Oficialmente, la Guerra fría terminó con la caída del Muro de Berlín en 1989, pero sus brasas nunca se apagaron: hoy arden de nuevo en forma de una carrera nuclear donde la supremacía no se mide en tanques, misiles o bombas atómicas, sino en quién controla la energía que podría iluminar —o condenar— el próximo capítulo de la historia humana. Ya no se trata de plantar una bandera en la superficie lunar como símbolo de superioridad tecnológica, sino de encender un sol artificial sobre la noche eterna de ese satélite. Estados Unidos busca adelantarse a China para erigir la primera base permanente y ha elegido como núcleo de ese enclave un microreactor de fisión capaz de generar 100 kilovatios, suficiente para sostener laboratorios, minas y ambiciones de conquista espacial.
Eric Schiffer, presidente y director ejecutivo de la firma de capital de riesgo The Patriarch Organization, advirtió que la energía nuclear será decisiva para que Estados Unidos preserve su liderazgo en la carrera por la inteligencia artificial. “China [está] mucho mejor equipada en este momento desde una perspectiva de plataformas energéticas”, afirmó. “La energía nuclear es una pieza crítica para asegurarnos de mantener el ritmo. No se puede perder esta carrera por una restricción energética”.
Artemis II despegará en la primera mitad de 2026; Artemis III intentará el alunizaje en 2027. Si ambas misiones alcanzan sus metas, comenzará el desfile de cargueros no tripulados hacia el polo sur lunar: piezas para construir un hábitat, reactores, antenas; después llegarán manos humanas a ensamblarlo todo.
“Hay una parte de la Luna que todos saben que es la mejor; tenemos hielo y luz solar allí, y queremos llegar primero para reclamarla para Estados Unidos”, declaró Sean Duffy, administrador interino de la NASA. El hielo garantiza agua para beber, oxígeno para respirar y combustible para viajar; la luz perpetua, energía constante para sistemas y reactores. Todo forma parte del programa Artemis, la apuesta estadounidense por mantener vida en la Luna y convertirla en trampolín hacia Marte. Pero detrás del lenguaje de la exploración lunar se oculta la lógica de la estrategia: tomar primero los recursos y posiciones más valiosas para impedir que el rival lo haga, marcando en la roca lunar los límites de la nueva Guerra fría. Quien encienda primero un reactor en la superficie lunar obtendrá más que electricidad: ganará una ventaja tecnológica y logística, impulsando tanto la exploración espacial como las máquinas que definirán el destino humano.
Si esta carrera nuclear tiene en la Luna su escenario más visible, la verdadera batalla se libra en la Tierra, donde el control de la energía definirá qué países podrán sostener la inteligencia artificial a escala planetaria. Se trata de erigir, a toda prisa, la infraestructura invisible que permitirá a unos pocos reescribir las reglas del mundo. Esa red colosal de centros de datos –millones de metros cuadrados que laten como cerebros sintéticos– devorará electricidad a un ritmo capaz de colapsar las redes actuales. Por eso, la carrera nuclear no apunta solo al satélite natural, sino también a nuestro planeta, donde reactores de fisión y fusión prometen saciar el hambre energética de la IA.
El auge de la inteligencia artificial ha convertido a la energía nuclear en un pilar estratégico para sostener la expansión de centros de datos, cuya demanda eléctrica podría aumentar 165% hacia 2030 según Goldman Sachs. Frente a alternativas más contaminantes, como el carbón, o más lentas de desplegar, como la eólica o la solar, la reactivación de reactores existentes ha resultado la vía más rápida para proveer energía limpia, estable y abundante.
Por esa razón no es ninguna sorpresa que, en 2025, las acciones vinculadas a la energía nuclear se hayan disparado muy por encima del resto del sector energético en Estados Unidos. En un mercado obsesionado con predecir el futuro, pocos dudan de que la próxima década pertenecerá a quienes controlen tanto la inteligencia artificial como la energía que la mantiene despierta.
Los titanes tecnológicos –Microsoft, Meta, Apple y Google– han sellado pactos que suenan a tratados de una nueva era para que sus cerebros sintéticos no se apaguen jamás. Constellation Energy (CEG), que ha acordado reactivar Three Mile Island para abastecer a Microsoft y que, desde su debut bursátil en 2022, acumula cerca de +540% en precio, encarna esa apuesta. Dominion Energy (D), guardiana de cuatro reactores en Virginia, densifica la red en el mayor enjambre de centros de datos del planeta; Southern Company (SO) inaugura el primer reactor nuclear estadounidense en décadas para ofrecer luz perpetua a Meta; Duke Energy (DUK) mezcla sol y átomo para sostener las redes neuronales de Apple, Google y Meta en Carolina del Norte; y Entergy (ETR) destina 2,3 GW –y una megaplanta solar– al mayor bastión de IA de Meta en Luisiana.
Estados Unidos apuesta por su red de reactores nucleares existente –quizá un poco obsoleta–, por alianzas con gigantes tecnológicos y por un mercado de capitales que premia a quien garantice flujo de electricidad limpia, continua y confiable. Beijing contraataca con velocidad industrial, redes de transmisión colosales, parques solares que cubren horizontes desérticos enteros y la disciplina de un Estado que planifica por décadas. Y, más allá del átomo nuclear, empujan la carrera otros engranes igual de importantes: litio y cobre, baterías y geotermia, eólica marina, presas, cables submarinos, permisos, agua para enfriar servidores, semiconductores y talento. La verdadera batalla aquí no se mide en banderas ni discursos, sino en megavatios-hora, tarifas y contratos.
Esas cifras frías indican que Estados Unidos aún lidera en electricidad nuclear, con alrededor de 782 TWh generados en 2024, frente a unos 445 TWh en China. Pero el impulso chino es superior: opera 58 reactores y construye 33, mientras los estadounidenses operan 94 y no tiene reactores en construcción hoy. De mantenerse este ritmo, la Agencia Internacional de la Energía proyecta que China superará a Estados Unidos en tamaño de flota antes de 2030, una tendencia reforzada por la aprobación reciente de 10 nuevas unidades por parte del Consejo de Estado chino.
Según analistas, China lleva entre 10 y 15 años de ventaja en la puesta en marcha de diseños nucleares avanzados –reactores modulares pequeños y de alta temperatura, pensados para construirse más rápido y operar cerca de polos industriales–. En paralelo, suma una expansión masiva en renovables (solar, eólica terrestre y marina), nuevas líneas de transmisión y almacenamiento, levantando una base energética amplia y de bajo costo. Estados Unidos, en cambio, enfrenta recortes fiscales y cuellos regulatorios que ralentizan el despliegue justo cuando la energía se vuelve el cimiento silencioso de la competencia tecnológica y geopolítica del siglo XXI.
Cuando la primera base lunar encienda su luz, no veremos una bandera: veremos un ganador. Un sol artificial cortará la noche del cráter y, por un instante, creeremos haber vencido a la oscuridad. Pero el interruptor tendrá dueño. Si el nuevo imperio no se mide en territorios sino en horas de encendido, el precio de la grandeza será la dependencia: que alguien, en algún punto de la Tierra, decida cuánto dura nuestro amanecer. ~
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