Foto: Oregon State University/Flickr

Para Ursula K. Le Guin, el futuro siempre se trató del presente

Ursula K. Le Guin nos enseñó que podemos alcanzar a los otros, incluso cuando las lagunas —desde el punto de vista biológico, temporal, espacial, literal y figurativo— entre nosotros parezcan indicar que ese tipo de contacto es imposible.
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Es casi un error confundir la ciencia ficción con la profecía, aunque, a menudo, gustamos de hacerlo. A propósito de los escritores de ciencia ficción, Lawrence M. Krauss observa, con razón, que “su trabajo no consiste en predecir el futuro, sino en imaginar cómo sería según las tendencias actuales”. Aún así, solemos concentrarnos en sus aciertos e, incluso, cruzamos los dedos y deseamos que sus ideas puedan ayudarnos a crear un mundo mejor.

Por lo que sé, Ursula K. Le Guin, que falleció recientemente a los 88 años, nunca pretendió sugerir tales comparaciones oraculares. Al igual que muchos de sus colegas literarios, prefería cuestionar nuestra propia era tan versátil, incluso —o, en particular— cuando esbozó otros tiempos por venir.

No obstante, en No Time to Spare (No hay tiempo que perder: pensemos en lo importante), un libro editado en 2017 que recopila un conjunto de ensayos escritos originalmente para su blog durante la década pasada, Le Guin formula una predicción solitaria que resultó ser tan asertiva como precisa, aunque nos pese. En dicho texto, que se había publicado primero en 2011, la autora medita sobre los placeres de un huevo pasado por agua, “la dificultad que implica comerlo, la atención que requiere, el ritual en sí”. No es sino hasta el último párrafo donde alude a cuestiones realmente prácticas, y es allí donde hace referencia a la decisión que, por entonces, acababa de tomar el órgano legislativo de Oregón de prohibir las jaulas en batería para aves de corral. Al observar que la norma no entraría en vigor hasta el año 2024, concluyó: “No viviré para ver a las aves en libertad”.

En efecto, falleció antes, aunque las cosas podrían haber sido diferentes. Le Guin, que habría cumplido 95 años en 2024, vivió lo suficiente como para entender que la historia, sobre todo la historia personal, también puede ser una jaula, pero de otro tipo. En No Time to Spare, escribe largo y tendido sobre su propio descenso hacia la decadencia física, rechazando los clichés más reconfortantes con una franca advertencia: “Cuanto más dura una vida, más pasado tiene”. Quizá sea ese el significado de afrontar el futuro con honestidad: al mirar atrás, el pasado es la única máquina del tiempo que tenemos, y nos transporta al lugar donde nos encontramos en el presente.

Con la ficción de Le Guin ocurre casi lo mismo. “Para Le Guin, ‘en otra parte’ siempre ha sido un lente que aumenta las molestias de nuestro propio tiempo y espacio, incluyendo el militarismo, el sexismo, la gestión pública y la ecología”, sostiene Zoë Carpenter en un perfil de 2016. En la obra de Le Guin, el futuro más importante —y, a veces, también el más fatal— fue siempre aquel que nosotros habíamos creado, no en un entonces o un después, sino en un escalofriante y ensordecedor ahora. “La verdad es que no tengo expectativas”, escribió en un ensayo publicado originalmente en 2010. “Tengo esperanzas y tengo miedos. En estos días, ganan los miedos”. En dicho ensayo, la autora ponía en discusión una encuesta que había recibido de Harvard con motivo de la próxima 60.ª reunión de graduados de la universidad. Los encuestados tenían que reflexionar y comentar si sus nietos habían cumplido sus “expectativas”. Ante esta pregunta, Le Guin respondió con suma reserva, explicando, en cambio, que su visión del futuro era “oscura” y no solo porque el destino de las próximas generaciones fuera, probablemente, lúgubre. También era oscura en el sentido de que estaba ocluida, cubierta por el manto de un presente abrumador. 

Según el crítico y filósofo Lee Delman, tendemos a estructurar el porvenir como una fantasía de la repetición, donde el día de mañana debe ser exactamente igual que ayer. De acuerdo con este modelo, concebimos a los niños como receptáculos conservadores, es decir, como herramientas para reproducir el mundo tal cual suponemos que es, en vez de para crearlo. En uno de sus textos sobre los niños, Le Guin puso en jaque esta tendencia cultural e intentó complejizarla. La autora rechazó la premisa, que se le suele atribuir por error, de que los niños eran fuentes especiales de sabiduría. Al mismo tiempo, reconoció que nos llevan hacia adelante, pero siempre con resultados inciertos. “En una sociedad cada vez más inestable, orientada al futuro y basada en la tecnología, a menudo los jóvenes son quienes nos muestran el camino, quienes enseñan a los mayores qué debemos hacer”, escribió. “Los viejos están condenados si planean arrodillarse ante los jóvenes novatos y viceversa”. 

Desde su punto de vista, al escribir sobre estas cuestiones intergeneracionales, Le Guin no estaba tratando de articular una zona de conflicto. En cambio, era su forma de exigir que nos amoldáramos a lo inevitable de la diferencia. En este sentido, Le Guin no veía el futuro como un destino, sino como un encuentro inesperado, en particular un encuentro no previsto con la otredad. La inexorable mecánica del tiempo solo puede tomarnos por sorpresa, apartarnos del mundo que creíamos comprender y, en el proceso, recordarnos que nosotros también somos otros.

Por ejemplo, pensemos en el relato en el que se topa con una serpiente de cascabel mientras estaba de visita en una “vieja finca en el condado de Napa”. Allí, nos cuenta que apenas oye el silbido de la serpiente (“la primera comunicación”), el animal se detiene y permanece inmóvil, atento al movimiento que hará Le Guin en respuesta al sonido. Pero cuando la autora grita para llamar a su marido, el animal no reacciona, lo que le recuerda que la serpiente no puede “oír” como nosotros los humanos, de modo que solo percibe “el sonido de su propio cascabel en forma de una vibración en el cuerpo”. Para sobrevivir, estos dos animales, Le Guin y la serpiente, tienen que negociar sus diferencias corpóreas entre sí, pero solo pueden hacerlo en sus propios términos. Según nos cuenta en otro ensayo, algo similar ocurre con un lince al que le toma aprecio en el High Desert Museum de Bend, Oregón. “El hecho de que esté aislado de su complejo hábitat natural es lamentable y antinatural”, escribe Le Guin. “Pero esa distancia, ese estar solo, es la verdad de su propia naturaleza. Conserva esa naturaleza y nos la ofrece inalterada. Nos ofrece el regalo de su indestructible soledad”.

El ensayo termina con esa frase. Le Guin, al igual que James Joyce, autor que no le gustaba, tenía un talento especial para los finales epifánicos. Tal como nos enseña en su obra, los buenos finales no son tumbas que representan lo que alguna vez fue, sino ventanas que llevan a lo que aún podría ser. Por ese motivo, el presente siempre se superpone con el futuro cuando queremos estudiarlo de cerca, ya sea que llegue en forma del inevitable hecho de la vejez o a través de la mirada fija de una serpiente. El presente nos muestra que este momento es siempre otro frente a lo que fue y lo que conocimos.

Este es el legado que nos dejó Le Guin por medio de sus obras de ficción y no ficción. Criada por antropólogos, nos enseñó que podemos alcanzar a los otros, incluso cuando las lagunas —desde el punto de vista biológico, temporal, espacial, literal y figurativo— entre nosotros parezcan indicar que ese tipo de contacto es imposible. Le Guin estaba convencida de ello porque sabía que el futuro siempre nos volverá otros, distintos de nosotros mismos. Tal como nos enseñó esta autora, los otros ya están aquí.

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.

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