Lo primero que aprendemos en la facultad los que estudiamos Lingüística es que la relación entre el significado (el mensaje, lo que queremos transmitir) y el significante (los sonidos, las palabras concretas que usamos para ello) es arbitraria. Un mismo contenido se puede expresar de muchas formas distintas y, en cualquier caso, lo importante, a efectos comunicativos, será el significado o, para ser más exactos, la intención del hablante. Los sonidos concretos son meros transmisores, sin valor por sí mismos. Así, si la intención es insultar, da lo mismo que se empleen palabras más o menos bellas, el dolor será el mismo. Igualmente, si lo que se quiere es transmitir cariño, la entonación, el gesto, la sonrisa convertirán en piropo cualquier palabra, por fea que esta sea.
Cuando escuché esto por primera vez me pareció que en algunos contextos no se cumplía de forma tan clara. Pensemos, por ejemplo, en un espectáculo de magia. Efectivamente, el mago, para conseguir su propósito, necesita decir frases como Abracadabra, pata de cabra y cualquier variación de esta frase (que, por otra parte, ignoro si tiene un verdadero significado) sería desastrosa. Lo mismo podemos decir para los ladrones que querían recuperar su botín. Solo los sonidos concretos de a-bre-te-sé-sa-mo permitían abrir las puertas de la cueva. En estos casos, cuando la función de las palabras se vincula a la magia, el significante es el protagonista. Algo similar ocurre en los ritos religiosos. Como muy bien analizó Austin, las palabras que se pronuncian en ellos tienen el poder de realizar actos (bautizan, perdonan, unen en matrimonio), siempre y cuando cumplan una serie de requisitos entre los que está que sean pronunciados exactamente como se deben pronunciar (no se pueden sustituir por expresiones parecidas o sinónimas).
Este poder sobrenatural de las palabras ha trascendido en ocasiones el contexto ritual. Cuando éramos pequeños, todos los de mi generación conocían muy bien “la expresión mágica” que se debía decir antes de pedir algo a un adulto. Aún recuerdo a mi abuela preguntando ¿Cómo se pide? ¿se pide por…? Y es que en aquel tiempo pronunciar esos sonidos (por-fa-vor) abría la caja de las galletas o el monedero de nuestros mayores con la misma magia que el ábrete sésamo de la leyenda. En fin. Decía que esto pasaba hace unos años, porque me temo que este ejemplo ya no funciona del todo. Actualmente no son tan importantes las expresiones rituales y, como se puede leer en las redes, si les preguntas a un grupo de preadolescentes: ¿Cómo se pide? ¿se pide por…? la respuesta de estos probablemente sea ¡por Amazon! Los tiempos, está claro, están cambiando.
Pero no todos los cambios van en el mismo sentido. En la moderna España democrática, el antaño habitual miedo a pronunciar determinadas palabras tabú parecía un asunto superado. Mirábamos con cierta arrogancia a los ancianos (y, especialmente a las ancianas) que se escandalizaban si usábamos palabras prohibidas y dejábamos para la literatura fantástica la posibilidad de que existieran “palabras innombrables”. ¿Quién, en su sano juicio, podría considerar peligroso pronunciar determinados nombres, salvo los antagonistas de Lord Voldemort? Pero, como decía, los tiempos cambian y desde la puritana América del Norte nos llegan en la actualidad los ecos de palabras que no se pueden pronunciar. No es que no se puedan usar con la intención de herir al otro (lo que sería consecuencia del más elemental civismo) o que no se pueda describir o categorizar a los demás con ellas (por las connotaciones que podría tener). Es que no se pueden pronunciar. No se pueden materializar ni siquiera en un contexto como este, ni aunque sea para decir que no deben usarse. Tanto es así que para poder referirnos a ellas las denominaremos con su inicial (“la palabra que empieza por…”). Es el retorno de la magia de las palabras tabú con toda la fuerza de otros tiempos. Quién me lo iba a decir. Superamos los tabúes de nuestros abuelos y ahora vemos, con sorpresa, que no nos resultará tan sencillo superar los de nuestros hijos.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).