Foto: Gerarus, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

La verdad de las verdades

¿Qué es más verdadero: un dictador de carne y hueso o el que inventa una novela? Vargas Llosa tenía una respuesta.
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Siempre me han gustado los diccionarios. Los consulto con mucha frecuencia. Las ediciones contemporáneas y las del pasado. Por necesidad, la definición de una palabra es incompleta y no siempre da en el blanco. Si buscamos, “hombre”, en el Diccionario de la Academia, hallaremos que es un “ser racional, varón o mujer”. Eso basta para un diccionario que no desea pisar callos; pero no es suficiente para un tratado filosófico o antropológico. Ante su incapacidad de precisar lo complejo, el diccionario se regodea más con lo sencillo. Por ejemplo, nos dice que “metatarso” es el “conjunto de huesos largos que forman parte de las extremidades posteriores de los anfibios, reptiles y mamíferos, articulados con el tarso y con las falanges de los dedos, y que en los humanos está formado por cinco dedos y constituye la planta del pie”. Y ciertamente un filósofo no sabría decir más acerca del metatarso.

Allá en otro siglo, cuando se fijaban y limpiaban las palabras sin cautela, los académicos definieron “hombre” así: “Animal racional, cuya estructura es recta, con dos pies y dos brazos, mirando siempre al Cielo. Es sociable, próvido, sagaz, memorioso, lleno de razón y de consejo. Es obra que Dios hizo por sus manos a su imagen y semejanza”. En lo que lleva ventaja el diccionario del presente, es que incluye “hombre rana”, “hombre lobo” y “hombre araña”.

Aunque tal parece que en el presente el hombre ya no es sagaz ni está lleno de razón.

Hoy estaba releyendo La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa. Entonces me acerqué al diccionario de la RAE para buscar “ficción”. No me acomoda lo que dice, pues aquí ficción es algo fingido, y lo fingido es algo “simulado, insincero o falso”, cuando el mayor defecto de una novela sería la insinceridad.

Dicho sea de paso, la definición de “novela” es una de las más pobres de todo el diccionario: “Obra literaria narrativa de cierta extensión”. Pero ya puestos en ellas, dicen los académicos que la ficción corresponde a “una clase de obras literarias que tratan de sucesos y personajes imaginarios”. Es un buen punto de partida para una larga discusión que terminaría por desmentir tal idea. Podríamos comenzar diciendo que mucha ficción está hecha con personajes verdaderos. También se puede argumentar, por ejemplo, que el Rafael Leónidas Trujillo de La fiesta del Chivo no es el verdadero dictador de República Dominicana sino un producto de la imaginación del Nobel peruano, y que esa imaginación es más verdadera, bella y sustanciosa que la carne y el hueso. Y si digo “producto de la imaginación” es porque en República Dominicana sufrieron un dictador de carne y hueso, mientras que nosotros lo disfrutamos hecho de palabras.

Algo así podríamos decir del Maximiliano de Del Paso, del Juárez de Parra, de la Sor Juana de Lavín, del Santa Anna de Serna y de tantos otros.

¿Se reconocerían estos personajes en esas novelas? Es pregunta retórica, porque la respuesta no es importante cuando hablamos de literatura.

O quizás sí.

Ocurre que los lectores tienen mayores posibilidades de disentir con las novelas basadas en la vida real que con aquellas que brotan de la imaginación de un autor.

Dado que se trata de una “ficción”, uno puede estar ciento por ciento seguro de que Gregorio Samsa se convirtió en un bicho; pero si los Evangelios son “verdaderos”, entonces hay mucho por debatir en cuanto a su veracidad. Ibargüengoitia no nos engaña en Los pasos de López, y en cambio hay mucho que sopesar en la historia de Lucas Alamán.

Sin embargo, aun la historia se lee con gusto pese a sus mentiras. En Heródoto, el pasaje sobre las hormigas buscadoras de oro es fascinante. También leemos con placer las fantasías de Bernal Díaz del Castillo.

En las primeras líneas del ensayo, Vargas Llosa escribe: “Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero”.

Y responde varias páginas después a esta idea:

Documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque “decir la verdad” para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y “mentir” ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos.

Muy verdadero el párrafo anterior, y sin embargo hay que ver cómo se afanan los novelistas para que sus narraciones no carguen con esos “errores históricos”. García Márquez hablaba del cuidado del ritmo y la prosa, porque una coma mal puesta podía sacar al lector de la fantasía novelesca; hacerlo que dejara de pensar en el relato para pensar en esa coma.

Cuánto más rompe un error histórico la ensoñación.

Eso bien lo sabía Vargas Llosa. Por eso supo relatar en sus obras la verdad de las mentiras, y también la verdad de las verdades. ~


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