Vivimos días extraordinarios, tiempos apocalípticos, únicos a nuestros ojos de occidentales del siglo XXI. Apenas podemos creer que estemos confinados en nuestras propias casas, restringida nuestra libertad de movimiento, amenazados por la aparición de un nuevo virus. Sin embargo, basta con repasar los libros de historia que almacenamos en nuestras casas o que podemos conseguir en internet para darnos cuenta de que, lejos de ser un hecho extraordinario, son muchas las situaciones en las que distintos seres humanos han tenido que vivir en reclusión. Y, vergonzosamente, en muchas de ellas no ha sido por la aparición de un peligro natural, sino por la acción de otros grupos humanos. Hoy quiero viajar a los campos de azúcar (o algodón, entre otros) del Caribe de los siglos XVII-XIX. Por un lado, porque recordar lo que ocurrió nos ayudará a relativizar lo que nos está pasando a nosotros; por otro, porque en ese contexto se dio uno de los fenómenos más fascinantes relacionados con las lenguas y el lenguaje. Tal vez el que me convenció, de manera definitiva, de que quería ser lingüista.
Los hombres y mujeres que llegaban como esclavos a las plantaciones del Caribe procedían de distintas zonas de África, distribuidas a lo largo de 5000 km. Además, su mortandad era tan elevada que la incorporación de nuevos miembros a los campos era más habitual que en otras zonas de América. Todo esto tuvo una consecuencia lingüística: las personas que se veían en la obligación de vivir y trabajar juntas carecían de una lengua vehicular para comunicarse y, claro está, tuvieron que desarrollar estrategias para hacerlo. Las necesidades del día a día fueron creando una especie de lengua artificial, mezcla de las distintas lenguas maternas en contacto, con escaso vocabulario y una gramática simplificada, a la que denominamos Pidgin. No es una lengua natural porque carece de las características gramaticales para ello y porque no permite desarrollar ni comunicar cualquier pensamiento. Y es que una lengua creada por un grupo humano para sobrevivir a una situación complicada no puede ser sino algo artificial. Las lenguas de los humanos, pese a lo que muchos creen y afirman, no son algo “que hagamos” o que “nos demos como sociedad”; son más bien algo “que nos ocurre”, concretamente en los primeros años de nuestra vida.
Y es precisamente aquí donde viene el fenómeno del que hablaba al principio. Porque, correteando entre los cultivos, los niños de los esclavos se criaban escuchando la lengua Pidgin como una lengua más de comunicación. En sus juegos infantiles balbuceaban los sonidos de esa lengua que, en boca de sus padres, no era sino un artificio útil para el día a día. Pero el milagro se produjo después, cuando estos niños comenzaron a hablar entre ellos y la lengua que desarrollaron presentaba todas las propiedades necesarias para ser considerada una lengua natural. Tal y como describió Bickerton en Language and species (Chicago, University Press 1990), el cerebro de los niños incorporó, al input deficiente que obtenían de sus padres, todo lo necesario para crear una “lengua de verdad”, similar al inglés o a las lenguas que sus familiares trajeron de África. Y como no se ha cansado de repetir DeGraff en sus escritos, estas lenguas (denominadas criollas) no son más simples gramaticalmente que cualquier otra lengua. Son, por el contrario, lenguas naturales como las demás. De este modo, este fenómeno representa una de las evidencias más claras de que el lenguaje es el instinto más importante de nuestra especie.
Y es que, en situaciones catastróficas, la fuerza de la vida y de la supervivencia nos da lecciones importantes. La necesidad vital de comunicarse empujó a estos seres humanos a formar comunitariamente una herramienta útil que sus descendientes naturalizaron como su lengua propia. Y así nos proporcionaron una evidencia única de la relación de nuestra especie con el lenguaje. Nosotros ahora estamos viviendo tiempos difíciles, con pérdida de vidas humanas y descalabro de la economía. Ojalá salgamos de ellos con una fuerte experiencia de comunidad y resiliencia. A diferencia de los hombres y mujeres que fueron secuestrados y vendidos como esclavos, para los que el confinamiento no fue sino fruto de una vil injusticia, nuestro encierro tiene un cierto carácter épico, de lucha contra la naturaleza y de solidaridad social. Ánimo a todos. #EstoTambiénPasará.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).