El mito de las armas de destrucción masiva

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La guerra, para Clausewitz, era un instrumento racional de la política nacional, un acto de violencia destinado a obligar a un oponente a cumplir con nuestros deseos. Lamentablemente para los Estados democráticos, la mayoría de la población no ve la guerra de esta manera; por tanto, el privilegio de pelear las guerras de agresión del siglo XX ha debido ser conquistado mediante la manipulación, el engaño y la extorsión del público. Así, desde que el Comité para la Información Pública de George Creel, durante el gobierno del presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson en 1917, logró transformar a una población mayoritariamente pacifista en una masa sedienta de sangre, todas las guerras han requerido de vastas y costosas campañas propagandísticas para convencer a la población de la absoluta necesidad de un conflicto armado.
     Los Estados Unidos marcharon a la guerra para salvar bebés belgas de ser ensartados en bayonetas alemanas, para vengar la sospechosa destrucción del Maine en el puerto de La Habana, para ajustar cuentas por el incidente de la bahía de Tonkin, para rescatar estudiantes de medicina del cruel régimen comunista de Granada y para detener a las tropas iraquíes que tiraban al piso a los bebés de las incubadoras kuwaitíes. Hoy sabemos que estos fueron eventos fabricados por propagandistas, como Edward Bernays, el sobrino de Freud que igual promocionaba jabón que golpes de Estado, o como la mega agencia de relaciones públicas Hill & Knowlton, que manipuló al pueblo estadounidense y al público televisivo planetario para hacer apetecible la idea de pelear la Primera Guerra del Golfo.
     Desde septiembre del 2002, por todos los medios fuimos bombardeados con una campaña de histeria masiva la cual afirmaba que Hussein amenazaba la paz mundial con su arsenal de armas de destrucción masiva (ADM): municiones químicas, biológicas y nucleares así como misiles que podrían alcanzar a Israel y eventualmente a los Estados Unidos, y aviones a control remoto que podrían dispersar agentes tóxicos. Además, Hussein tenía vínculos con Al Qaeda y otras organizaciones terroristas que pronto tendrían acceso a sus armas prohibidas. El 6 de marzo el presidente George Bush anunció que no dejaría “al pueblo estadounidense a la merced del dictador iraquí y sus armas” y ya no hubo marcha atrás a pesar de que era claro que: 1) el programa nuclear iraquí había sido completamente desmantelado por los inspectores de la UNSCOM (Comisión Especial de las Naciones Unidas dedicada a verificar que Iraq cumpliera con la destrucción de sus ADM y misiles que excedieran el rango de 150 kilómetros, así como las plantas de producción, laboratorios y programas relacionados con ellas), como ha repetido el jefe de inspectores, Scott Ritter; 2) las armas del programa biológico iraquí (esencialmente ántrax y la toxina botulinum), que si bien en 1990 estaban en un nivel avanzado, nunca fueron usadas y, si algún agente sobrevivió a la destrucción de UNSCOM, ya ha expirado, porque su vida útil es máximo de cinco años; y 3) las armas químicas, usadas por Iraq contra tropas iraníes (quienes también usaban gas nervioso VX y gas mostaza), posiblemente contra kurdos (el debate sobre lo sucedido en Halabja en mayo de 1988 no ha sido resuelto) y shiítas, no son armas estratégicas de destrucción masiva, sino armas de campo de batalla cuyo alcance y potencial es limitado, pero en cambio su capacidad de crear terror es notable.
     La invasión de Iraq fue instrumentada y justificada por el mismo equipo de burócratas que durante el régimen de Reagan se encargaron de armar a Hussein en su guerra contra el islam militante de Irán. Estos ideólogos, conocidos como neocons o chicken hawks, están de regreso en el Pentágono (Donald Rumsfeld, Richard Perle y Paul Wolfowitz, principalmente) o tienen acceso privilegiado al presidente (como su hermano Jeb, Dick Cheney y Elliot Abrams). Su filosofía y visión del mundo está resumida en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, el cual promete “extender el momento unipolar” (la posición de los EE.UU. como hiperpotencia) tanto como sea posible para traducir este momento de influencia en décadas de paz, prosperidad y libertad; asimismo pretenden aplicar un internacionalismo activo que refleje “la unión de nuestros valores e intereses nacionales”.
     El periodista Sam Tannenhaus entrevistó a uno de los principales promotores del “cambio de régimen en Iraq” y de la política de los ataques preventivos, el subsecretario de la defensa, Paul Wolfowitz, para la revista Vanity Fair (“Bush’s Brain Trust”, julio 2003), quien comentó cándidamente: “La verdad es que por razones que tienen mucho que ver con la burocracia gubernamental de los EE.UU. elegimos la razón central [para la guerra] con la que todos estábamos de acuerdo, que eran las ADM.” Wolfowitz, quien se define a sí mismo como un idealista práctico, confesó que el argumento de eliminar las supuestas armas químicas, bacteriológicas y nucleares había sido meramente un pretexto y no un fin. Un día después de esta revelación, el secretario de Estado Colin Powell, quien era expuesto como un mentiroso o un títere, defendió su presentación ante el Consejo de Seguridad de la ONU (6-ii-03) diciendo que las armas serían encontradas eventualmente y que la evidencia eran dos supuestos laboratorios móviles de armas biológicas. Los cuales, si estuvieran realmente destinados a producir armas, requerirían de equipo para deshidratación del agente, descontaminación de personal (el supuesto camión de descontaminación que mostró en una foto de satélite era en realidad un camión de bomberos, como declaró el exinspector de UNSCOM, Peter Frank a Der Spiegel) y llenado de municiones: nada de esto fue encontrado.
     Wolfowitz dijo que una de las principales razones para la guerra había sido sacar a las tropas estadounidenses estacionadas en Arabia Saudita e instalarlas en Iraq, “debido a que son una fuente de conflicto.” Muchos funcionarios y apologistas del régimen de Bush dicen que no importa si encuentran o no ADM, ya que el rescate del pueblo iraquí de las garras de un tirano es suficiente justificación para la guerra. No obstante, Wolfowitz comenta con pragmatismo fulminante: “Ayudar a los iraquíes es una razón, pero no es razón suficiente para arriesgar vidas de muchachos estadounidenses en la escala en que lo hicimos”. Pocos días más tarde Wolfowitz declaró a los diarios alemanes Der Tagesspiegel y Die Welt: “Pongámoslo de manera muy simple, la principal diferencia entre Corea del Norte e Iraq es que económicamente en Iraq la decisión era muy simple. Ese país nada en un mar de petróleo.”
     El 27 de mayo, cuando el secretario de la defensa Rumsfeld declaró que era probable que Iraq hubiera destruido sus armas poco antes de la guerra, desató una batalla de acusaciones entre los servicios de inteligencia y los políticos que hicieron un uso selectivo de la información. Es claro que los neocons del Pentágono han optado por minimizar la importancia de las ADM y de esa manera tratan de volver “irrelevantes” (uno de sus términos favoritos) a quienes acusan a los gobiernos de Bush y Tony Blair de haber mentido o por lo menos inflado la amenaza para provocar una guerra. Independientemente de que hoy se encuentren arsenales de ADM, lo que es cierto es que no fueron usadas ni siquiera ante la inminente destrucción del Estado, por lo tanto, de existir, eran “irrelevantes”. No hay duda que de no ser por la propaganda la Segunda Guerra del Golfo nunca hubiera tenido lugar. El casus belli de este conflicto fue construido sobre mentiras, temor y paranoia por un grupo de ideólogos hiperracionales y mesiánicos que “conspiran públicamente” y a la vista de todos para conducir los cañones del imperio en esta cruzada bélica que apenas comienza. –

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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