Tras el parcial desastre de la tercera entrega de la franquicia Alien –encargada a un joven y prometedor David Fincher de incipiente carrera–, 20th Century Fox decidió lanzar una secuela más, acaso la última (¿hasta Prometheus?) de la serie: Alien: resurrection. Se la encargaron a un director francés de arrebatado y decadente estilo visual que contaba con una brevísima filmografía de dos elementos: Jean-Pierre Jeunet. El guión fue asignado a otro prometedor joven de apenas 33 años: Joss Whedon. Jeunet se trajo a su colaborador francés, Pitof (quien más tarde sumó a su filmografía un golpe que ha resultado, hasta hoy, mortal, dado que no ha vuelto a filmar algo para el cine: Catwoman, con Halle Berry), para realizar los efectos especiales y el diseño de las criaturas. Aunque la mayoría de estos talentos –a excepción de Whedon– exhibieron una lamentable decadencia con el tiempo, en esta cuarta entrega de la saga iniciada por Ridley Scott nadie quedó a deber.
Después de los eventos narrados en la irregular Alien 3, nos enteramos rápidamente que la teniente Ripley ha sido clonada por un grupo de científicos de USM en la nave Auriga. ¿La siniestra finalidad? Que el clon de Ripley (conocido como número 8) dé a luz a una reina alien que les permita recolectar huevos y crías de alien para su uso posterior. Hasta aquí, pese a la evidente estupidez del plan –suspension of disbelief, gente–, la cosa es entendible: quizá sí se pueda domar a las criaturas; quizá sí puedan resultar útiles. Un clon perfecto de Ellen Ripley es logrado después de siete intentos previos, y le es extraído el embrión de alien que anidaba en su pecho. Aquí cabe la duda: ¿por qué el clon de Ripley conserva sus recuerdos? Es aceptable la tesis de que el proceso de clonación dotó a la teniente con habilidades de la criatura que llevaba en su interior, pero la débil línea de quizá retenga memorias debido a la evolución del alien resulta bastante más difícil de creer.
La llegada de una nave, llamada Betty’s, cargada de mercenarios (entre los que se encuentra Ron Perlman especialmente cargado de mala leche y Winona Ryder, que encarna a Call, una androide con enormes, castaños y hermosos ojos de Bambi)que a bordo del Auriga desencadenarán el inminente desastre: un motín armado justo después de que Call intente asesinar al clon de la teniente Ripley; la consecuente fuga de los aliens retenidos para su investigación y domesticación y la elemental matanza de casi toda la tripulación. Los mercenarios, convertidos en tipos buenos y carismáticos que luchan contra las consecuencias desmedidas de la estupidez de la irresponsable experimentación científica corporativa, se volverán entrañables de alguna forma –principalmente Vriess, el enano parapléjico, mecánico del Betty’s; el curso de la acción los llevará a establecer una endeble alianza con Ripley, quien ahora, además de humana, parece poseer un fortísimo instinto de criatura del espacio exterior. En ese sentido, la actuación de Weaver como un híbrido entre humano y alien es logradísima: sus movimientos casi reptiloides, sigilosos (husmea y olisquea a cada tripulante que conoce), recuerdan de inmediato a la criatura.
Varios méritos posee esta cuarta parte de la saga: el sentido del humor de Jeunet, ya patente en La ciudad de los niños perdidos y, principalmente, en Delicatessen; acá, el director se modera –no llega a hacer el ridículo, como lo haría en su siguiente filme: Amèlie– pero sí ofrece un par de gags que alivian la tensión (pero que parecen ir un poco en contra del espíritu de la saga). Buen chiste: ante la posibilidad de ir a la tierra, el personaje de Ron Perlman se queja amargamante. Se encuentra también esa gran escena, responsable de imbricar a la serie con el horror marino: los mercenarios huyen de la criatura, dirigiéndose al sitio de la nave donde dejaron aparcado el vehículo en el que llegaron; para alcanzar ese lugar deben atravesar una enorme zona inundada de agua. Todos se arrojan al agua, y justo a la mitad del camino –como dictan los cánones del buen horror–, se percatan de que dos aliens los persiguen bajo. Acaso la mejor y más tensa escena del filme, colocada con precisión clínica casi en la exacta mitad del metraje, la secuencia de la persecución bajo el agua es una elegante set piece que parece anteceder de alguna forma a aquella escena del sótano deWar of the worlds de Spielberg.
Tras ese momento cumbre, Alien: resurrección avanza con algo parecido al frenesí: veloz, aparentemente descuidada; no se ocupa de sus personajes salvo en dos ocasiones (una, antes de la escena bajo el agua): la primera, cuando la teniente Ripley destruye a sus clones con un lanzallamas (aún hay ecos del desplante de imaginería visual de las criaturas); la segunda, una conversación entre la teniente Ripley y la androide Call que borda lo emotivo y cursi.
Hay un tema que Resurrección apenas ensaya: los peligros de la ciencia fuera de control. En ese sentido, la cinta se une parcialmente con la tradición del científico loco; de alguna manera, la Ripley clonada es una especie de extrapolación del mito de Frankestein. (Y aquí un paréntesis interesante que cierra círculos de manera particular: si la novela de Mary Shelley se titula Frankestein o el moderno Prometeo –…or, the modern Prometheus, en el original–, en Resurrección son Call y Ripley y la criatura las que remiten a esta tradición: hijas híbridas todas, mujeres armadas por piezas que lo mismo aman que repudian. Si alguna duda queda de la relación entre Prometeo y Ripley, véase este still: es, casi casi, una bellísima recreación del mito de Prometeo encadenado:
y aquí el Prometheus bound, de Reubens y Snyder:
, y la nueva cinta de la saga se llama, todos lo sabemos, Prometheus. I rest my case.)
Pero el discurso central, el tema que permea la segunda mitad de Resurrección –no del todo logrado, pero presente, es uno solo: la humanidad no es exclusiva de los humanos. La misma idea ya había sido explorada por otro integrante de la saga: Ridley Scott, en la que debe ser la máxima cinta de ciencia ficción: Blade Runner. En la cinta de Jeunet es acaso el único tópico al que se accede con cierta dosis de seriedad (el cine de Jeunet pre-Amèlie es totalmente desmadroso): allí Call, eternamente preocupada por el destino de la humanidad – ¿Por qué te preocupas por la humanidad? ¿Eres el nuevo modelo de idiota?, pregunta Ripley a la androide; ella responde: Estoy programada para ello–; ahí también la criatura salida del pecho de Ripley, a quien reconoce como su madre: su mirada suplicante momentos antes de morir redefine los límites de esa frontera de por sí borrosa llamada humanidad:
Y después de esa última mirada suplicante, la criatura muere ante los ojos de su madre, quien llora al ver que ese tremebundo monstruo, el cuarto fruto de sus entrañas (chequen datos y verán que tengo razón), ha muerto al tiempo que sus restos flotan en el espacio. La promesa de otra vida en la tierra es ahora lo único que alimenta a Call y Ripley, quienes contemplan a ese valiente mundo nuevo desde la escotilla de su nave, esperanzadas.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.