A veces ocurren los casos de arritmia y de colapso, pero el corazón del Vaticano acostumbra a funcionar con arreglo a la dialéctica del sístole y el diástole. La fase de la contracción antecede a la fase de relajación, de tal manera que el rumbo de la Iglesia se identifica en los papas conservadores y los aperturistas, no tanto porque unos renieguen de los otros, sino porque a la propia institución eclesiástica le conviene la dinámica del contraste.
Juan XXIII fue el remedio diastólico a la doctrina “decimonónica” de Pío XII, igual que la severidad de Pablo VI corrigió los excesos conciliares del Papa Bueno. Y no porque monseñor Montini fuera Malo, sino porque prevalecía el propósito apostólico-sistólico de relativizar ciertos avances contraproducentes o demasiado interpretables.
Pueden mencionarse otros episodios históricos en la misma lógica “antagonista”. Y no solo porque la extroversión de Juan Pablo II dio lugar a la introversión de Benedicto XVI, sino porque el ejemplo de Francisco predispone una alternativa “correctora”, independientemente de que al 80% de los cardenales electores lo haya nombrado Jorge Mario Bergoglio.
Por eso no conviene exagerar las connotaciones de un colegio cardenalicio a medida del difunto. No puede ejercer injerencia alguna Francisco. Porque la misión corresponde al Espíritu Santo (según sostienen los creyentes). Y porque la tentación del continuismo implica un peligroso juego de comparaciones en la cabeza del sucesor. Más todavía tratándose de un Papa, Francisco, cuya noción populista y demagógica del cargo carboniza la parodia canchera y gestual en que podía incurrir su epígono. No es el momento de abrir, sino de cerrar. Y de matizar tantas opiniones desaforadas que Bergoglio ha improvisado rompiendo a cuchillo la cuarta pared.
La dinámica, en realidad, se atiene a la percepción de las cosas. Nos hemos acostumbrado a sexar a los pontífices no por lo que son ni por lo que hacen sino por lo que parecen y por lo que dicen. El propio Francisco había adquirido una popularidad en la progresía que ha permitido atribuirle los milagros nunca realizados y las proezas jamás verificadas.
La elección del patronímico dista mucho de la modestia y pudor franciscanos. Y se añade a una megalomanía encubierta que ha consentido a Bergoglio significarse en la revolución cuando no ha modificado un solo milímetro en la tolerancia hacia los homosexuales, las mujeres o los divorciados. Y mucho menos en asuntos nucleares como el matrimonio gay, la eutanasia o el aborto. Puede entenderse que la Iglesia los considere tabúes insobornables, pero no se comprende que el discurso de la izquierda –de Madrid a Caracas, de Roma a México– haya condescendido con las posiciones ultraconservadoras del pontífice al que tanto se idolatra.
No sabemos quién será Francisco II, en el supuesto de que escoja –lo dudamos– semejante nombre e inercia, pero la dinámica coronaria de la Iglesia sobreentiende un periodo de fijación y de reflexión, entre otras razones porque Bergoglio ha sido más un cura arrabalero que un depositario de las obligaciones doctrinales y litúrgicas. La propia trivialización de su “mandato” ha degradado la dimensión estética de la Iglesia y ha “profanado” las conclusiones del remoto Concilio de Trento, cuando el cristianismo de Roma entendió que la contienda contra la Reforma debía concebirse desde el estupor y la sugestión del arte. Y desde el esplendor pictórico, arquitectónico y musical que desembocó en la gloria del Barroco, esta vez haciendo recaer en Borromini y Bernini el flujo de la energía sistólica y diastólica.
La Iglesia se ha universalizado con ahínco desde que Juan Pablo II se convirtió en pastor ubicuo del rebaño. Se aburría en Roma. Le aburría Roma. Y fue tarea de Benedicto XVI recomponer las raíces de la capital de la cristiandad, cuidando con esmero la sombra del olivo fundacional.
Semejante perspectiva abre el camino del cónclave a un papado de “discrepancia”, pero conviene aclarar que los pontífices revolucionarios, como Francisco, han sido muy poco revolucionarios. Y que los papas de fama conservadora han dilatado con más convicción las costuras de la Iglesia. Lo demuestra mejor que nadie Joseph Ratzinger, más divino que nadie cuando el rito comunicaba la Iglesia con el cielo, y más humano y débil que ninguno cuando su flaqueza le condujo a romper en pedazos el anillo del Pescador y rendirse delante de San Pedro.