Desde su opera prima, Danny Boyle, el recientemente multipremiado director británico, se estableció como la quintaescencia de la generación ADD. Su cámara parece estar montada sobre una montaña rusa: es incapaz de estarse quieta, de mantener un solo emplazamiento. Su cine explora todos los ángulos y todas las técnicas: se mete al escusado en el que Renton, el protagonista de Trainspotting, se sumerge en busca de drogas, y devela un lago cristalino; convierte las imágenes en pixeles de un videojuego mientras Richard, el antihéroe de The beach, pierde la cabeza, perdido en la jungla; y divide la pantalla en dos, en tres y hasta en cuatro en su última película, 127 hours. Durante toda su carrera, el estilo frenético de Boyle ha servido para sacarle brillo al material que escoge. ¿Quién mejor que él para retratar la colmena sobrepoblada de Mumbai, como hizo en Slumdog millionaire, su cinta más exitosa?, ¿quién mejor que él para plasmar cómo la locura se va apoderando de Renton y Richard? Se entiende, por lo tanto, que le haya interesado la historia de Aron Ralston, un joven que tuvo que sobrevivir 127 horas con su brazo derecho atorado entre una gigantesca roca y una pared, perdido a la mitad de la nada. Si Boyle cimentó su carrera temprana retratando a hombres que pierden la razón, esta última cinta significaba un regreso a sus orígenes: un regreso al cuarto en el que Renton, sintiendo el embate de la abstinencia a la heroína, ve a un bebé arrastrándose en el techo; un regreso a la jungla en la que Richard tuvo que vivir por semanas como paria del paraíso que había descubierto.
Desgraciadamente, 127 hours marca la primera vez que el estilo de Boyle simplemente no conjuga con la historia en pantalla. La cinta no nos da tiempo siquiera de tomar aire. Arranca a toda velocidad, con tomas de multitudes anónimas, colocadas en paralelo a Ralston (James Franco) mientras se alista en su departamento, sale rumbo a la aventura sin dejar ningún aviso a sus familiares y después se mete, en bicicleta, al desierto de Utah. Diez minutos después y Ralston ya se encuentra en su muy peculiar predicamento: atorado al fondo de un angosto cañón, con una cámara de video como compañía, con un termo a medio beber y con un cuchillo sin filo. No diré cómo Ralston resuelve su problema, pero que baste con decir que lo que le ocurre –basado, por cierto, en una historia verdadera- es estrujante: una especie de Cast Away al cubo, en el que un hombre tiene que aprender a subsistir con lo absolutamente necesario, en el transcurso de cinco días, y, para colmo, con el reloj en su contra: o logra zafarse de la piedra o se muere, así de sencillo.
Franco está magnífico. Su interpretación toca toda la gama de estados de ánimo que podríamos esperar de alguien que lentamente cae en la cuenta de que va a morir. Su interpretación es un prodigio de desesperación e ira, de resignación y melancolía. Si tan solo tuviera a un director más paciente detrás de cámaras. 127 hours se presta para un ejercicio de tensión macabra, para tomas quietas que nos dejen espiar a Ralston mientras intenta mantener sus cabales, mientras intenta destruir la piedra con el cuchillo raso, mientras piensa en todo lo que lo espera allá afuera si tan solo pudiera zafarse de su brazo. Boyle toma el camino más sencillo, el menos valiente. Creyendo, quizás, que ningún espectador moderno sería capaz de ver una película entera sobre un tipo atorado en un cañón en el desierto, Boyle decide poner su cámara en todos lados. El ejercicio resulta, inclusive, chusco: Ralston visto desde arriba del cañón, desde atrás de la piedra, desde adentro de su termo, desde los ojos de una hormiga, desde la agujeta de sus zapatos, desde la pantalla de su cámara digital, desde un pelo de su barba. Más adelante nos queda claro que Boyle no tiene ninguna intención de mantenernos junto a Ralston. Los vaivenes de su narrativa, brincando del presente al pasado, tan efectivos en Slumdog millionaire, aquí se sienten como una trampa. Ralston recuerda a su exnovia, a su familia, a las chicas que conoció minutos antes de quedarse atorado entre la pared y la piedra. Y nosotros viajamos junto a él. Por lo tanto, parece como si Boyle no confiara en Franco: como si no creyera en la capacidad que tiene un actor de ese tamaño para llevarnos con él, para “decirnos” en qué está pensando, para “decirnos” qué echa de menos.
Todo lo anterior me lleva a The five obstructions, la famosa cinta en la que Jorgen Leth repite un mismo cortometraje cinco veces con cinco diferentes tipos de restricciones: en uno, su colega Lars Von Trier le pide que filme el cortometraje en dibujos animados, en otro le pide que cada toma dure menos de doce cuadros. El ejercicio, casi filosófico en su naturaleza, intenta exponer una de las creencias tácitas del cine: que “la necesidad es la madre de la invención”; que, como director, es mejor que no todo sea asequible; que ciertas restricciones, en el fondo, liberan la creatividad. Como quisiera que Von Trier filmara una secuela de The five obstructions con Boyle como sujeto. Que le pida que vuelva a hacer 127 hours. Y que la primera restricción sea: deja la cámara en su lugar. Así –y sólo así- podríamos decir que esta, su última película, es más que un ejercicio compulsivo de un director que no entiende la virtud de la contemplación sin juegos pirotécnicos.