El cine pornográfico y los cines porno han debido padecer ya varias muertes. La última, a manos de internet; la penúltima, a manos de la Betacam y sus dos hijas: Betamax y VHS. Pero no hay tiempo para el burdo deporte de la nostalgia: ahora mismo, gracias a iphones y blackberrys, el porno está renaciendo otra vez. Como siempre.
Es bien sabido que tan pronto se hubo inventado el cine a alguien se le ocurrió filmar una escena porno. Antes del código Hays –llamado así por su promulgador, Will H. Hays, un presbiteriano rectísimo reclutado por los estudios para formarlos por la derecha– el cine hollywoodense no tenía demasiados problemas para ser ligeramente pornográfico. Safe in hell (1931) de William Wellman, Merrily we go to hell (1932) de Dorothy Arzner o Laughter in hell (1933) de Edward L. Cahn, todos filmados dentro del sistema de estudios, son títulos que dejan entrever esa saludable inclinación. Entonces, en 1934, el código de producción/sistema autoimpuesto de censura Hays, que había sido formulado cuatro años antes, empezó a aplicarse de veras. Casi todo lo sexual quedó prohibido: besos “lujuriosos”, posturas sugerentes, escenas que estimularan “lo más bajo” de las pasiones, higiene sexual, enfermedades venéreas, sexo interracial, órganos sexuales –incluso infantiles–, nacimientos –incluso en siluetas… La idea era que la autorregulación impediría la intervención del gobierno. Ésa fue la muerte del cine porno softcore de estudio. (El código Hays puede leerse acá.) Venturosamente, no todos se avinieron al código: el cine porno de veras salió entonces de su ambiente natural –el burdel– hacia los cines de quinta, de tostón: los que después se llamarían grindhouses y que pueblan nuestros recuerdos de Perdidos en la noche (Midnight cowboy, 1969) o Taxi driver (1976). Los cines de la calle 42 en Manhattan, de Hollywood Boulevard en Los Ángeles, de República de Cuba en la ciudad de México. Los cines como este Rex Theatre, que aparece en I wake up screaming (1941) de H. Bruce Humberstone.
Esos cines, hijos del burlesque, del sideshow y también (en México) de la carpa, fueron asimismo asesinos del burlesque y de la carpa. Entre otras razones, porque resultaba mucho más barato pagarles a las jóvenes bailarinas por una actuación que por una serie de actuaciones. (Cantinflas, Betti Page y Lyn May fueron de los pocos que se salieron con la suya.) John Landis dice en American grindhouse, estrenada al final del año pasado, que “el código inventó el cine de explotación”. Probablemente. Pero la muerte del sistema de estudio a partir de 1948 –cuando se tomó la llamada “Paramount decision”, que impedía a los estudios ser dueños de cadenas de cines– y el consecuente abandono paulatino del código significaron a su vez un susto, una muerte chiquita para los cines raspa. Durante más de una década la explotación y la pornografía para el gran público se habían tenido que disfrazar de educación e higiene, en películas como Sex madness (1938) de William Curran, Reefer madness (1938) de Louis J. Gasnier (“A moment of bliss… a lifetime of REGRET!”) o Because of Eve (1948) de Howard Bretherton; después de 1948, cualquiera con ganas de hacerlo podía exhibir porno.
Los cines de a tostón temieron su destrucción. Pero fue una muerte chiquita: el porno y la explotación tenían que seguir avanzando –casi siempre de la mano. Las nudies (en México: “de encueradas”), como The garden of eden (1954) o The naked venus (1959), tenían su pedazo del pastel; la explotación del adolescente criminal, el rebelde sin causa o, por estos lares, el “rebeco” –Blackboard jungle y Rock baby rock it (ambas de 1957, annus miravilis del rocanrol)–, otro pedazo. Luego esas dos se combinaron en los paseos adolescentes playeros como Beach party (1963) o How to stuff a wild bikini (1965), no precisamente pensadas para adolescentes sino para adultos calenturientos (el colmo es la extrañísima Lord love a duck, de 1966, donde Tuesday Weld se cachondea a su papá); y desembocaron en las roughies neoyorquinas –ejemplos: Scum of the earth (1963), Olga’s house of shame (1964), The sin syndicate (1965)–, películas de violencia y sexo antecedentes directas del horror gore (Herschell Gordon Lewis, padrino del gore, fue el “director” de Scum…), del casi siempre mítico snuff y del torture porn de nuestros días. Eso abonó el terreno para la llegada de Russ Meyer y sus tetonas y su gran aporte a la pornografía: la trama. (Su primer clásico, The immoral Mr Teas, es de 1959.) Y la trama, a su vez, fue necesaria para la edad de oro del porno, que trajo Garganta profunda (Deep throat, 1972), El Diablo en la señorita Jones (Devil in Miss Jones, 1973), Debbie does Dallas (1975), y a sus estrellas Linda Lovelace, Georgina Spelvin, Bambi Woods, al envidiable John Holmes, y los intentos prestigiosos como Último tango en París (Last tango in Paris, 1972) de Bertolucci o El imperio de los sentidos (1976) de Nagisa Oshima…
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Y luego el video comenzó a hacerse realmente accesible. Primero, a la industria: las películas bajaron su presupuesto y se multiplicaron por centenas de miles (Boogie nights es, en parte, una canción de despedida para esos últimos días, cuando unos cuantos directores todavía quería hacer “porno de veras”); luego, a las casas: el cine pornográfico encontró el espacio que había estado buscando casi siempre: el cuarto. Peor: el SIDA fue el tiro de gracia para los grindhouses y las salas porno, mecas del ligue peligroso.
Es fácil padecer nostalgia por esos cines y esos tiempos, y los resultados de esa nostalgia se venden bastante bien. Anthony Bourdain la ejerce en “Sleaze gone by”, de su volumen Nasty bits (2007); Tarantino y su pelele, el chambón Robert Rodríguez, prácticamente han hecho su carrera desde la estética del grindhouse; Michael Chapman –fotógrafo de Taxi Driver– dice que “no hay nada más triste que la disneyización de Times Square”; American grindhouse (2010) de Elijah Drenner es un documental enamorado de su sujeto: el cine pulgoso; la muerte del cine Teresa y su conversión a centro comercial han propiciado un buen número de lamentos (ejemplo: “Teresa: su muerte es mi culpa”, de Nicolás Alvarado, en Chilango #88, marzo, 2011). Etcétera.
Un poco más difícil, tal vez, es ver que esas cinematográficas muertes son también una regeneración. El código acabó con el porno mainstream pero propició el nacimiento del grindhouse, que a su vez acabó con el burlesque y fue asesinado por el videoclub, y el videoclub por los sitios de pornografía en internet, como Brazzers, Twistys y sus estrellas (Sasha Grey, la sensacional Bree Olsen), y Brazzers y compañía están agonizando bajo el cuchillo de su archienemigo: Youporn; mientras que el celular –bendito sea– está volviendo innecesario a Youporn y a sus estrellas de medio pelo porque para qué los queremos si el porno es cuestión de mensajitos que podemos practicar aquí entre nos.
Más: Times Square es probablemente un parque disneyano: pero también es un espacio sorprendentemente limpio (para sus detractores: aséptico), con el crimen en uno de sus puntos más bajos desde que se llevan esas cuentas. La creación del Hollywood & Highland Center, en 2001, propició la revitalización y desinfección del Hollywood Blvd. República de Cuba es una de las calles más atractivas y seguramente caminables de la noche céntrica chilanga –especialmente, de la noche gay.
Y, mejor todavía, la pornografía y la explotación no se han retirado de los cines: se han renovado. Hay pornografía de la tortura (la entretenidísima Hostal de Eli Roth, la ya interminable franquicia de El juego del miedo/Saw), del terrorismo (¿o es posible ver de otra manera la histeria de United 93 del dizque políticamente correcto Paul Greengrass?). Hay pornografía tan “culta” como la del Imperio de los sentidos (me refiero, por ejemplo, a Ken Park de Larry Clark y a Anticristo de Lars von Trier) y explotación disfrazada de estampa religiosa: ¿qué otra cosa sino esa es la secuencia de la latiguizaque le acomodan al pobre Jesús en La pasión de Cristo (2004) de Mel Gibson? Éste es un buen momento para los aficionados al porno. O sea, para todos.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)