Behind the candelabra (2013) de Steven Soderbergh (Traffic, Ocean’s eleven, Che) fue una de las películas más esperadas de la última edición del Festival de Cannes: había expectación por ver a Michael Douglas –recién recuperado de cáncer- protagonizar una despampanante y atormentada historia de pasión con Matt Damon. Dos grandes del cine interpretaban en este filme roles que se alejaban de todo lo que habían hecho hasta entonces.
A esto se sumó el anuncio de Soderbergh que tras esta película dejaría el cine. Fue en HBO donde encontró el apoyo para producir la cinta de un valor de 23 millones de dólares tras la negativa de los estudios de Hollywood para apoyar una producción que calificaron de “demasiado gay”.
Esta biopic –que finalmente resulta más clásica que transgresora-está basada en la vida de Wladziu Valentin Liberace, conocido popularmente como Liberace, un excéntrico pianista y showman de origen polaco-italiano que triunfó en la televisión estadounidense y en Las Vegas entre los años 50 y 70, transformándose en uno de los artistas mejor pagados del mundo del espectáculo. Liberace, quien vivió en un ambiente de opulencia kitsch y promiscuidad, negó su homosexualidad hasta su muerte por Sida en 1986. Su vida íntima fue retratada por Scott Thorson, quien a la edad de 17 años comenzó una relación secreta con la celebridad que extendió por cinco años, durante los cuales fue su amante y secretario personal.
Tras la muerte de Liberace, Thorson publicó un libro autobiográfico en el que reveló los secretos de su convivencia con el pianista. Soderbergh recoge para su filme las historias narradas por él y titula su obra bajo el mismo nombre que la novela. Douglas interpreta a este estrafalario artista que creó una nueva performance para la música clásica, utilizando llamativos trajes y un colorido despliegue escénico, cuyo símbolo distintivo era un gran candelabro sobre el piano; Damon encarna a Scott, su joven amante y admirador.
Los protagonistas se conocen en uno de los espectáculos de Liberace en Las Vegas. Soderbergh recrea diferentes escenas de las destellantes actuaciones del pianista en el teatro, las cuales van reflejando cómo evoluciona la relación entre ambos. Scott es un bello e inocente espectador deslumbrado que luego pasa tras bambalinas, destierra al protegido de turno, se transforma en el asistente público de la estrella, sube a la cima, se mimetiza con ella y cae en el olvido.
Sin embargo, la riqueza del universo creado por el director no radica en la esfera de lo público -que no es más que la punta del iceberg de la historia- sino en las situaciones privadas que se desenvuelven en la mansión de Liberace, un lugar que se alza para Scott como un gran palacio, enclave del lujo, el entretenimiento y el placer. Los espectadores descubrimos con la misma sorpresa que el joven protagonista un ambiente extraño, barroco, una casa con una decoración desmesurada, paseamos por los recovecos del “mundo Liberace”, vemos sus cuadros, sus esculturas, sus mascotas, el contraste entre los muebles victorianos y el mega-jacuzzi o entre su sirvienta negra y una especie de mayordomo gay que se pasea con sunga por la casa agasajando con comida y bebida a los visitantes mientras luce sus pectorales bronceados.
Es interesante ver cómo un entorno que de entrada podría resultar frívolo se vuelve cálido gracias a la magia de Liberace encarnado con maestría por un Douglas irreconocible: un personaje excesivamente amanerado, divertido, exagerado, tierno, aunque no por ello menos manipulador y egocéntrico. La mansión es una extensión del personaje y parece irse transformando junto con él: de un espacio acogedor y chispeante pasa a ser un reducto claustrofóbico, en el que Scott se encuentra atrapado voluntariamente.
El guión no es particularmente original, tiene una estructura dramática clásica y entrelaza dos motivos principales: el joven que tras un golpe del destino asciende a un mundo de opulencia y la relación paternalmente incestuosa entre dos hombres de edades diferentes -tiene algo de Pretty Woman y Muerte en Venecia– pero lo que la hace memorable es la interpretación. Vemos a un director que sabe dirigir a sus actores, que confía y arriesga, y a dos estrellas del cine mainstream que en diferentes grados se travisten -literal y metafóricamente- para estar a la altura de sus roles.
Douglas es un mefisto simpático y nos cautiva. Damon es profundamente versátil. Abarca desde la inocencia hasta la decadencia, es tímido y seductor, humilde y ambicioso, varonil y delicado; un personaje con múltiples facetas que crece y se desengaña a lo largo de la historia, mientras sufre reiteradas transformaciones físicas. Ambos son tan creíbles y entrañables como la relación que entablan: se quieren, se apoyan, se complementan, se necesitan, se celan, se destruyen, se agotan y es en este aspecto que la película es más convencional que gay, porque dentro de un universo homosexual desarrolla una historia que podría ser la del auge y decadencia de un matrimonio común y corriente. La narración, que comienza con altas cuotas de humor negro, va tomando un tono cada vez más sentimental y melancólico a medida que avanza el metraje.
Con este proyecto Soderbergh no buscaba la polémica sino que apelaba a la identificación. No obstante, la temática de la película no sólo trabó la búsqueda de financiamiento, sino que ha provocado que la distribución esté tomando un curso inusual: mientras que su estreno en HBO batió el record de audiencia de los últimos años del canal con 2,4 millones de televidentes, los cines de Estados Unidos no han querido programarla.
La negativa de las salas de exhibición no es menor porque tiene como consecuencia que Behind the Candelabra no pueda competir en los Oscar, donde Douglas y Damon hubieran podido ser nominados. Será finalmente la recepción que tenga la película en los cines de otros países lo que le permitirá –o no- trascender la categoría de telefilme. Esta situación, que podría vivirse como un fracaso, parece no inquietar al director, quien por el momento ha reafirmado que no volverá a filmar.