polvo de Gallina Negra –y en especial el trabajo de una de sus integrantes, Mónica Mayer– planteó un ejemplo de cómo se repensaron las fronteras entre arte, comunicación, pedagogía y activismo. Polvo de Gallina Negra, con una reciente muestra antológica en el Museo Amparo, hizo sus acciones con un elocuente y feroz sentido del humor frente a la violencia machista, que las llevó a calificar como su “proyecto más ambicioso” la acción ¡MADRES!, que empezó “con el embarazo de todas las integrantes del grupo, gracias al generoso apoyo de nuestros esposos”.
En una entrevista para Letras Libres, la activista boliviana María Galindo propone una “contracorriente poética que asuma la lucha desde el goce, que sea un lugar donde quedarse, una acción infinita que incluya placer y felicidad”. No habría nada que rebatirle a Galindo, especialmente si se echa mano de cualquier escuela de pensamiento, esté en Frankfurt, en París o en el costoso sillón que Judith Butler ocupa en Berkeley. A las activistas, también hay que decirlo, no les interesan las credenciales teóricas. Pero hay un potencial en la acción artística que no se concibe desde la lucha sino de una manera compleja en la forma estética. Para explicar esta afirmación, Adorno sugiere que “el arte tiene que ser y quiere ser utopía […] pero no debe serlo si no quiere traicionar a la utopía en la apariencia y el consuelo”.
(( Íbid., p. 69. ))
Conviene darnos la oportunidad de pensar en el arte como una apuesta radical por la poética de la forma y sus reverberancias sobre nuestros afectos y entendimiento. Traigo, por ejemplo, el trabajo de la artista mexicana Kiyo Gutiérrez, quien durante los últimos años ha emprendido una exploración del cuerpo y el performance como maneras de pensar –desde el disturbio– la violencia ambiental con un enfoque feminista. En Río Grande Santiago, Kiyo, de pie sobre el Puente de Arcediano en la Barranca de Huentitán, Jalisco, arroja sus brazos a la contaminada cuenca. Sus mangas de tela de manta son utilizadas, según la artista, “como una extensión corporal, buscan tocar al río y conversar con él”; mientras, el textil queda teñido por las aguas turbias.
La artista, como en un conjuro poético, adivina la catástrofe. Más allá: la invoca. En vez de esperar a que la contaminación la alcance, se precipita a ella para ofrecernos una imagen, no una reforma. El gesto no pretende ser una catarsis, se orienta hacia una desazón esperanzada, una intervención sobre la inevitabilidad del tiempo. Una imagen como la de “Río Grande Santiago”se abalanza con urgente delicadeza, sin prometer consignas que no podrá cumplir. El puente, símbolo técnico de la civilización, se convierte en el ominoso lugar desde el que se precipita una ofrenda sin imploración. La obra abre heridas que, ante la sordera del sistema, pretenden una conversación entre la artista y la naturaleza.
Como escritor venezolano, provengo del reverso de unas cuantas utopías: la del progreso moderno, pero también la de la justicia revolucionaria. Entre la espada y la pared de la pérdida, encuentro en las prácticas de la imagen un lugar desde donde pensar en un mundo diferente sin estar convencidos de cómo debe ser ese mundo. En eso el arte también nos moviliza hacia una lectura crítica de la propia historia que, paradójicamente, hace más habitables las heridas.
Escritor, periodista, curador y crítico de arte venezolano residente en México.