De acuerdo con la Secretaría de Salud, el último caso autóctono de sarampión en México se registró en 1996 en la Ciudad de México. Cuando se reportó, hacía 24 años que en el país se organizaban campañas de vacunación masiva que incluían al sarampión.
Hasta antes de los años cincuenta, el sarampión se encontraba dentro de las principales causas de morbilidad y mortalidad. De 1941 a 1971 se sucedieron epidemias bianuales; a partir de 1973 se presentaron cada cuatro años. A pesar de ello, entre 1989 y 1990 se presentó la epidemia más grande en los últimos 40 años, con 20,381 y 68,782 casos respectivamente. De 1992 en adelante, gracias a renovadas campañas de vacunación, los casos se redujeron drásticamente.
He buscado, sin éxito, más información sobre aquel último caso. ¿Fue una menor de edad? ¿No estaba vacunada o solo recibió la primera de dos dosis de SRP (sarampión, rubéola, parotiditis)? ¿Murió de alguna enfermedad respiratoria, como lo hacen 3 de cada mil niños que enferman? ¿O sobrevivió tras reponerse a la neumonía que pescan 1 de cada 20 niños que contraen la enfermedad?
Quiero pensar que sobrevivió sin secuelas, y que hoy, rondando sus treintas, no se le escapa la paradoja que el mundo vive con relación a las vacunas.
Por un lado, 24 años después de sus días de fiebre, tos, moqueo, conjuntivitis y salpullido, hoy tenemos 133 casos de sarampión en el país. Son casos del todo evitables, porque desde hace 50 años existe una vacuna segura y eficaz contra esta enfermedad. Pero la gente ha decido, por razones diversas y complejas, aunque ninguna de ellas respaldada por datos científicos, dejar de vacunar a sus hijos.
Por otro lado, este desdén y descreimiento hacia las vacunas sucede al mismo tiempo que el mundo entero busca desesperadamente una sola vacuna: la que evite la enfermedad por coronavirus Covid-19. Es muy posible que en la historia de la ciencia jamás se haya visto un esfuerzo global de tal magnitud, con tantos actores involucrados, para buscar una vacuna. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, al 11 de abril había 70 candidatos a vacunas: 4 en estudios clínicos (probándose ya en personas) y 67 en estudios preclínicos. Y la tarea que se está emprendiendo no es para nada menor, considerando que antes de que una vacuna pueda ser autorizada y distribuida se somete a un largo y riguroso proceso de investigación, seguido por muchos años de pruebas clínicas.* Este proceso suele tomar entre 10 y 15 años. Para el coronavirus, se espera reducirlo a 18 o 24 meses.
Los primeros pasos no solo están ocurriendo con rapidez (el primer ensayo clínico para una vacuna comenzó el 16 de marzo, solo 65 días después de que las autoridades chinas compartieran la secuencia genética del nuevo coronavirus), sino que están echando mano de eso que pomposamente llamamos “el límite de la ciencia”, pero que genuinamente, está en el límite que hasta ahora conocíamos de la ciencia. Por ejemplo, buena parte de los candidatos a vacunas no dependen de partículas virales inactivadas en las células vivas, sino del material genético (ARN) que se desliza hacia las células humanas y les dice que produzcan las proteínas virales. Esto es, que más que inyectarte una vacuna, te inyectan las instrucciones para que tu cuerpo produzca proteínas que funcionen como un medicamento o vacuna. Todavía no existe una vacuna de ARN aprobada para ninguna enfermedad.
Es demasiado pronto para hablar de las lecciones que nos dejará la búsqueda de esta vacuna (falta, por supuesto, no solo encontrarla sino producirla de manera intensiva y masiva), pero claramente “los límites de la ciencia” estarán más lejos, y eso ya es emocionante. Pero me intriga si el recelo hacia las vacunas pervivirá o si habremos aprendido del miedo que implica vivir sin una.
* El desarrollo general de una vacuna consiste normalmente de la fase de descubrimiento, la fase pre-clínica, la fase de desarrollo clínico (fases I a III) y la fase posterior a la autorización (fase IV).
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.