¿De quién es el Conacyt? (I)

Con ayuda de su directora, atenta a la voluntad del Ejecutivo, se busca supeditar al Conacyt a la "4T", asumiendo que la ciencia y la tecnología son un apéndice del partido en el poder, de sus proyectos ideológicos y políticos.
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Golpes de timón

El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) es la culminación de un largo proceso histórico. Inicia con el primer teotihuacano que leyó las estrellas y el primer maya que hizo matemáticas. Siguió en 1551 con la Imperial y Regia Universidad de México que dispuso fundar el invasor Carlos V, quien ya podría ir pidiendo perdón por habernos impuesto el estudio de la medicina, las matemáticas, la astronomía y lenguas indígenas. Luego vendrían los seminarios y las “sociedades” científicas, y después los institutos y las universidades, hasta que el Estado decidió en 1970 consagrar el valor de esa potencia intelectual en el Conacyt. Conviven en él, pues, de Carlos de Sigüenza y Góngora a Francisco Bulnes y de ellos a Mario Molina y hasta la más joven miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). El Conacyt es de todos los científicos que ha habido, hay y habrá en México y, desde luego, de todos los mexicanos que han financiado sus labores y se benefician de él.

Pero el Conacyt ahora es “de la 4T”, como lo proclama su actual directora, la bióloga María Elena Álvarez-Buylla Roces.  

No estoy muy seguro de que sea cierto. Declarar al Conacyt propiedad “de la 4T” asume que la ciencia y la tecnología son un apéndice del partido en el poder y, por lo tanto, de sus proyectos ideológicos y políticos. Ignoro si así lo dispuso la directora desde su autoridad personal, conferida por el Ejecutivo, o si lo decidieron el Consejo interno o el Consejo Consultivo del Conacyt que le ordenan a la directora qué aconsejarle al Ejecutivo. Y dudo que le hayan ordenado apropiarse del organismo. 

En todo caso, aunque decidir de quién es el Conacyt no figura en la ley respectiva como atribución de su autoridad, que el Conacyt es “de la 4T” ya lo registra su definción oficial:

El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de la Cuarta Transformación ha dado un golpe de timón en las políticas de ciencia, tecnología e innovación que se aplicaron durante el periodo neoliberal, caracterizado por privilegiar los intereses privados e individuales por encima de los intereses públicos y sociales.

El nuevo Conacyt apoya a la ciencia pública comprometida con el pueblo y con la protección del patrimonio ambiental y biocultural del país. Este cambio de paradigma se sintetiza en una sola frase: Ciencia por México.

También consta en su Programa Institucional Conacyt 2020-2024 en el que, a lo largo de 133 páginas, se reitera que el Conacyt “es parte de la Cuarta Transformación” y que para “resarcir los daños de los gobiernos neoliberales a las ciencias” el Conacyt asumió “el compromiso de dar un giro de timón”. La nueva jefa del reiterado timón no deja de insinuar que antes los científicos eran neoliberales y, por tanto, individualistas, indiferentes o adversos a “lo público” y “lo social”, ignorantes del pueblo y desdeñosos de los “saberes” científicos populares. Durante cuarenta años abominables, los científicos fueron cómplices de una política que “influyó de manera infortunada en todos los ámbitos”, pero ahora, por fin, han sido liberados, lo mismo que su pueblo, pues

el gobierno de la Cuarta Transformación cree firmemente en que no puede haber paz sin justicia, por lo que para el Conacyt será tarea fundamental difundir el conocimiento científico a amplios sectores de la población como un factor que genera bienestar, paz y justicia social, acercando las bondades y beneficios de la ciencia a toda la población. El respeto al derecho ajeno es la paz y el derecho a la ciencia es un asunto de justicia social y es de todos, tal como lo dicta el principio de Democracia significa el poder del pueblo.

(A lo largo del documento, las frases del presidente se ponen siempre en cursivas-negritas para enfatizar su origen popular.)

Decretar el “Conacyt de la 4T” es tan voluntarista como decretar que ha ocurrido ya esa “cuarta transformación” porque así lo dice el Señor Presidente, un señor proclive a celebrar el jonrón antes de la pichada. Pero como viene de la autoridad es decreto ad verecundiam y no hay nada que hacer.

Esa voluntad contradice el carácter nacional que caracteriza a su objeto: si el Conacyt es nacional, no puede pertenecer a una parte de esa nación (“la 4T” o su partido el MoReNa), su todo no puede caber en la parte de una ideología. Y contradice también a la ciencia, en tanto que el suyo es un hacer cuya naturaleza carece de propietario (o propietaria), un hacer que, de ser expropiado por un interés político, pierde como ciencia al subordinarse a una ideología; sacrifica su naturaleza científica, su esencial desinterés. El voluntarismo declarará “ganadora” a una ciencia no por ciencia, sino por ideológica, y quedará exenta de rigor científico, ya no podrá ser desmentida por las posibles evidencias en contrario, ya nunca será “falsificada” por la evidencia, como argumentaba famosamente Karl Popper: será una pseudo-ciencia.

(Breve paréntesis: Popper carga con la fama de esa célebre crítica al falsificacionismo desde Conjectures and refutations. The growth of scientific knowledge, libro de 1962. No pocos se sorprenderían al leer “El socialismo y la enseñanza”, un ensayo de Jorge Cuesta escrito en 1934 que anticipa esos razonamientos. Un solo ejemplo, trasladable a la ficción de que el Conacyt “es de la 4T”: la fe, escribe Cuesta, “es también una razón para que el socialista no tenga que esperar el triunfo de su causa, a fin de poder pensar con certidumbre, a fin de poder dar un valor científico a su pensamiento”.)  

 

Ciencia al margen

Al crear el Conacyt, el gobierno reconoció con sentido común que la ciencia debía ser jerárquicamente autónoma del gobierno para obrar en libertad. Lo concibió entonces como un “organismo descentralizado del Estado” encargado de “promover el desarrollo de la investigación científica y tecnológica, la innovación, el desarrollo y la modernización tecnológica del país”. Supeditar todo eso a la 4T recentraliza al Conacyt con la ayuda de una directora más atenta a la voluntad del Ejecutivo que a la descentralización que tanto tiempo le tomó merecer a la ciencia.

En tanto que organismo del Estado, es obvio que el Conacyt entiende que las ciencias se relacionan con el pueblo al que benefician. El Conacyt se identifica hasta con la conciencia del pueblo, con su ethos, si se quiere, pero no con su gobierno, ni menos aún con la ideología de su partido. Es la misma razón por la cual no se puede decir, por ejemplo, que el Conacyt es “guadalupano”, aunque sea guadalupano el mayoritario ethos popular. Es nacional, desde luego, y por eso mismo es más que del Estado y mucho más que de su gobierno. Por eso al sentenciar que la 4T es la dueña, administradora o posesionaria de esa conciencia es ahora una falacia ad baculum, es decir, de las que se imponen a palos. Solo con ese bastón (o timón) de mando puede declararse a una ideología la posesionaria no solo del hacer científico y sus complejidades, sino de la no menos compleja y plural totalidad del pueblo. Es justo la clase de tontería que decreta un Estado totalitario cuando presume contener al pueblo y sostiene, como hizo Mussolini, que ser italiano ya incluía el ser fascista.

Cuando en el Programa Institucional se anota que el Conacyt es “parte de la 4T” se entiende que, ad baculum, su directora ha dispuesto que aquello que ella desea es más relevante que lo que desea la comunidad científica que, al parecer, perdió interlocución por cometer pecado de corrupción neoliberal. Sí, en el Conacyt hay 30 mil investigadores y 65 mil aspirantes becados a serlo, cuyo discernimiento y talento, se supone, equivalen a los del Conacyt con el que llevan cincuenta años de convivencia. Pero le fallaron al pueblo (es decir, a su líder): la directora de Desarrollo Científico del Conacyt, Carmen de la Peza –especialista en la ciencia de las canciones populares–, le reprochó a los investigadores en 2019 no haber tenido “una conexión suficiente” con “las condiciones de bienestar del país”. ¿De dónde viene ese juicio? Es como una religión en la que hay que bautizarse previo arrepentimiento: ¿lleva usted 30 años haciendo biotecnología? Pues arrepiéntase, porque los vivió usted en pecado. Y no intente siquiera rezongar: la voz de los investigadores, que se manifestaba por medio del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, ya fue silenciada sumariamente, como comenté aquí.

Quizás sea una lección merecida: en el actual gobierno, los científicos son patentemente desdeñados por tres purificados motivos evangélicos: son demasiado “expertos” y no escuchan la palabra de Dios, y son demasiado clase media, lo que les impide entender la idea de “pueblo” que dicta el mesías y vigila su profeta.

Álvarez-Buylla da golpes del timón por mímesis: si el presidente encarna a México, ella encarna a la ciencia. Habrá unos que sí (cada día menos), pero a muchos científicos este Conacyt subordinado a la ideología en el poder les incomoda tanto como a Álvarez-Buylla le habría incomodado que se hubiera declarado antes que el Conacyt “es de la Institucional Revolución”, o “de la Nacional Acción”. Imaginemos qué sucedería en Francia si el Centre National de la Recherche Scientifique fuese declarado “de ¡República en marcha!”, o en Estados Unidos de Make America Great Againla National Science Foundation. Pero como esa incomodidad no se mide en manifestantes/cuadra, no cuenta (que es el tercer motivo del desdén presidencial: los científicos no bloquean avenidas, es decir, su causa no es popular).

Que el Conacyt sea ahora “de la 4T” afrenta también a la Constitución que garantiza “la libertad de creencias” en su artículo tercero. Al imponerle la 4T a los científicos, se les sujeta a una creencia obligatoria y se avería su libertad. La única creencia inobjetable es la que señala ese mismo artículo al ordenar que la ciencia luchará “contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y prejuicios”. Al imponérseles la subordinación a la 4T, los científicos califican para las tres categorías: los prejuicios ideológicos de las autoridades se han convertido en juicios institucionales y la servidumbre de la directora a los fanatismos del presidente prevalece sobre la ciencia.

Esos fanatismos rebasan a la retórica y se convierten en políticas cuya calidad se supone que es tan diáfana como la ideología. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el debate sobre los organismos genéticamente modificados, el glifosato o la biotecnología que aborrece ideológicamente Álvarez-Buylla: son debates en vigor en todo el mundo, donde ningún científico cancela a quien difiere del propio punto de vista, antes bien lo analiza y lo critica en pos de la verdad, que es la única misión. No así en el Conacyt, donde la directora declaró que “está concluido el debate sobre el uso de la biotecnología agrícola para mejoramiento de semillas”: un desplante autoritario tan adverso a la ciencia como al artículo tercero. Y sí, se “canceló” ad baculum el debate en el Conacyt, pero no en la realidad científica. Y quien ose resistir el dogma corre el riesgo de ser castigado, como lo fue la bióloga Beatriz Xoconostle, que debate hace años con Álvarez-Buylla que solo pudo ganar el debate con violencia moral de por medio, como lo conté aquí.

Nada como ese vergonzoso episodio ha cifrado mejor el talante de “el Conacyt de la 4T”: el científico que no esté con la directora, está contra ella y deberá atenerse a las consecuencias.

         

El retorno de la ciencia popular

El dogma de la “ciencia popular” ocurrió por primera vez en la década de los treinta y solo sirvió para perder tiempo, talento y recursos. Hoy reviven las lucubraciones “socialistas” de Narciso Bassols y de Vicente Lombardo Toledano cuando –siguiendo el llamado de Marx a substituir a la “ciencia burguesa” y “conservadora” con una “ciencia proletaria”– proponían substituirla con la “técnica”, con dejar los laboratorios “para ir a las fábricas, a los centros de producción, en donde las leyes científicas tienen una aplicación verdadera”, que consiste en transformarse “en bienes útiles” para “servir a la sociedad humana” (sic).

Se trataba, como lo conté hace poco, de substituir “el régimen capitalista por un sistema que socialice los instrumentos y medios de la producción económica”; de que la ciencia se sujetase al materialismo histórico para “orientar el pensamiento de la nación mexicana” hacia un “régimen de transformación”. Esa sería la verdadera ciencia, la que se aplicaría en “nuestro territorio” para entender “las características biológicas y psicológicas de nuestra población” y convertir “nuestro régimen de gobierno” en un sistema “que mejore las condiciones económicas y culturales de las masas hasta la consecución de un régimen apoyado en la justicia social”. Era el año 1933.

Decretar en 2020 que el Conacyt es “de la 4T” revive esa ficción científica de lo nuestro; una “Ciencia por México” que sea ciencia de México y para México, país cuya medida solo puede tomar el gobierno; una ciencia nuestra que –de acuerdo al sentimentalismo nacionalista– se represente en “las comunidades indígenas y campesinas”, esas generadoras de “saberes tradicionales” que contrastan por su desinterés y pureza, con la ciencia abstracta, universal (y burguesa, habría agregado Bassols) y sobre todo con su lado más nocivo, que es el de invertirla en la producción de bienes de consumo. Y en efecto, nadie puede negar las condiciones atroces en que muchas de esas comunidades indígenas apenas sobreviven, ni las trapacerías del “capitalismo biotecnológico”, pero no se puede responsabilizar de ello a todas las ciencias ni a todos los científicos. La nueva ciencia popular y no modernizante sino “tradicional” (pues coincide con la presidencial imagen idílica del pueblito autosuficiente) deberá prescindir de ese contagio impuro con el capital y con las fábricas para confiar en el Estado como el adecuado –y el único– empresario “humanista”.

 

(Continuará…)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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